Trapani: La hoz de Saturno

La Gran Guerra había llegado a su fin. También en el pasado había quedado la ambición de aquel poeta soñador que proyectó en Fiume el nacimiento de una utopía corporativista. Luego, la Marcha sobre Roma y el discurso inicial de Benito Mussolini como Primer Ministro de Italia. Un año y pocos meses habían transcurrido desde aquel evento y durante ese tiempo, se consolidaron y fortalecieron los conceptos fascistas que colocaban a la Nación por encima de todo, y al orden y a la disciplina como los mecanismos indispensables para lograr los objetivos de la Patria. El componente totalitarista exigía combatir a todo lo que pretendiera estar fuera del Estado o en su contra. Con ello en mente, el líder fascista concluyó que la existencia de la poderosa mafia siciliana resultaba inadmisible y exigió a sus hombres mostrar la indomable fuerza del Estado.  

En esa situación y ubicado en la zona oriental de la isla de Levanzo, se encontraba Alessandro, un arditi nacido en Pallanza, región de Piamonte, que había sufrido innumerables penurias en las interminables batallas de Isonzo y que, tiempo después, participó con convicción en las escaramuzas de Fiume. Allí estaba, con sus binoculares, buscando distinguir lejanas figuras en la noche mediterránea cuando su compañero de armas, Bruno, interrumpió la exploración para compartir su conocimiento de la zona. Así, señalando un punto al sudeste, dijo: “Allí está Marsala, mi ciudad. Conocida como Lilibea en los tiempos de Cartago, siempre gozó de prosperidad y esplendor como ciudad portuaria. Luego, los árabes la rebautizaron como Marsa Allah, que significa el Puerto de Dios, lo que derivaría en el idioma siciliano a la actual Marsala”. Alessandro lo escuchó atentamente y luego le preguntó por la ciudad a la que debían ir. Bruno, con orgullo regionalista respondió: “La antigua ciudad de Drépano, latinizada como Drepanum, su nombre significa ‘hoz’. Allí murió Anquises, amante de la diosa Venus y padre del héroe troyano Eneas. Fuera de lo mitológico, frente a sus costas, Cartago y Roma se disputaron el mundo. Ciudad portuaria, bella y próspera que fue llamada por los sicilianos como Trapani”.    

Luego de satisfacer su fugaz inquietud cultural, Alessandro miró hacia atrás y observó a los hombres que los acompañaban en la misión, los cuales se encontraban cantando el himno fascista “Giovinezza” con pasión, pero sin armonía. El piamontés le habló nuevamente a Bruno y le indicó que los hiciera descansar, que en seis horas partirían hacia el destino.  

El tiempo determinado por la voluntad del estratega permitió a los miembros de la escuadra fascista renovar fuerzas antes de subirse a una pequeña lancha de desembarco que los llevaría a las costas de Trapani. Allí estaban Alessandro, Bruno y otros ocho escuadristas, con sus uniformes oscuros de camisas negras y armados con revólveres Bodeo Modelo 1889 y carabinas M91 diseñados por Salvatore Carcano.  

Pronto llegaron al puerto de la ciudad de Trapani, donde los esperaban otros cinco colegas que colaboraron con el desembarco en las cercanías de la calle Ammiraglio Staiti. Estos hombres, igualmente uniformados y armados, y que, además, llevaban consigo un potente explosivo, informaron a Alessandro sobre la situación en la zona. Todo parecía estar bajo control. Luego, toda la escuadra se movió a paso ligero por la misma senda hacia la esquina de la calle Torrearsa donde se ubicaba el Teatro Dogana. Bastó una señal de Alessandro para que dos de aquellos integrantes que lo habían recibido en el puerto, colocaran en la puerta de aquel edificio la bomba que tenían en su poder.  

El piamontés conocía los detalles. Ese teatro formaba parte de las propiedades de Vito Cascioferro, una de las figuras más importantes de la mafia siciliana. Don Vito, como lo llamaban, había conformado una extraordinaria organización criminal que podía cuestionar el poder del Estado y eso resultaba intolerable para el movimiento fascista. 

Alessandro, con el objetivo en mente, observó detenidamente el trabajo de los escuadristas. Luego, se dejó conmover por los sonidos de aquel sitio. El Mediterráneo latía y hablaba a través de su majestuosa naturaleza y él podía escucharlo. Así transcurrieron unos segundos hasta que hizo otra señal y sus hombres, obedientes, se alejaron de la puerta. Había comprendido que, si podía escuchar hasta la respiración de sus compañeros de armas, ello significaba que había demasiado silencio en aquel lugar. Se acercó a la puerta del teatro, tocó su estructura con la punta de los dedos de su mano derecha y, sin demasiada fuerza, demostró que la entrada se encontraba abierta. Miró a su alrededor, también a los suyos y, finalmente, con su fusil en mano, ingresó junto a sus compañeros a la propiedad de Don Vito.   

Una vez dentro, el piamontés dividió al grupo y les señaló distintos lugares en el interior del edificio para que los revisaran. Los escuadristas se movieron velozmente, atravesando puertas, habitaciones, salas y cualquier lugar que fuera accesible. Mientras lo hacían, Alessandro se percató que en una de las paredes de la sala principal se encontraba enmarcado un uniforme del regimiento de infantería de Trapani con la característica insignia amarilla y azul. Bruno también la estaba observando y dijo: “Miles de aquí han perdido la vida en Isonzo. Dieron su vida por algo superior. Algo que luego resultó decepcionante”. Alessandro coincidía con sus palabras, pero sabía que no habían sufrido solo los regimientos de Trapani en aquel lugar. Hombres de toda Italia habían ido allí a padecer los horrores de la guerra, especialmente la derrota y la humillación.  

Poco a poco los escuadristas comenzaron a reagruparse en la sala principal. No habían encontrado a nadie. El piamontés miró a su alrededor. Sentía y sabía que algo no estaba marchando según los planes. En un momento, mientras sus pensamientos derivaban en sospechas fundadas, observó a Bruno tomar una carta de uno de los cajones del mueble más cercano al uniforme que habían analizado. El hombre nacido en Marsala colocó aquel escrito entre las páginas de un libro suyo y luego lo guardó entre su ropa. En ese preciso instante, cuando la inquietud de los escuadristas llegaba a su punto más alto, una fuerte explosión en la puerta del edificio los descolocó a todos e hirió a algunos. Sin posibilidad de reacción, pronto comenzaron a observar cómo, desde el exterior, y a través de las enormes grietas provocadas por la explosión, efectuaban disparos y lanzaban bombas incendiarias hacia el interior del edificio. Alessandro y su grupo estaban siendo atacados. Cuando el piamontés se percató de ello y que uno de sus hombres había sido alcanzado por las llamas, con fatal desenlace, organizó sus posiciones para no ser blanco fácil y luego dar una justa respuesta al ataque.  

El Teatro Dogana se había convertido en el escenario de un feroz tiroteo, ello mientras su estructura se debilitaba y las llamas ganaban terreno. Los escuadristas respondieron con valentía, pero no había muchos sitios para resguardarse del ataque enemigo. En pocos minutos, como consecuencia de la clara desventaja que suponía estar en aquella sala, se sumaron otras dos muertes al bando fascista. Alessandro entendió la situación y ordenó la retirada por la puerta en el ala oriental del edificio, que conectaba con la calle Ruggero di Lauria Ammiraglio. Sin embargo, cuando los escuadristas lograron abrir esa puerta, comenzaron a entender la real dimensión del problema: En ese momento, Alessandro y los suyos pudieron ver cómo desde el exterior lanzaban hacia el cielo nocturno una bengala de brillante luz roja. Su hipnótico fulgor iluminó la zona, los rostros de los escuadristas y también las de los hombres que los atacaban. No había nada especial en ellos. Simples matones al servicio de Don Vito. Todos, unos y otros, bañados por el manto rojo de aquel proyectil.  

En ese instante, muchas imágenes invadieron la mente de Alessandro. Eran recuerdos de Isonzo y los incontables enfrentamientos que se habían iniciado de forma similar. Elementos que se repetían una y otra vez: Los silbatos de alarma, las bengalas, los disparos, los compañeros caídos y la sangre de propios y extraños mezclándose en suelo italiano. 

Una nueva ráfaga de disparos sacó a Alessandro de aquellos recuerdos. En la puerta oriental del Teatro Dogana, tres de sus compañeros fueron alcanzados por el ataque enemigo. Tres muertes que exigían encontrar una salida, una solución o el abismo eterno. El piamontés se puso a cubierto y después analizó el interior del edificio. El tiempo estaba en su contra. Sin embargo, cuando la resignación comenzaba a ganar terreno en sus pensamientos, recordó los planos que había analizado para la misión asignada. Había una tercera puerta destinada para uso exclusivo del personal del edificio. Alessandro dio la orden y fueron todos hacia la zona norte del teatro donde hallaron una discreta y diminuta puerta que, una vez abierta, les permitió escapar del lugar.   

Habían logrado salir de una trampa mortal pero todavía existía la posibilidad de caer en otra. Alessandro necesitaba controlar la situación y ordenó la contraofensiva, flanqueando desde la nueva posición a los hombres de Don Vito que seguían ubicados al este del Teatro Dogana. Sus escuadristas obedecieron y sus rápidos movimientos sorprendieron a los enemigos, los cuales, esta vez en clara desventaja estratégica, fueron cayendo uno a uno. En un momento, cuando la refriega se encontraba cerca de su inevitable final, los tres hombres que quedaban del bando enemigo levantaron sus brazos, desarmados, rindiéndose ante los escuadristas. Alessandro y los suyos se acercaron con cautela a ellos. El piamontés, a medida que avanzaba, recordaba con mayor intensidad una situación vivida durante la Gran Guerra. Las imágenes se mezclaban, su presente y su pasado parecían circunstancias destinadas a repetirse hasta el infinito. En su recuerdo, tras un breve combate en las cercanías del río Isonzo, en la cual soldados austro-húngaros vencieron a sus pares italianos, los vencedores tomaron la decisión de fusilar a los derrotados. Alessandro lo había visto todo, a una distancia prudente, sin posibilidad de intervenir.  

Esos recuerdos cedieron ante la nueva realidad. Los arrodillados, aunque italianos, no eran soldados de la Patria sino matones de un jefe mafioso. Uno de ellos llegó a aportar, con cierta burla, la ubicación de la comisaría más cercana para ser entregados allí. En ese momento el piamontés, haciendo uso de su revólver, fusiló a los tres derrotados. La historia volvía a repetirse.  

La acción ejecutada impactó en sus compañeros, pero ninguno la cuestionó. Alessandro podía ver la sorpresa en los rostros de algunos, la decepción en otros y el desconcierto en un tercer grupo. Diferente era el caso de Bruno que parecía gozar de mucha paz y su rostro lucía cierto gesto de satisfacción. El hombre de Marsala rompió con la incomodidad imperante y le dijo al piamontés: “Parece haber vuelto a nosotros el silencio, aquello que se pierde cuando la armonía es derrotada. Se manifiesta ante nosotros lo que luce como una victoria pírrica y es que corresponde reconocer que pronto el objetivo de esta noche se convertirá en cenizas. Sin embargo, no podemos afirmar que hemos ganado la paz. Deberíamos aprovechar, movernos hacia la estación de tren y partir”.  Alessandro asintió y luego le preguntó por aquello que había tomado en el Teatro Dogana. Bruno sonrió, puso su mano derecha en el hombro izquierdo del piamontés y le respondió: “Te lo daré cuando esto haya terminado”.  

La respuesta no satisfizo completamente el interés de Alessandro pero no podía indagar mucho más por el momento. Consideró que Bruno tenía razón, que había que moverse y así lo ordenó. El piamontés y los suyos avanzaron hacia el norte, hasta llegar a la plaza de Sant’Agostino. Allí los recibió el intenso calor de un nuevo enfrentamiento. Desde distintos puntos de aquel espacio abierto les lanzaron una decena de bombas incendiarias para luego continuar con una ráfaga de disparos. Como resultado de aquel ataque sorpresivo, fueron cuatro los escuadristas alcanzados por la emboscada y luego por la muerte. Uno de los proyectiles llegó a rozar el cuello de Alessandro, quien reaccionó lanzándose al suelo para reducir su visibilidad ante el enemigo. Luego, Bruno lo tomó del brazo y lo alejó de la zona, moviéndolo hacia el callejón que conectaba la plaza Scarlatti con la calle Torrearsa, ello mientras los otros escuadristas respondían al ataque.   

Las pulsaciones de Alessandro estaban llegando a su punto más alto. Los disparos, el fuego, los angustiantes gritos de sus compañeros, la sangre en su cuello, todo contribuía a nuevas confusiones. Él estaba en Trapani pero se sentía en Isonzo, en aquel lugar donde murieron el honor y la dignidad, donde tuvo que perder infinidad de veces a compañeros y amigos, y donde estuvo realmente cerca de ser consumido por el temor y la vergüenza.  

De a poco, Trapani volvía a manifestarse ante sus sentidos. Las pulsaciones se fueron normalizando. Los gritos comenzaron a representar reclamos de liderazgo. Sus compañeros necesitaban recibir órdenes. Así, el piamontés, se alejó unos pocos pasos, cerró los ojos y analizó la situación. Luego de unos segundos en los que examinó en su mente el mapa de la ciudad, finalmente le dijo a Bruno: “Sospecho que, cuando fuimos a por los hombres que estaban al este del teatro, los que estaban sobre la calle Torrearsa aprovecharon para preparar esta emboscada. Eso significaría, primero, que no representan un gran número. Caso contrario, ya nos habrían rodeado. Y luego, lo más importante, es que, si tengo razón, esa zona ahora está liberada y podemos movernos por allí y al norte para flanquearlos”. Pensó en sus propias palabras durante unos segundos y luego sentenció: “Sin embargo, si me equivoco, quedaremos expuestos y nos matarán”. Bruno asintió en señal de apoyo y esperó a que Alessandro expresara su orden. De este modo, el piamontés ordenó a los otros escuadristas que resistieran en la zona y a cubierto, mientras Bruno y él buscaban flanquear al enemigo. Así, los hombres nacidos en Pallanza y Marsala se movieron por aquel camino que antes evidenciaba dominio de los hombres de Don Vito pero que, para fortuna de ambos, estaba efectivamente libre de cualquier amenaza. Desde allí se movieron raudamente hacia el norte, hasta la plazoleta de Saturno donde hallaron la Iglesia de Sant’Agostino. Las circunstancias imponían una sola opción: Se persignaron e ingresaron al santuario. 

Una vez dentro de aquel sitio sagrado, Alessandro buscó rápidamente el mejor lugar para atacar a los hombres de Don Vito. Inmediatamente después y sin perder tiempo, le pidió a Bruno que se quedara junto al altar, pasando ambas columnas de bancos de madera, mientras él subía las escaleras de uno de los costados del edificio que lo llevarían a la zona más alta de la iglesia. Desde allí, pudo darse cuenta de una pequeña abertura en una de las paredes que daba hacia la plaza de Sant’Agostino. El tamaño de la brecha era ideal para su objetivo: Le permitía no estar excesivamente expuesto y, a la vez, poder apuntar a los objetivos en la zona. Cuando lo consideró oportuno, realizó el primer disparo, con resultado fatal para uno de los hombres de Don Vito. La pequeña batalla se había reanudado con fuerzas equilibradas: Los sicarios de la mafia gozaban de una leve ventaja numérica; sin embargo, debían protegerse de disparos que recibían desde el sur de la plaza, por parte de los tres escuadristas que había dejado Alessandro en la zona, y desde el oeste, ubicación de la Iglesia, donde el propio piamontés cumplía con su parte. Tras largos minutos y varios caídos del lado enemigo, la victoria escuadrista se manifestaba como inevitable. Movidos por la desesperación, el puñado de hombres de Don Vito que quedaban en la plaza se lanzaron hacia los tres compañeros de armas del piamontés que aguardaban en la zona. El intercambio de disparos se incrementó en un breve lapso en el cual, los aliados de Alessandro perdieron la vida. El piamontés, por otra parte, se benefició del movimiento precipitado de los enemigos, quienes, por la desesperación, habían quedado expuestos y vulnerables, lo cual fue letalmente aprovechado por Alessandro.  

La muerte del último matón de Don Vito en la plaza puso fin a la escaramuza. El piamontés, al darse cuenta de ello, alejó su rifle de la abertura, apoyó su espalda en la pared y cerró los ojos, buscando, con respiración profunda y pausada, ganar calma y paz. Luego, reflexionó sobre todo lo que había ocurrido desde que llegó a la ciudad. Pensó en la misión, la estrategia diseñada, las instrucciones dadas, los aciertos, los errores, entre otros pensamientos que se mezclaban con imágenes de la noche vivida. Buscó, en definitiva, determinar en qué momento todo había comenzado a desmoronarse. Mientras recargaba sus armas y descendía por las escaleras, concluyó que todo había sido consecuencia de una traición. Por lo tanto, todo el operativo, desde su comienzo, había sido gran error. Al llegar a la planta baja, buscó a su compañero con la mirada entre los bancos de madera de aquel sitio. Un vistazo rápido y sin éxito. Antes de poder profundizar la búsqueda, sintió, en uno de sus hombros, el impacto de una bala. Bruno, por primera vez en toda la noche, había disparado con su fusil de cerrojo. 

Alessandro estaba en el suelo de la iglesia. La potencia del disparo y la sorpresa generada, lo desestabilizaron, provocando su inevitable caída, momento en el que su rifle se perdió entre el mobiliario del lugar. Con desesperación, apuro y dolor buscó su revolver. En ese momento, Bruno comenzó a hablar. El sonido de su voz rebotaba entre las paredes del lugar, generando una poderosa reverberación que obstaculizaba identificar su origen. De este modo, el hombre de Marsala le dijo: “Entre los eternos abismos del pasado y del futuro, existe el efímero presente. En el ayer infinito, nació Roma, la ciudad que se convirtió en mundo. Fue aquí, en Trapani, frente a sus bellas costas, donde la loba hambrienta del Lacio venció a Cartago y se consagró como la fuerza dominante del Mediterráneo. Se logró ello gracias a la piedad colectiva, la sagrada virtud de cumplir con nuestro deber para con la patria. Subordinarse a ese algo, superior, del cual todos formamos parte. Sin embargo, el tiempo, que todo lo destruye, erosionó dicha virtud. Con los siglos, avanzó la degradación, hasta que un día cayó Roma y el mundo palideció”.  

Alessandro pudo encontrar su revólver y, manteniendo su posición, apuntó con aquel elemento hacia la zona donde pensaba que podía estar su adversario. Cada segundo, entre dudas y confusión, cambiaba la dirección de su potencial disparo. En ese contexto, Bruno continuó con sus reflexiones: “Recuerdo cuando nos convocaron para el combate. El gobierno liberal quería mostrar una fuerza que no tenía. También recuerdo Caporetto, la última batalla de Isonzo. Allí estuvimos los dos, pero no nos conocíamos. Sí conocimos el agotamiento absoluto, la pérdida de la fe, la derrota total del cuerpo y el alma. Allí murió el espíritu de la Nación. De las cenizas de esa guerra florecieron los movimientos colectivistas, aquellos que reversionaron la piedad colectiva de la Antigua Roma. Otros, con sus banderas rojas, quisieron aprovechar la debilidad del gobierno para promover su versión internacionalista. Nosotros, con el arte del poeta que conquistó Fiume y la guía de nuestro líder, derrotamos a los enemigos de la patria con orden, disciplina, fuerza y amor por la Nación”. Luego de decir esas palabras, Bruno se mostró ante Alessandro, incorporándose entre los bancos de madera. El piamontés, con una reacción casi instintiva, efectuó un par de disparos que impactaron sobre el cuerpo del hombre nacido en Marsala.  

Alessandro se levantó lo más rápido que pudo y se movió hacia Bruno sin dejar de apuntarle en ningún momento. Cuando al final lo tuvo a un metro de distancia se dio cuenta de que su adversario no estaba armado y que sus armas estaban detrás del altar. Luego, analizó sus heridas. Ambos sabían que el final estaba cerca. Bruno, siempre calmo, le dijo: “Así como recuperé el orgullo nacionalista, entendí que debíamos volver a aquello que nos había dado más de un milenio de gloria. Si, como dije, fue aquí en Trapani donde Roma ganó la supremacía mediterránea, podría ser aquí también el comienzo de algo nuevo e igualmente glorioso. No hacía falta algo espectacularmente numeroso, la historia lo ha demostrado. Decidí entonces provocar este conflicto, cuyo desenlace conocía perfectamente. Nuestros compañeros han dado la vida, serán tenidos por héroes y ejemplos a seguir. La victoria sobre los enemigos del Estado servirá de estímulo y lo que hemos vivido hoy puede ser el punto de partida para una nueva Italia unida, poderosa y próspera. Ello siempre que nos acompañe la fortuna y el tiempo no apresure la erosión de la virtud”. Bruno sacó de entre su ropa el libro que Alessandro le había visto en el Teatro Dogana, luego siguió diciendo: “Te había dicho que te daría esto y aquí cumplo mi palabra. Encontrarás en su contenido lo que permitirá arribar al mejor epílogo de esta tragedia. Ahora, como corresponde, es propio de la naturaleza aceptar lo que viene. Parto en paz hacia el olvido”. Alessandro tomó el libro y entre sus páginas estaba la carta que le había visto tomar al hombre de Marsala. En ese instante, Bruno comenzó a cantar, con una voz cada vez más débil, el himno de Italia. El piamontés lo escuchó unos segundos y finalmente se sumó armónicamente al canto. Luego de un breve lapso, la voz de Alessandro quedó en soledad. Su compañero, como lo había anticipado, partió hacia el abismo del olvido.  

El hombre de Pallanza había sobrevivido a las adversidades de esa noche, pero no pudo hacer nada frente al agotamiento. Vencido por el cansancio, cerró los ojos y se dejó llevar por ese estado inconsciente donde se mezclaban recuerdos y fantasías. Así estuvo algunas horas hasta que finalmente abrió los ojos durante el amanecer del nuevo día. Con calma y reflexionando sobre todo lo que había vivido, se levantó del suelo y caminó hacia el exterior. Una vez allí, en la plazoleta que poco había podido observar con anterioridad, se percató de una fuente de agua donde se encontraba una imponente estatua. Dicha obra era una representación del dios Saturno, protector de Trapani y amo del tiempo. Al verlo, recordó lo que Bruno le había dado. Tomó el libro, retiró la carta y la leyó. Aquel escrito detallaba con absoluta precisión los movimientos de mercancías entre Trapani y otras ciudades que efectuaba la mafia. Todas ellas con una localidad en común: Gangi. Aquel sitio, escondite de las organizaciones criminales de Sicilia, debía ser el próximo objetivo.  

Al terminar la carta, se dio cuenta que su ubicación dentro del libro cumplía la función de señalador. Se hallaba entre las páginas del libro cuarto de la obra “Meditaciones” del emperador y filósofo Marco Aurelio. Una frase estaba subrayada: “El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y ésta también va a ser arrastrada”. En el margen próximo a dicha frase, podía verse algo escrito, en lápiz, por Bruno: “Aceptemos nuestro destino y seamos arrastrados a él por la fuerza infinita e indómita del tiempo, cuyo amo y señor es Saturno y su hoz, esta ciudad”.  

Eris

En un lugar escondido de la Selva Negra, a diez kilómetros del río Rin y a setenta de la ciudad de Stuttgart, se encontraba un hombre llamado Dieter, resguardado en una improvisada carpa colocada entre los árboles de aquel sitio. Este hombre era un implacable miembro de la Waffen-SS y había avanzado hasta aquella zona con el objetivo de localizar a un alcalde de nombre Franz Leitgeb, el cual había colaborado con los países enemigos, convirtiéndose en un problema que debía solucionarse.

El agente alemán sintió un insoportable dolor de cabeza. No era la primera vez que le sucedía, pero la intensidad parecía ser mayor a las veces anteriores. Apoyó los dedos de su mano derecha en la frente buscando un alivio que sólo conseguiría pasados algunos minutos. Cuando el dolor cesó, se arrodilló y dijo en voz alta: “Yo te juro, Adolf Hitler, como Führer y Canciller del Reich alemán, lealtad y valentía. Te juro a ti y a los superiores a quienes nombres obediencia hasta la muerte”. Luego, se quedó en silencio unos segundos y finalmente remató el juramento diciendo: “Que Dios me ayude”. Inmediatamente después, buscó entre las pocas cosas que lo rodeaban, aquellas que consideraba necesarias para proseguir el viaje: una pistola Luger, una daga, una brújula y un libro que venía leyendo apasionadamente en sus momentos de reposo, y que contenía las principales obras del filósofo y poeta griego Hesíodo: “Los trabajos y los días”, “La teogonía” y “El escudo de Heracles”. Colocó todos los elementos en una mochila cuyos colores se camuflaban con el entorno y salió de la carpa.

Dieter avanzó por la zona orientado principalmente por la brújula y la información que previamente había obtenido sobre su objetivo. Así pasaron algunas horas, con un cansancio que se hacía cada vez más notorio. Sin embargo, todavía estaba lejos de la meta propuesta y no podía darse el lujo de descansar. Con la mente puesta en ello, pudo ignorar gran parte de todo lo que ocurría a su alrededor, incluso su propia fatiga, hasta que, en determinado momento, algo llamó su atención: una manzana dorada que se encontraba brillando en el suelo. Al verla, también notó que no muy lejos y levemente escondida detrás de un árbol se hallaba una llamativa mujer que vestía una túnica negra rasgada que no llegaba a cubrirla por completo. Su piel era blanca, de una blancura que jamás había visto Dieter en una persona viva. El corte lateral de su túnica le permitía tener al descubierto una de sus piernas y no había elemento alguno cubriendo o adornando sus pies. A pesar de ello, su piel parecía no contaminarse con la suciedad del ambiente natural. La mujer observó a Dieter, le sonrió y al hacerlo, todo el entorno oscureció en un instante. Por unos segundos, el agente alemán se sintió en el vacío absoluto, pero luego comenzó a percibir que su cuerpo se hundía en algún tipo de líquido. Era agua, así lo sentía y el nivel de ella fue elevándose hasta llegar al cuello de Dieter. Al principio, el terror parecía dominarlo, pero luego, cuando se estabilizó el nivel del agua, comenzó a sentir algo de paz. Todo era silencio y oscuridad. Así estuvo unos segundos hasta que pudo distinguir a aquella mujer que le había sonreído, sobre una barca y acercándose a él. La mujer rompió el silencio y dijo: “Aquí no hay dolor, no hay sufrimiento, nada te puede hacer daño, sólo hay silencio. Un silencio que puede resultar cómodo, con el que se puede descansar, pasar de un día al otro. Es el silencio de los que no te hablan y, por lo tanto, no te ofenden. Es, en definitiva, el silencio de la indiferencia. Lo reconoces, vives con ese silencio y te agrada. Todo lo demás es ruido, todo lo demás es incomodidad. Querido Dieter, mi nombre es Eris y he venido a destruir la paz de tu mente, a convertir este silencio en el ruido más perturbador, a sacarte de la comodidad, a vulnerar tu falsa resiliencia, a mostrarte lo débil que eres”. Eris sonrió nuevamente, hizo un chasquido con los dedos de su mano derecha y al hacerlo, la oscuridad, el agua y todo lo que Dieter sentía se esfumaron en un instante. El agente estaba en el suelo con la ropa mojada por una lluvia que no podía precisar cuándo había comenzado y a escasos metros de una trinchera enemiga.

Dieter se puso de pie mientras el desconcierto lo seguía dominando, pero luego, los disparos de una ametralladora lograron que su mente se centrara en el objetivo. Se colocó detrás de un árbol y observó con atención todo aquello que lo rodeaba. Frente a sus ojos se encontraba una extensa trinchera cuyo extremo más cercano se ubicaba a escasos metros y el más lejano se perdía en el horizonte. Cada diez metros aproximadamente a lo largo de dicha construcción se habían colocado una serie casi infinita de nidos de ametralladora y el más cercano de ellos se encontraba disparando hacia un objetivo que Dieter no lograba distinguir pero que, para su suerte, no era él. El agente alemán observó su brújula y entendió que debía seguir camino pasando por la trinchera. Las alambradas de púas y los otros obstáculos estratégicamente colocados le impedían rodearla. Detectó entonces que detrás del nido de ametralladora más cercano se encontraba la salida hacia el otro lado de la trinchera. Al no encontrar otro camino, guardó su brújula, tomó su pistola y se dejó caer en la construcción enemiga.

La magnitud de la lluvia estaba comenzando a cesar, pero había sido lo suficientemente intensa como para empantanar el suelo de la trinchera. Dieter, con movimientos lentos y calculados fue avanzando hacia el objetivo. El camino lo llevó primero hasta una zona techada donde había distintos suministros bélicos. Allí pudo encontrar y tomar un subfusil MP40 que pertenecía, en realidad, al ejército de su patria. Siguió avanzando lentamente con esta arma hasta que pudo ver la entrada lateral del nido de ametralladora. En ese momento, los disparos se apagaron y su sonoridad fue reemplazada por risas y carcajadas cuya intensidad iba creciendo a medida que Dieter avanzaba. El agente alemán se ubicó a un costado de la entrada con la idea de resolver el conflicto con una rápida ráfaga de disparos en el preciso instante en el que se pusiera de frente a sus enemigos. Tomó aire, contó mentalmente hasta tres e ingresó en un giro rápido hacia el interior del lugar pretendido, siempre con su subfusil apuntando hacia adelante. Pero allí no había nadie más que Eris, vestida con una túnica gris, sentada sobre una mesa, con las piernas cruzadas y su brazo izquierdo en alto. A medida que elevaba su mano, el volumen de las carcajadas iban creciendo. En el preciso instante en el que la intensidad del sonido se volvió especialmente insoportable, Eris cerró la mano y el silencio desterró a todos los ruidos. Ella habló en ese momento y dijo: “Suele decirse que la risa es contagiosa, pero ello resulta una afirmación totalmente incorrecta cuando el ánimo no acompaña. Los otros ríen, los otros son felices, siempre los otros. Sería adecuado decir, entonces, que cuando la felicidad no puede ser compartida, la risa del otro es muy molesta y motiva los deseos más oscuros. Dime una cosa, ¿nunca sentiste la necesidad de apagar una risa, de contaminar la felicidad del otro con tu angustia? Estoy segura de que sí, Dieter. Has apagado mucho más que risas. Mucha luz se ha perdido en el olvido gracias a tus acciones. Pero ¿qué has ganado?”. Eris chocó las palmas de sus manos y al hacerlo, surgió de ella un destello blanco que cegó a Dieter unos segundos. Transcurrido ese breve lapso, el agente alemán observó a su alrededor. Eris ya no estaba y en su lugar se encontraba una manzana dorada. Mientras una infinidad de palabras resonaban en su cabeza, Dieter dejó el subfusil en la mesa y salió por la puerta del nido de ametralladora que lo llevaba hacia el otro lado de la trinchera.

En el exterior lo esperaban las últimas gotas de lluvia, las luces tenues del atardecer, el descenso repentino de la temperatura y el fresco aroma de la flora circundante. Con su mente invadida por voces desconocidas, siguió avanzando por el sendero marcado por su conocimiento e instinto. Así estuvo otra hora hasta que escuchó detrás de sí el galope de un caballo. Al darse vuelta, pudo ver a Eris con una túnica de tonos dorados sobre un caballo cuyo color de pelaje permitía confundirlo como una extensión de su jinete. Eris y su caballo pasaron a Dieter por un costado y éste, que la seguía con la mirada, pudo observar cómo se hallaba ante él una estructura que antes de girarse no estaba allí. Era una carpa gigante de proporciones titánicas, con una tela brillante de tonos dorados y blancos. A los costados de su entrada se observaban dos estandartes cuya imagen decorativa era una manzana dorada. Eris ingresó con su caballo perdiéndose en la oscuridad de su interior. Dieter dudó unos segundos, observó su brújula, analizó su ubicación y destino y concluyó que debía entrar en aquel sitio y atravesarlo. Finalmente, tomó aire y dio los pasos necesarios para ingresar a la carpa.

Una potente luz blanca sorprendió a Dieter en ese momento. Luego, ésta comenzó a apagarse y al extinguirse por completo, permitió que el agente alemán pudiera ver todo lo que allí había. El interior de la carpa parecía tener dimensiones infinitas. Su techo y sus bordes eran indistinguibles e inalcanzables. El suelo de todo aquel sitio estaba cubierto por incontables alfombras finas de colores y materiales variados. Sobre ellas, había platos, fuentes, bandejas, de materiales brillantes y pulcros, con toda clase de alimentos. También había copas, jarras, botellas, con una gran variedad de bebidas. Todo ello estaba acompañado por bellísimos y coloridos adornos florales, velas, incienso, entre otros elementos que destacaban por sus llamativos colores. Además de lo visual, Dieter percibía los aromas y fragancias más deliciosos de este mundo, originados por la mayoría de los objetos mencionados. Allí estaba él, en un escenario repleto de elementos deseables, pero no estaba solo. En el interior de la carpa, junto a todas las cosas descriptas, se encontraban incontables hombres y mujeres, entregados a la lujuria y transitando con pasión desenfrenada el camino del deseo y el placer. Finalmente, en el centro de todo, una flor gigante, con pétalos dorados, en donde se hallaba recostada Eris vistiendo una túnica de color rojo, cuyo largo parecía más corto que las veces anteriores. Sus labios de idéntico tono contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Eris le sonrió a Dieter y dijo: “Mucho se ha escrito sobre el deseo, la tentación y la envidia. Allí reside el origen de todos los conflictos. Y por más normas divinas que hablen de pecado o normas terrenales que castiguen las acciones motivadas en ello, nada puede evitar que desees estar con la mujer de tu prójimo, o tener sus cosas. Alcanza con verlo feliz con sus posesiones, el deseo hace el resto. Sin embargo, esto también motiva a los hombres al esfuerzo, a obtener lo que desean por medio de acciones ajustadas a la moral. Dieter, dime, ¿deseas algo de esto?”. El agente alemán escuchó todo con atención, se quedó quieto unos segundos y luego, miró una vez más su brújula. Inmediatamente después, centrado en su tarea, avanzó por aquel sitio mientras los gemidos de su alrededor se potenciaban a cada paso. Fue una caminata larga hasta que pudo divisar la salida justo en el punto por el que debía pasar, conforme su propia orientación. En un momento, sin que la ansiedad lo consumiera, pudo salir de ese lugar. Para su sorpresa, Eris lo estaba esperando. Allí, ella le dijo: “Sé que nada de esto te interesa. Aquí estás defendiendo una causa que enfrenta por un lado la masificación del hombre por el colectivismo dictatorial y por el otro, la conquista de lo óntico. Una causa que tiene a tu patria como heredera cultural de algo que nació en Atenas, cuya principal bandera es el ascetismo. Sin embargo, Dieter, que algunos maten por cosas y otros por tierra y sangre, lleva al mismo resultado, ¿no es cierto?”. Eris se acercó a Dieter, tocó con sus dedos una de las mejillas del agente alemán y cerró diciendo: “Lo que viene no lo soportarás”. Inmediatamente después de ese contacto que Dieter sintió frío como el hielo, Eris regresó a la carpa, perdiéndose en la oscuridad de su interior.

Bastaron unos segundos para que el agente de la Waffen-SS retomara la senda de su misión. Estaba anocheciendo y debía acelerar el paso. Perfectamente orientado y sin necesidad de otros elementos siguió avanzando hasta llegar a una de las carreteras de la región, a diez kilómetros de la ciudad de Bühl. Siguiendo esa vía en dirección sudoeste tardaría menos de media hora en hallar la casa de Leitgeb. El estar tan cerca de su objetivo renovó su energía y, con paso ligero, avanzó raudamente hasta llegar a divisar el hogar señalado. Desde un costado del camino y a una distancia estratégicamente calculada, Dieter analizó la situación. Primero, observó la casa. El humo saliendo por la chimenea, las luces proyectándose a través de sus ventanas, los sonidos que en esa noche silenciosa se destacaban y provenían de su interior, todo ello le indicaba, sin excesiva perspicacia, que la casa no estaba vacía. En segundo lugar y no menos importante, en la puerta se encontraba de pie un guardia. Dieter no podía reconocer el uniforme ni el arma que llevaba, pero en su cabeza había pensado distintas formas de neutralizarlo. Sin embargo, recordando los hechos recientes, y luego de largas horas sin haber emitido ninguna palabra, le dijo a quién lo venía atormentando: “Dame unos minutos de lucidez, es todo lo que necesito”. Con la inquebrantable esperanza de haber sido oído por Eris, el agente alemán acomodó su daga y su pistola Luger entre su ropa y avanzó en dirección a la casa. Estaba cada vez más cerca del guardia. En su cabeza había ensayado la maniobra las veces suficientes como para tener la confianza en lograr su cometido. Lo separaban cincuenta metros, luego veinticinco, diez, cinco. El guardia ya lo había visto pero Dieter se acercaba sin expresión alguna imposibilitando que su adversario pudiera diferenciar si estaba allí para matarlo, pedirle una dirección o cualquier otro motivo. Dieter estaba a un cuerpo de distancia, listo para atacar y luego, de forma inesperada, escuchó tras de sí el inconfundible sonido de un vehículo en movimiento. Estaba llegando a la casa otro guardia que venía por la carretera sobre un Volkswagen modelo Kdf-Wagen convertible. Dieter sabía perfectamente que ya era tarde para alejarse, debía improvisar algo. En los años que estuvo entrenando y perfeccionándose había logrado incorporar de forma instintiva ciertas acciones. Sabía aprovechar cualquier descuido por mínimo que fuera. El primer guardia estaba a un brazo distancia, observando el arribo de su compañero. El segundo, por otro lado, estaba descendiendo del vehículo mirando a su colega con un gesto de satisfacción por haber vuelto. Al notar esto, Dieter efectuó en poco más de un segundo dos movimientos rápidos. Con el primero, teniendo la daga en su puño izquierdo, cortó el cuello del primer guardia. Consecuentemente, con el segundo movimiento y con la Luger en su mano derecha, disparó de forma certera a la cabeza del segundo guardia. Posteriormente, y con la tranquilidad de haber tenido éxito, remató al primer guardia de un disparo, también a la cabeza. Había solucionado un problema, pero al ver su pistola humeante entendió que se sumaba otro: resultaba imposible que desde el interior de la casa no escucharan los disparos. Habiendo perdido el factor sorpresa, ingresó al hogar lo más rápido que pudo con su arma en alto.

Una vez dentro, Dieter avanzó por los pasillos de aquel sitio velozmente, pero con el cuidado suficiente de no mostrarse de forma excesiva y vulnerable ante cualquier circunstancia que lo pudiera estar esperando. Así lo hizo, hasta aproximarse a la entrada del comedor. En su interior, entre la mesa y los otros muebles, se encontraba Leitgeb, su esposa y el hijo de ellos, el cual había nacido durante el primer año de la guerra. El alcalde lo esperaba con una escopeta, la cual accionó de forma instintiva al ver al invasor de su hogar. Dieter llegó a ponerse a cubierto en uno de los costados de la entrada. Las pulsaciones iban en aumento en todos los presentes. Dieter dejó que el silencio ganara terreno buscando que su adversario se confiara y luego, cuando lo encontró conveniente, giró hacia el interior del comedor lanzándose al suelo. En ese preciso instante, ambos dispararon. Leitgeb erró su tiro, pero Dieter acertó el suyo, dirigido al pie derecho de su adversario. Inmediatamente después, con un segundo disparo, la vida del alcalde llegó a su fin. Luego, entre asustada y furiosa, la esposa de Leitgeb se lanzó hacia Dieter con un cuchillo poco afilado de aquel comedor. El agente de la Waffen-SS, mientras se ponía de pie, respondió con un certero disparo que fulminó a la mujer en un instante. Luego, miró a su alrededor y se acercó lentamente hacia el niño que había presenciado el asesinato de sus padres. El hijo del alcalde, mientras lloraba inconsolablemente, sintió cómo el metal del arma del verdugo de sus progenitores se apoyaba en su frente. Dieter lo miró a los ojos y luego algo le llamó la atención. En una de las paredes del comedor se podía ver la hoja de un diario, perfectamente enmarcada con doble cristal. Dejó en paz al niño y se acercó a aquella hoja. Era la tapa del diario Der Neue Tag, de fecha 2 de mayo de 1945, cuyo título de portada, junto a la imagen de Adolf Hitler, decía: “El líder cayó en batalla”. El contenido del artículo detallaba sobre la muerte de Hitler y la llegada al poder de su sucesor, el Gran Almirante Karl Donitz. Dieter no entendía lo que tenía frente a sus ojos. Dominado por el desconcierto volvió a sentir un dolor de cabeza insoportable. Tomándose la frente con una de sus manos y con la otra buscando estabilidad entre las paredes y muebles de aquel lugar, fue moviéndose con dificultad hacia la salida. Sin darse cuenta en qué momento había sucedido y cómo, finalmente se halló del otro lado de la puerta, recibiendo el aire fresco del exterior.

Dieter cerró los ojos y respiró de forma lenta y profunda por unos segundos. Dicho lapso fue suficiente para llevar algo de alivio a su sufrimiento. Volvió a abrir los ojos y se puso a observar el exterior. Los guardias no estaban, tampoco el vehículo. Sin embargo, sí había algo nuevo sumándose a la escena. Del otro costado de la carretera había aparecido una casa idéntica a la de Leitgeb. Su fachada tenía un tono más claro con detalles dorados y finos. La puerta de la entrada estaba abierta y en ella se encontraba Eris. Ella había abandonado las túnicas para vestir un elegante vestido blanco. Su cabello rubio, perfectamente peinado con ondas, adquiría tonalidades rojizas con la iluminación. Una vez más, sus labios de rojo carmesí contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Su piel, aún blanca, había adquirido la vida que la palidez previa cuestionaba. Allí estaba ella, reconocible pero distinta, descalza, en puntas de pie, sonriente, con un brazo extendido y diciendo con pasión: “¡Ven, Dieter! La cena está casi lista”. El agente alemán se dejó llevar por la curiosidad y avanzó hasta el interior de esa casa.

Una vez allí, Eris lo recibió con un abrazo cálido, que luego coronó con un beso lleno de amor y ternura. En ese momento, Dieter se dio cuenta que ella llevaba colgado del cuello un brillante dije de oro con forma de manzana. Eris tocó suavemente y por unos segundos esa joya, luego, tomó de la mano a Dieter y lo guió hasta el comedor. Allí, el agente alemán percibió placenteramente el aroma de la comida casera recién hecha. El sitio contaba en uno de sus rincones con un tocadiscos, el cual reproducía en ese momento algo de jazz, lo que la censura nazi había llamado “arte degenerado”. La mesa estaba preparada con tres platos, cubiertos, copas, una botella de vino y una bandeja grande en el centro que contenía en recipientes separados la cena de la noche: salchichas con puré de papas, panes, pretzeles y chucrut. Contemplando todo eso, Dieter se sentó a la mesa y en el preciso instante en el que lo hizo escuchó el descenso apurado por las escaleras de una tercera persona en la casa. Era un niño de muy poca edad, pero la suficiente como para decir, como Dieter lo escuchó: “¡Padre, estás aquí!”. El agente alemán y el niño se fundieron en un abrazo. Eris interrumpió suavemente y, con una sonrisa, solicitó que se sentaran para comenzar la cena. Así lo hicieron y dieron comienzo a aquel especial encuentro. Los minutos fueron pasando con un Dieter cada vez más cómodo e inmerso en la vivencia. El niño se mostraba curioso sobre su trabajo y Eris aprovechaba para explicarle que con su esfuerzo podía dar sustento a la familia. Ella se mostraba sonriente, feliz, cálida y amorosa. Todas las palabras que emitía parecían proyectadas con el objetivo de destacar, en general, el deseo de bienestar como motor del trabajo y, en particular, el esfuerzo de Dieter como medio para obtener lo deseado. Todas y cada una de las palabras que ella decía lo hacían sentir al agente alemán valorado y admirado. En un momento de la noche, Dieter ingirió el bocado que le permitió terminar su plato. Cuando lo hizo, observó cómo, sobre la mesa, caían unas partículas de polvo y escombros provenientes del techo. Levantó la mirada y pudo ver que la estructura sobre su cabeza había cambiado. No había un techo completo y sano sino un hueco con bordes carbonizados y endebles, como si aquella estructura hubiera sido alcanzada por algún explosivo. Bajó la mirada y todo era distinto. El niño no estaba, tampoco la mesa. La música se había detenido. Las luces se apagaron. Los colores se habían perdido en un manto de oscuridad, sombras, polvo y cenizas. Frente a él ya no estaba Eris en su forma luminosa. Por el contrario, había vuelto a su versión más oscura y monocromática. Había perdido toda su calidez. Emanaba angustia y frío. En ese instante, Dieter fue desbordado por una infinidad de imágenes y recuerdos que impactaron en su mente. Luego, como una consecuencia inevitable, volvió a sentir un dolor que parecía destrozarlo por dentro. Se levantó con dificultad y de igual forma salió de la casa.

Una vez fuera, observó que a un costado de la carretera se encontraba un árbol caído. Fue hasta allí, se sentó sobre él y esperó unos segundos hasta que la intensidad del dolor disminuyó por completo. Luego, sintiendo la presencia de Eris, le dijo: “En algo te equivocaste. Jamás me importó la causa. Pero el mundo entero quería reducirnos a cenizas. Y antes que todo, soy alemán. Por orgullo o por amor a mi patria fui transitando este camino que me llevó primero, a integrar la unidad de operaciones especiales de la Waffen-SS y luego, a establecerme en el frente oriental. Muchas misiones. Una tras otra. Eran exitosas pero los rusos eran imparables. Cuando nos dimos cuenta, ya era tarde. Comenzábamos a retroceder en todos los frentes. Al jefe de mi unidad lo enviaron a rescatar a Mussolini. Luego, participó en otra locura y los ingleses lo querían muerto. A él y a los que estábamos en su unidad. Para ese momento, yo estaba de regreso en Berlín”. Dieter sacó una vez más su brújula, la observó y accionó un discreto dispositivo en ella que permitía separarla en dos mitades. Al hacerlo, de su interior sacó un collar con un dije de oro en forma de manzana. Con la joya entre sus dedos, siguió diciendo: “Al volver, compré esto. Quería dártelo, pensaba que podía gustarte. Siempre te gustó el mito de la manzana dorada. Sin embargo, por aquellos días, los espías enemigos buscaban a nuestro jefe de unidad desesperadamente. Un traidor llamado Leitgeb dio algunos nombres de los que formábamos parte del grupo. Muchos fueron víctimas de ataques que terminaron siendo trágicamente letales. En mi caso, trataron de borrarme con un explosivo. Pero Leitgeb cometió un error. No les dijo mi dirección, sino la tuya. Y así fue como perdí para siempre lo único que realmente me importaba». Dieter sacó su pistola Luger y se quedó observándola en silencio. Seguía sintiendo la presencia de Eris en su forma más angustiante. En ese momento escuchó de ella las últimas palabras de aquella noche: “Allí está, puedo sentirlo. Es la fase enfermiza de la soledad. El silencio que es cómodo y angustia a la vez. Ese vacío que cultiva los pensamientos de la derivación maligna del orgullo. Eso que te dice y recuerda una y otra vez lo que deseas, lo que ves en los otros y nunca tendrás. Muchos llenan ese silencio con un ruido que resulta igualmente molesto e insoportable. Lo siento, Dieter. No soy la Eris que alguna vez amaste. Yo soy la discordia y la envidia. Soy la que destruirá tu paz o te impedirá volver a ella. Pero, al mismo tiempo, soy lo contrario a la soledad. Dieter, no te preocupes, yo siempre estaré a tu lado”.

Soldado Desconocido

La revolución parecía tan sólo un sueño que se desvanecía por el peso de todo lo que, en un lustro, había ocurrido en el escenario internacional. El brillante emperador francés había sido derrotado en Waterloo y los reyes europeos fueron retomando sus tronos. En ese marco geopolítico, Fernando VII, rey de España, utilizó toda la fuerza de su imperio para recuperar lo que parecía perdido. Así, una a una, fueron cayendo las revoluciones en México, Venezuela, Nueva Granada y Chile. De este modo, al infame rey sólo le quedaba un territorio por retomar: el correspondiente al ex Virreinato del Río de la Plata. 

En ese contexto, en un lugar al norte de la provincia de Salta, una carreta, que transportaba cargamento bélico, se trasladó hacia una de las dos entradas del fuerte español que se encontraba en la zona. Desde dicha fortificación solían salir periódicamente expediciones militares que se dedicaban al saqueo y tormento de los pueblos cercanos. Aquellas operaciones no perdonaban ni a las mujeres ni a los niños, a quienes hacían padecer las expresiones más crueles del salvajismo imperialista.  Buscando que el mensaje fuera lo más claro posible, adornaban con cabezas de rebeldes las entradas del fuerte.

Frente a dicha estructura militar, se encontraba la carreta liderada por dos soldados de bajo rango. El primero, quien controlaba las riendas, de nombre y pasado desconocidos para sus compañeros de armas, solía ser llamado como “Juan”. El otro, menos enigmático, se llamaba Mariano y frecuentemente contaba anécdotas de su niñez en Potosí. 

Ambos estaban allí, subidos a la carreta, con sus uniformes blancos, propios de la infantería realista, mientras tres soldados, pertenecientes al fuerte, inspeccionaban el cargamento y la orden de transporte correspondiente. Luego de un lapso corto y tenso, les dieron permiso para ingresar y Juan lideró el movimiento para trasladar el vehículo hacia el punto de descarga.

Mientras lo hacía, pudo distinguir con suficiente detalle el diseño de aquella arquitectura defensiva. El fuerte se dividía en cuatro patios dentro de los cuales, en cada uno de ellos, podían observarse edificios dispersos y precarios para el descanso de las tropas. A su vez, las cuatro zonas se enlazaban en su centro por dos grandes edificios: el cuartel del capitán y el almacén. También pudo distinguir que sólo los patios norte y sur tenían portones que se conectaban con el exterior del fuerte, mientras que los patios oeste y este, sólo tenían puertas para facilitar el movimiento interno dentro de la fortificación. 

La meticulosa observación de Juan no pudo obviar la presencia de una llamativa marcha religiosa ejecutada por medio centenar de hombres con túnicas oscuras y liderada por uno que ponía en alto una vara de madera, cuya punta tenía forma de cruz. Poco a poco, los soldados del fuerte se fueron acercando al lugar para recibir una bendición, ser alcanzados por palabras sagradas y, también, para persignarse cuando la cruz se ubicaba cerca de ellos. 

Juan le hizo una señal a su compañero y luego, ambos, se dispusieron a ingresar en el almacén los materiales que habían transportado. Una vez dentro, pudieron observar que allí había gran variedad de alimentos, armas, cañones, municiones, pólvora y todo aquello que los rebeldes desearían tener. Así, en uno de los elementos metálicos y brillantes allí ubicados, Juan pudo ver su imagen reflejada y darse cuenta que faltaba un botón en su chaqueta blanca y que había algunas manchas de sangre en el cuello de la misma prenda. Sin darle mayor importancia, giró para observar a su compañero mientras éste preparaba un cañón y, luego de unos segundos, salió del almacén para continuar presenciando la marcha religiosa desde el exterior. 

Una vez fuera y apoyado en la puerta del almacén, reconoció ciertos gestos en los participantes de la procesión. Sonrió al verlos y en una voz muy baja e imperceptible dijo: “rebeldes”. En un momento, la marcha se detuvo, el rezo llegó a su fin y ante la mención de la palabra “amén”, se abrieron las puertas del infierno: todos los hombres de la marcha sacaron las pistolas de chispa que tenían ocultas entre sus túnicas y dispararon contra los realistas, a los cuales tenían lo suficientemente cerca como para provocarles un gran daño. Los leales al rey, por su parte, una vez recuperados de la ingrata sorpresa, buscaron responder pero todavía les quedaba padecer otro movimiento: Mariano, desde el almacén y por una de sus troneras, disparó el cañón que estaba preparando. Esa acción, que en cualquier otra batalla hubiera parecido aislada e incluso, con mala suerte, poco efectiva, resultó, en esta ocasión, ante tantos enemigos juntos, devastadora y sangrienta. Ante ese panorama, los numerosos infiltrados, en un movimiento instintivo e improvisado, se dividieron en tres grupos: el primero se quedó en la zona, buscando asegurar el control del patio norte; los otros dos, en cambio, se movieron hacia los patios linderos con el objetivo de ganar aquellas zonas o, al menos, obstaculizar el arribo de refuerzos realistas. 

Juan, que había observado todo desde la puerta del almacén, se movió a su interior mientras se desprendía de la chaqueta blanca y recibía, por parte de Mariano, otra de color azul. En cuanto al hombre de Potosí, también se había desprendido de su chaqueta realista pero, diferenciándose de su compañero, sobre su camisa blanca prefirió colocarse un poncho de color rojo punzó. No tuvieron más que escasos segundos para cambiarse la vestimenta dado que desde el patio sur no tardaron en ingresar al almacén varios soldados realistas, todos con espadas. Los fusileros españoles, en cambio, prefirieron quedarse en el exterior. 

Sin necesidad de mayor motivación que aquello que el destino ponía frente a ellos, tanto Juan como Mariano se enfrentaron a los realistas que habían ingresado al edificio. El hombre de Potosí, fiel ejecutante de la esgrima gaucha, utilizaba su poncho para confundir al enemigo para luego, en un movimiento certero, terminar con la vida del rival haciendo uso de su facón. Juan, por su parte, con un estilo más elegante, era un esgrimista clásico y muy talentoso. Su superioridad técnica le permitía enfrentarse a varios enemigos a la vez, evitando, con destreza, ser rodeado por ellos. 

En el patio norte continuaba la escaramuza entre los rebeldes y los soldados realistas. El sonido de los disparos formaba parte del ambiente sonoro junto a los gritos y el choque entre los metales de las armas cuerpo a cuerpo. Por otro lado, en el interior del almacén todo parecía más intenso. Podía sentirse la agitación del adversario, ver el sudor en su frente, los gestos de dolor y aunque todo ello formara parte de una situación extremadamente tensa, Juan lo estaba disfrutando. No podía ocultarlo. Había sido entrenado toda su vida para ello. 

Aún enfrentando a varios españoles, los propios movimientos que ejecutaba llevaron a Juan por la senda del recuerdo: su memoria lo trasladó a una casona de Buenos Aires en un momento tan importante para él como para la historia. En aquella época era un joven que, espada en mano, debía mostrar todo lo que había aprendido enfrentándose en un encuentro amistoso a su entrenador de esgrima. Pudo derrotarlo. Era la primera vez que lo hacía pero no sería la última. Su talento había sido potenciado por el entrenamiento. Disfrutaba de ello y de tantas otras cosas a las que accedía por ser quien era: hijo de su padre. Había sido educado con los mejores profesores, sabía hablar varios idiomas, tenía un avanzado conocimiento en derecho y, por supuesto, contaba con instrucción militar. Todo ello era posible gracias a los recursos de su padre, un contrabandista español perteneciente al sector más conservador de Buenos Aires. Como último recuerdo rememoró que aquel día, habiendo terminado el entrenamiento, un mensajero se acercó a la residencia para avisar que unos invasores ingleses habían desembarcado en la Reducción de los Kilmes. Dos días después, los usurpadores izaron la bandera del Reino Unido en la Plaza Mayor de Buenos Aires.

Los recuerdos se esfumaron al mismo tiempo que la escaramuza en el almacén. Juan observó a su alrededor. Casi una decena de realistas habían caído. Era el momento de llevar la batalla al patio meridional. Tanto él como Mariano se abastecieron de munición y pólvora y tomaron dos fusiles. Luego de ello, prepararon el cañón y lo apuntaron por una de las troneras que miraba hacia el patio sur. Mariano, una vez más, se ocupó de ejecutar el disparo. Al hacerlo, logró destrozar la puerta que conectaba aquel patio con el exterior del fuerte. Los fusileros de la zona no tardaron en responder y efectuaron una primera descarga de disparos. La nueva escaramuza había comenzado. 

Juan no tardó en darse cuenta que un intercambio de disparos entre ellos, desde el almacén, y los realistas desde el patio, culminaría en un tiempo que claramente no tenían. Las opciones estaban claras: victoria rápida o muerte. Concluyó entonces que debía sorprenderlos desde otra posición. Dejó a Mariano en el almacén e ingresó en el cuartel del capitán por el acceso que conectaba ambas estructuras. Una vez allí se percató que desde aquel lugar podían escucharse los ecos de la batalla. En todo el fuerte había sangre y fuego y desde su ubicación, Juan podía oír casi todo lo que ocurría. Sin dejarse llevar por esas distracciones, logró divisar unas precarias escaleras que le permitían acceder al primer piso. Mientras subía y se acercaba a la balconada, trató de determinar el estado de situación, observando con mayor detalle lo que ocurría en los distintos patios. De este modo, se dio cuenta que en los patios oeste y este, los rebeldes estaban prácticamente derrotados. Sólo quedaban un puñado de ellos en cada una de dichas zonas. Decidió entonces centrarse en su objetivo, tomó con firmeza su fusil y desde su nueva posición logró efectuar un disparo letal hacia uno de sus enemigos ubicados en el patio sur. 

Mariano, aprovechando el desconcierto de los rivales, logró tener la misma efectividad que su compañero y, con un disparo certero, liquidó a un fusilero español. Con el paso de unos pocos minutos, fueron cayendo uno a uno los realistas de aquella zona. Al estar en posiciones distintas, Juan y Mariano se habían asegurado de que ninguno de sus enemigos pudiese ocultarse, ya que siempre iban a estar a tiro para alguno de los dos. 

Habían neutralizado la amenaza realista en el almacén y en el patio sur y ese control transitorio de dichos espacios les exigía aprovechar la ventaja temporal y avanzar en el cumplimiento de la misión. Juan se dirigió al almacén donde se reencontró con Mariano y luego, juntos, se movieron al patio meridional. Una vez allí y habiéndose asegurado de la muerte de sus enemigos en la zona, se dedicaron a inspeccionar todo aquello que los rodeaba. Aquel patio, a diferencia de los otros, estaba siendo utilizado como una extensión a cielo abierto del almacén. Allí se encontraban dispersos distintos elementos de interés como pólvora, alimentos, una carreta de bueyes de gran tamaño como así también una innumerable cantidad de elementos robados a los rebeldes y saqueados al pueblo de la zona. Encontrarse con todo eso provocó en Mariano una gran alegría y, luego de lanzar al aire un potente y sonoro alarido, le avisó a Juan que llenaría el transporte con todo lo que fuera de utilidad, regresando sin más al almacén. 

En ese momento y por primera vez, Juan sintió que la misión asignada podía tener un buen resultado. Ese pensamiento le trajo alivio y ubicó una sonrisa en su rostro. Aún podían escucharse de las distintas zonas del fuerte, los sonidos de esa batalla destinada a ser breve. Pero el patio que él custodiaba parecía aportar silencio y calma. Mientras disfrutaba de esa falsa sensación de paz se percató que allí había un mástil en cuya punta flameaba la bandera española. 

La imagen despertó en Juan cierto sentimiento de nostalgia. Una bandera muy similar había podido ver en las sesiones del Cabildo de Buenos Aires, a las cuales había asistido junto a su padre en mayo de 1810. No era habitual para ellos hacerlo pero el contexto los obligaba. El imperio francés se había extendido sobre la península ibérica, el rey de España se encontraba retenido en territorio galo y el órgano que había administrado los recursos de España y sus colonias, la Junta Suprema Central de Sevilla, había sido disuelta cuando el ejército napoleónico tomó dicha ciudad. Desde que la noticia de lo ocurrido con dicho órgano de gobierno llegó a Buenos Aires, por casi dos semanas, se buscó resolver quién debía gobernar esta colonia austral. La resolución y determinación de los hombres involucrados, los conduciría por el camino de la revolución. Una vez formado aquel primer gobierno autóctono, aquella Junta que ya no era de Sevilla sino de Buenos Aires, el padre de Juan, con un tono desafiante aunque claramente herido en su orgullo, le dijo: “No puedo hacer más que desconocer esta decisión. España pudo haber caído pero el mando en estas tierras debe mantenerse en los españoles y así, mientras exista al menos un español en América con voluntad de mandarla. Quiera Dios que desde Sevilla arribe uno de sus representantes y se lo reciba con la misma distinción y sumisión que se exigiría ante la presencia de un soberano”. Aquellas fueron las últimas palabras pronunciadas por su padre el 25 de mayo de 1810. Al día siguiente y ante la negativa de Juan de acompañarlo, partió hacia Lima para unirse a la contrarrevolución. 

El potente estruendo de un cañonazo sacó a Juan de sus recuerdos y lo ubicó en una realidad que se distanciaba de su análisis optimista. La batalla se había recrudecido, se escuchaban disparos de cañón en distintas zonas del fuerte y, lo que era peor para él, su compañero Mariano no aparecía. Desenvainó la espada y se movió al almacén. Desde allí, pudo ver a través de las troneras que los rebeldes del patio norte estaban en retirada. Inspeccionó con el mayor detalle posible el suelo del lugar y se percató que unas líneas de sangre se dirigían al acceso que conectaba aquel edificio con el cuartel del capitán. Sin dudarlo, siguió aquel rastro y, desde su nueva ubicación, comenzó a distinguir los sonidos propios de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Se dejó guiar por sus sentidos, avanzando por los precarios pasillos de aquella estructura militar. Finalmente logró visualizar a su colega con la mano izquierda apoyada en el suelo, buscando encontrar el equilibrio que le permitiera levantarse mientras, con su mano derecha, sostenía su facón y se defendía con dificultad de los incesantes ataques de un realista que buscaba darle muerte con su espada. Velozmente y sin mediar palabra, Juan se abalanzó sobre el realista y lo liquidó en un solo movimiento de su arma. Luego, ayudó a Mariano a incorporarse. Se movieron juntos de regreso hacia el almacén pero justo antes de cruzar el umbral dos fusileros realistas aparecieron detrás de ellos y les dispararon. Uno de los disparos impactó en el hombro izquierdo de Mariano, lo cual provocó que cayera nuevamente al suelo. El otro, dirigido a Juan, también fue certero pero no impactó en la misma zona y el herido, desbordado de adrenalina, se enfocó en aprovechar el tiempo de recarga de sus rivales para abalanzarse sobre ellos y, en pocos movimientos, darles muerte. Luego, ayudó una vez más a Mariano a incorporarse y juntos, finalmente, avanzaron hacia el almacén. Allí se percataron de una situación inquietante: de la ausencia absoluta de los sonidos propios del combate. Se acercaron a las troneras, miraron hacia el patio norte y observaron, sorprendidos, que se encontraba vacío. Pronto, escasos segundos después, se dieron cuenta que era una ilusión. Habían comenzado a escuchar el cada vez más intenso sonido de la artillería en movimiento. Se trataba de un puñado de cañones ubicados en aquel patio que apuntaban directamente hacia el almacén. Al verlos, se movieron con la mayor velocidad que el cuerpo les permitió hacia el otro extremo de la sala. Los realistas dispararon los cañones y un infierno de explosión y fuego alcanzó a los únicos dos infiltrados rebeldes que se encontraban en el fuerte.

Juan, aturdido, recostado boca abajo en el suelo del patio meridional, intentó levantarse sin perder de vista la destrucción absoluta del almacén. Mientras se esforzaba en ponerse de pie, pudo ver un indisimulable charco de sangre en la zona donde había caído. El disparo en el cuartel del capitán y la reciente explosión le habían provocado lesiones cuya gravedad estaba comenzando a entender, con agónica resignación. 

Este soldado, cuyo pasado era desconocido para su compañero, le pidió a aquél que colocara todo el alimento que pudiera encontrar en la carreta y que se fuera con ella del fuerte lo antes posible. Mariano le respondió que no se iría sin él. En ese momento, Juan sacó una pistola de chispa que tenía escondida en la chaqueta, apuntó a su compañero y le dijo que podía elegir entre ser recordado como el que trajo alivio al hambre de los rebeldes o como el que murió en territorio enemigo por la bala de un amigo. Mariano dudó unos segundos pero luego se dispuso a llenar la carreta. Momentos después, acompañado por el sacrificio de los bueyes, abandonó la fortificación.   

El silencio seguía dominando en el patio meridional. Tan sólo unas voces y golpes lejanos interrumpían ocasionalmente la paz imperante. En ese ambiente y motivado en su deseo de escribir su propio final, Juan fue colocando los barriles de pólvora en puntos estratégicos de aquella zona. El último lo ubicó junto al mástil. Al ponerse junto a aquel elemento, recordó que entre los objetos robados se hallaba una bandera del bando rebelde. La tomó, arrió el pabellón español y luego izó la que había rescatado. Se quedó observando su flameo y se maravilló al ver cómo la luz del Sol le estaba otorgando un particular brillo. 

Aquello que sentía trajo un recuerdo a su mente: dos años atrás, en una tertulia llevada a cabo en una quinta de San Isidro, había asistido él como representante de su familia. En un momento de aquella reunión, la joven anfitriona solicitó la atención de los presentes. Uno de ellos, en complicidad, se acercó al piano y comenzó a tocar una obra que, pocos días atrás, la Asamblea General Constituyente había declarado como símbolo patrio. Se trataba de la Marcha Patriótica. La anfitriona comenzó a cantar sus estrofas, provocando en Juan una sensación que hasta ese momento no había sentido jamás. La contundencia de sus palabras, el orgullo reflejado en sus versos, las estrofas desnudando el deseo de libertad, de oponerse al opresor, y de ser, por exigencia de la justicia, la historia y el destino, invencibles. Todo ello ingresó en el corazón de Juan y al día siguiente partió hacia al norte con la idea de unirse al ejército revolucionario. 

Con los ojos cerrados, tratando de fijar con mayor fuerza aquel recuerdo y con su frente apoyada en el mástil, Juan dejó salir de su boca unas pocas palabras que venían de aquella obra que había escuchado: “O juremos con gloria morir”

Abrió los ojos y, con renovado espíritu, se ubicó junto a uno de los barriles de pólvora. Tomó con su mano derecha y con firmeza la pistola que tenía en su poder. En ese momento y con intensidad creciente, fue escuchando cómo los realistas buscaban llegar a su zona desde las puertas que conectaban con los patios linderos. La muerte ya había afilado suficiente la guadaña y no iba a esperar mucho más. De repente, las puertas cedieron y decenas de fusileros lo rodearon. Desde la balconada del cuartel del capitán, otro puñado de ellos lo tenía en la mira. 

Justo cuando el silencio parecía ganar terreno, apareció entre los enemigos de Juan, el capitán del fuerte. Se trataba de Francisco Pedro de García Marquiegui, su padre. El jefe realista miró a su hijo y preguntó: “¿Valió la pena tanto esfuerzo? ¿Qué harán tus hijos, mis nietos, cuando el fuego y el viento se lleven todo lo que hemos construído? ¿Qué harán cuando la joven nación por la que luchas, se apropie de sueños y proyectos, cuando el trabajo carezca de sentido, cuando sientan que aquí muere la esperanza? ¿Qué harán cuando descubran, con la mayor de las decepciones, que el nuevo amo administra peor por falta de experiencia o exceso de inmoralidad? ¿Qué les dejarás, en definitiva, para hacer frente a toda esa oscuridad?”.

Juan se quedó en silencio unos segundos. Ya podía sentir el filo de la guadaña. Miró a su padre a los ojos y luego al cielo, cuyos colores le proporcionaron la paz que deseaba. Apuntó con su arma a uno de los barriles de pólvora y sentenció: “Una patria”

No muy lejos de allí, Mariano seguía su marcha veloz cuando un potente estruendo lo paralizó. Miró hacia atrás y vio parte del fuerte español consumido por las llamas. Luego observó que por encima de aquella estructura militar, volaba en alto e impoluta, mezclándose con los colores de aquel cielo norteño, la bandera celeste y blanca.

Sodoma

La escaramuza que tuvo lugar a escasos kilómetros de la ciudad de Sodoma, aportó sobre el suelo de aquel lugar, cientos de hombres sin vida, otros próximos a abandonar su efímera existencia física y, por último, el único que, obligado por las circunstancias de la batalla y el cansancio, se encontraba, a diferencia de otros sobrevivientes, en una posición horizontal, con la espalda sobre aquella tierra hostil. Este hombre era Assur, agente del tribunal religioso donde se había decidido el destino de los sodomitas y principal candidato a suceder al sumo sacerdote y magistrado de aquella institución.

En cuanto a los otros sobrevivientes, dos de ellos eran hermanos: Ziusudra y Utnapishtim, los cuales eran hábiles flecheros. El tercero, que lo ayudó a ponerse de pie, no tenía nombre. O tenía tantos que memorizarlos y reproducirlos implicaba una tarea divina. Es por este motivo, que para evitar cualquier problema de comunicación, se lo conocía como “El Innombrable”. Todos ellos eran de ciudades distintas, pero aliadas.

Una vez que terminaron de lamerse las heridas, no les quedó otra alternativa que discutir respecto a los pasos a seguir. Los dos hermanos querían retirarse y argumentaban que poco podían hacer contra los muros de la ciudad. Por otro lado, El Innombrable, el más brutal del grupo, los trató de cobardes, lo cual no hizo más que llevar la discusión a un nivel mucho más agresivo.

Assur los escuchaba sin decir una palabra. Sabía que todos estaban sintiendo el aroma de la derrota y que impactaba en sus sentidos las consecuencias temibles de los cuerpos mutilados de sus compañeros. Dejó que hablaran y que gritaran. Permitió el desahogo para luego romper su propio silencio y decirles: “Sé cómo entrar a esa ciudad maldita”.

Ante esa manifestación y la sorpresa de sus compañeros, el silencio volvió a ganar terreno para luego perderse en nuevas palabras de Assur: le pidió a El Innombrable que retornara a ciudades amigas y volviera con refuerzos; que él se encargaría de abrir la puerta principal de la ciudad de Sodoma.

Sin muchas más palabras, viendo que su compañero obedecía la orden, y acomodando junto a los otros sus respectivas espadas, arcos y flechas, se movió junto a ellos en dirección a la ciudad dominada por la pasión y el tormento.

Al aproximarse a su muro oriental y ocultos en las sombras de la noche y la vegetación circundante, observaron a tres sodomitas patrullando la zona. Ziusudra y Utnapishtim tensaron sus respectivos arcos. Por su parte, Assur tomó con fuerza la empuñadura de su espada con su mano derecha. Luego, de un momento al otro, como en una coreografía practicada hasta la perfección, las flechas de los hermanos dieron fin a las vidas de dos de los tres sodomitas y en un veloz movimiento, Assur salió de su escondite y atravesó el corazón del restante de ellos con su espada.

Eliminada la patrulla enemiga, Assur les mostró a sus aliados cómo cada cierta distancia los sodomitas colocaban un trozo largo y ancho de tela, con cierta colaboración de la limitada vegetación local, sobre una parte del muro. Luego, señalando con la espada a una de estas secciones, apartó la tela y permitió que se observara una grieta, lo suficientemente grande como para que pasaran de uno en uno. Así lo hicieron e invocando la protección de los dioses, ingresaron en Sodoma.

Una vez que se hallaron dentro de los límites de la ciudad, los hermanos le consultaron a Assur cómo es que sabía de esta entrada. En el mismo momento en el que respondió la pregunta, innumerables recuerdos invadieron su mente. Así, mientras las imágenes se mezclaban con aquello que lo rodeaba, dijo: “nací en esta ciudad”.

De la zona más oscura y profunda de su memoria, un recuerdo en particular se fijó en su mente: aquella oportunidad en la que, con poco más de diez años de edad, en una noche de verano, observó a varios guardias de la ciudad ingresar desde el exterior por la mencionada grieta, arrastrando por la fuerza a distintas personas que habían capturado en una improvisada cacería humana. Sus víctimas, mayoritariamente mujeres, se encontraban desnudas, golpeadas y heridas. A gran parte de las mujeres las llevaron al centro de la ciudad, donde se encontraba el reyezuelo sodomita y su séquito de salvajes, para servir como esclavas y satisfacer deseos de brutalidad creciente. El resto de ellas y los varones capturados se encontraban aún cerca de la grieta. Allí, los guardias, disfrutando de la impotencia y angustia de sus víctimas indefensas, invadieron y conocieron los cuerpos de las féminas que guardaban algún tipo de vínculo con los varones capturados. Uno de estos últimos llegó al límite de su tolerancia mental y embistió con su cuerpo a uno de los guardias. Los sodomitas, por su parte, no tardaron en volver a agarrarlo y golpearlo. Luego, tomaron a la esposa de éste y la pusieron frente a él. Uno de los salvajes, tomándola fuertemente del cabello, empuñó con la otra mano una daga y, sonriendo a aquel hombre capturado e inmovilizado, en un rápido movimiento, le cortó el cuello a la mujer de lado a lado.

Los impactos visuales y acústicos de la sangre recorriendo el cuerpo de la mujer hasta el suelo y los gritos de los presentes, golpearon directamente en los sentidos del joven Assur que estaba siendo testigo de todo ello. Uno de los guardias se percató de su presencia y le ordenó que se acercase. Assur así lo hizo. Luego le dio su daga haciendo que el joven la tomara con ambas manos. Finalmente hizo que apuntara con el filo del arma al hombre capturado que se había defendido. Le dijo una y otra vez en voz baja, como un secreto destinado a repetirse hasta la acción: “mátalo”.

Ziusudra puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Assur, obligándolo a despejar la mente de ese recuerdo y retomar el camino hacia el objetivo de la misión. Este último les pidió a los hermanos que con cuidado buscaran dentro de la ciudad a prisioneros, esclavos y cualquiera que pudiera ayudarlos. Él, por su parte, y habiéndoles adelantado a sus aliados su idea, se dirigió a la casa de un viejo amigo llamado Lot.

Las noches de Sodoma no eran tranquilas y ésa en particular no sería la excepción. La ciudad, débilmente iluminada por antorchas y fogatas, estratégicamente dispuestas, permitía escuchar un murmullo constante mezclados con ocasionales gritos, algunos de dolor y otros de dudoso origen. Assur, aprovechándose de la escasa visibilidad y recurriendo a su memoria, no tardó en encontrar la casa de su viejo amigo. Golpeó tres veces con su mano derecha la puerta de entrada principal del hogar y susurró su nombre. Lot, desde el interior de la casa, abrió la puerta, tomó a Assur del brazo derecho y lo introdujo rápidamente adentro del lugar. Inmediatamente después, cerró la puerta.

Allí, Assur se encontró con Lot, su esposa y sus dos hijas. Luego de una breve introducción amistosa, la charla se direccionó rápidamente hacia el objetivo de la visita. El visitante deseaba que el dueño de la casa lo ayudara a abrir la puerta principal de la ciudad. Lot se negó y se excusó detallando el enorme peligro que eso implicaría tanto para él como para su familia. Assur lo escuchó atentamente y deseaba ampliar el detalle de su propuesta, pero antes de poder hacerlo, unos golpes poco amistosos se sintieron en la puerta de entrada de la casa. Varias personas armadas con espadas querían entrar por la fuerza. Uno de estos individuos, sirviendo como representante del grupo, manifestó que habían visto a un forastero entrar en la casa; que solo debía salir para que ellos pudieran conocerlo.

Assur miró hacia una de las pequeñas aberturas en una de las paredes de la casa, la cual cumplía la noble función de permitir la ventilación del hogar. Al mirar a través de ella encontró algo que podría ayudarlo en su situación y le dijo a Lot que los dejara entrar. Su amigo escondió dentro de su ropa una daga y luego, obedeciendo a Assur, permitió el ingreso de aquellos sodomitas.

Era un grupo numeroso. A la casa ingresaron tres de ellos mientras el resto esperaba afuera. Assur, al verlos, dio unos pasos hacia atrás sin soltar su espada. Uno de los sodomitas apresuró el paso hacia aquel que consideraba un forastero, sin percatarse que había quedado expuesto por la abertura de la pared antes mencionada. De pronto, a través de ella y desde el exterior, una flecha atravesó la cabeza de aquel sodomita. Lot reaccionó con rapidez y con la daga que mantenía oculta atacó con letalidad a otro de ellos. Por su parte, Assur luchó y mató al restante. En el exterior, Ziusudra y Utnapishtim repartían flechas entre todos aquellos que salían violentamente a su encuentro. Espada en mano, Assur salió de la casa y colaboró en la lucha junto con sus aliados.

La situación se había complicado para los enemigos de Sodoma. Los guardias salían de distintas direcciones. Assur, apenas encontró un espacio, se movió junto a sus aliados por zonas menos pobladas de un escenario cada vez más hostil. Se movieron entre callejones, casas, aprovechando cada sitio que les permitiera ocultarse. Pero ya era tarde. El cuerno de guerra había sonado. Las patrullas enemigas se multiplicaron. Y antes de poder encontrar una solución a tan complejo panorama, fueron rodeados y capturados.

Los guardias sodomitas llevaron a sus enemigos en dirección al centro de la ciudad. En el trayecto, a cada paso que daban, la cantidad de antorchas y fogatas iban creciendo, provocando que el escenario adoptara tonos cálidos, esencialmente rojizos. Al llegar a su destino, a pocos metros del palacio del rey de Sodoma, pudieron notar que ya se encontraban allí Lot y su familia, arrodillados y custodiados por la guardia personal del rey. Pronto, Assur y los suyos fueron obligados a adoptar la misma postura.

En ese momento, ciertos aromas y colores del ambiente provocaron que la mente de Assur navegara una vez por los mares del recuerdo. En esta oportunidad, una remembranza más cercana en el tiempo: en la parte alta de un zigurat ubicado entre las nacientes de los ríos Éufrates y Tigris, se encontraba el sumo sacerdote y juez a cargo de esa imponente construcción divina. Había requerido la presencia de Assur y lo esperaba dándole la espalda, con un manto blanco cubriendo su cuerpo y rodeado por seis sacerdotisas vestidas igual que el varón que las lideraba. “Bebe de la copa”, dijo el juez religioso mientras una de las jóvenes oficiantes le acercaba a Assur una copa de cerámica cuyo contenido era sangre de cordero. El agente tomó el elemento y bebió de él mientras disfrutaba con la mirada del bello rostro de aquella que cumplía el ritual. Luego, con curiosidad, observó a sus compañeras las cuales cumplían a la perfección los estándares estéticos de su cargo. Al terminar todo el contenido de la copa, el sumo sacerdote comenzó su exposición: “Como tantas otras veces, le he pedido al sacrificador que susurrase nuestro requerimiento. En cada oportunidad, una verdad de este mundo se me revela. Si tan sólo supieras cuántas veces la tradición ha hablado de nosotros y cuántas veces lo seguirán haciendo. Se hará hasta que las voces se conviertan en imágenes, en elaboradas y complejas construcciones de distintos tamaños que llevaran consigo los secretos de lo que alguna vez ha ocurrido. Y ese día se mezclarán y unificarán los relatos. Todo quedará plasmado de una forma única que nos inmortalice a nosotros y a nuestras acciones”. El sumo sacerdote se dio la vuelta permitiendo que el destinatario de sus palabras pudiera observar su rostro. Así, continuó diciendo: “Assur, en mi mente veo la destrucción de esa ciudad, una y otra vez, ocurriendo una y mil veces. En alguno de esos eventos pasados, presentes y futuros, me veo sacándote de allí, rescatándote de su perversión, luego de haber vencido sobre esos salvajes enemigos. Assur, vuelve a la ciudad prohibida y encárgate de cumplir la sentencia de los dioses. Sodoma debe ser destruida”. Dicha la última palabra, las sacerdotisas abandonaron su posición para acercarse a Assur. Con suavidad, lo fueron llevando hacia una habitación contigua mientras se expresaban con él mediante caricias que servían de antesala para la parte final del ritual. Antes de cruzar el umbral, el sumo sacerdote aclaró entre risas: “no es la búsqueda del placer lo que estamos castigando”.

Las circunstancias obligaron a Assur a abandonar ese recuerdo y retornar a su realidad en Sodoma. Allí, frente al palacio de la ciudad, los presentes observaron salir de su interior al líder de los sodomitas. Assur no tardó en reconocerlo: era Uttuki, quien en su juventud formaba parte de la guardia de elite del palacio; el que, en aquella noche traumática, lo había obligado a apuñalar y matar a un hombre indefenso. De algún modo, los constantes conflictos que Sodoma tenía con sus ciudades vecinas, provocaron el rápido ascenso de Uttuki a jefe de los sodomitas.

Por otro lado, a pesar de los años, este reyezuelo también reconoció a Assur. Al verlo, sonrió y ordenó a los guardias que acercaran a la esposa de Lot, ignorando los gritos desesperados de su familia. Le solicitó a uno de sus súbditos guerreros que le facilitara una daga. Luego, usando dicho instrumento destrozó el vestido de la esposa de Lot, dejándola completamente desnuda. Sin abandonar su sonrisa, demostrando el goce que esto le generaba, se colocó detrás de la mujer agarrándola del cabello con su mano izquierda y recorriendo suavemente con el filo de la daga en su mano derecha, distintas zonas del cuerpo de su víctima, deleitándose con las reacciones que esta acción provocaba.

Assur sentía que volvía a vivir aquel hecho de su niñez. Sin poder tolerar lo que veía, apartó la mirada y se perdió en la oscuridad del cielo nocturno. Fue en ese momento en el que notó un destello muy brillante moverse por ese plano celestial. Movido por la curiosidad, Uttuki también miró hacia el mismo sitio. Luego, casi todos los presentes hicieron lo mismo. El destello se iba moviendo hacia el noroeste en forma descendente. Segundos después de perderse en el horizonte, ocurrió lo inesperado: se escuchó un potente estruendo proveniente de la misma dirección donde se había perdido aquel destello. Inmediatamente después, comenzó a temblar la tierra, con una potencia cada vez mayor. El sismo provocó una infinidad de quiebres en la tierra, los cuales permitieron que se liberasen gases inflamables que en contacto con las antorchas y fogatas provocaron constantes explosiones y llamaradas de fuego de varios metros de altura. Una de ellas se levantó justo en la posición de la esposa de Lot, carbonizándola en segundos.

Cuando los temblores descendieron a un nivel mucho más tolerable, Assur y sus dos aliados aprovecharon la confusión para recuperar sus armas y moverse a la mayor velocidad posible hacia la puerta de la ciudad, defendiéndose ocasionalmente de aquellos que salían a su encuentro, dado que la mayoría de los sodomitas estaban ocupados principalmente con el fuego y las explosiones que ganaban terreno en toda la ciudad.

Finalmente llegaron al objetivo y sin mayores problemas pudieron abrir la puerta de Sodoma. Assur se ubicó en el límite entre el interior y el exterior de la ciudad y miró hacia el horizonte esperando lo que poco después sucedería. Escuchó el grito potente de El Innombrable, el cual consistía en una orden de atacar. De pronto, cientos de soldados de las urbes vecinas surgieron de la oscuridad y entraron a la ciudad que sufriría el castigo de los dioses. El innombrable subido a su caballo, ingresó junto a tres equinos, permitiendo que Assur, Ziusudra y Utnapishtim pudieran culminar la misión desde una posición privilegiada. Así, los cuatro jinetes se unieron a la batalla.

Fue en este momento en el que comenzó a cumplirse con la sentencia. Beneficiándose de la enorme confusión entre los sodomitas y de la destrucción que el fuego ya había provocado sobre las construcciones de la ciudad, los enemigos de Sodoma se mostraron implacables. Las espadas y las flechas provenientes de las ciudades vecinas llegaron a hombres, mujeres y niños. Para lograr esto, volvieron a cerrar las puertas de la ciudad convirtiendo el escenario en una cacería donde las presas no tuvieran escapatoria.

Los hermanos Ziusudra y Utnapishtim competían entre sí para descubrir quién mataba más enemigos. Por su parte, El Innombrable, que hasta ese momento no había tenido oportunidad de mostrar su capacidad bélica, se dejó llevar por la ira, el odio y el desenfreno destrozando todo a su paso.

Pero en el caso de Assur era diferente. Se movió sobre su caballo hasta el centro de la ciudad donde volvió a encontrarse con Uttuki. El contexto desaparecía para sus sentidos, los cuales estaban totalmente enfocados en este enemigo, que lo esperaba lanza en mano. Assur lanzó una primera embestida la cual fue correctamente respondida por su adversario culminando en un choque entre las armas de cada uno. Luego, con la segunda embestida, Uttuki contraatacó impactando al caballo con su lanza, lo cual provocó la caída de Assur.

Ambos se encontraban a nivel del suelo y frente a frente mientras el fuego provocado por nuevas explosiones los rodeaba. El odio crecía. Gran parte de los pensamientos de Assur lo trasladaban a su niñez. El recuerdo de ese trauma que impactaba en su mente, mezclándose con la realidad que requería de su atención, provocaba que la noción del tiempo fuera poco más que una ilusión. Todo parecía repetirse y ser constante. De este modo, sin que mediara entre ellos palabra alguna, entraron en nuevo combate directo. El sonido del choque entre la espada de Assur y la lanza de Uttuki se repetía rítmicamente, destacándose entre la sonoridad de aquel ambiente hostil. Pero no había paridad entre ellos, aquel ruido era propio de impactos esencialmente defensivos. El largo alcance del arma de Uttuki estaba siendo bien aprovechado. En un momento, mientras nuevas explosiones se sucedían a su alrededor, el líder sodomita logró impactar en el hombro derecho de su enemigo, provocando que este último reaccionara soltando su espada. Uttuki volvió a apuntarle sabiendo que con un golpe certero acabaría con su oponente, pero justo en ese momento dos flechas de direcciones distintas cruzaron las llamas que rodeaban a los contrincantes. Disparadas por Ziusudra y Utnapishtim, ninguna impactó en Uttuki, pero obligaron a éste a que buscara el origen de esos ataques. Assur aprovechó la distracción, tomó su espada y en un rápido movimiento lastimó las manos de su adversario. Luego, con otro movimiento y mirándolo a los ojos, lo decapitó. En ese momento una fuerte explosión cercana a su ubicación, la cual intensificó las llamas, provocó que Assur perdiera el conocimiento por unos minutos y entrara en estado de aturdimiento. Observó, antes de dejarse vencer por la fatiga y el cansancio acumulado, la entrada a caballo de El Innombrable dentro la zona donde se encontraba.

Con el paso de las horas, tanto la lucha como el fuego se fueron extinguiendo. Al alba, ya todo había terminado. Assur despertó cerca de la puerta principal de la ciudad, rodeado de aquellos que habían combatido a su lado. Se puso de pie y caminó despacio por la ciudad mientras ellos se turnaban para actualizarlo con todo lo que había ocurrido. No le resultaba necesario. Podía ver por sí mismo los resultados de la batalla. Gran parte de Sodoma se había convertido en cenizas y con ella su gente. Como era de esperarse, también había bajas en el sector aliado. Incontables pérdidas humanas. Preguntó por Lot y le dijeron que él y sus hijas habían escapado de la ciudad.

Observó una vez más la ciudad y luego caminó hacia su caballo. Poco antes de llegar a él, escuchó unos gritos que provenían de una de las casas que no habían sido completamente alcanzadas por las llamas. Corrió hacia ella y en su interior encontró a un soldado aliado a punto de atacar a un niño sodomita. Assur notó que una de las paredes de aquella casa tenía un pequeño hueco por una de sus esquinas y a través de ese hueco, la luz del día entraba en el hogar destacando e iluminando el rostro del joven sodomita. El agente del zigurat detuvo al soldado tomando con fuerza la mano donde tenía la espada y le dijo “el castigo era hasta el amanecer”. Luego el soldado se retiró de allí.

Assur acercó su mano derecha al joven que lo miraba con desconfianza y le solicitó que lo acompañara. Aún con dudas, el niño prefirió estar con él. Así, ambos caminaron hacia la puerta de la ciudad, sin mirar hacia atrás, dejando tras de sí, un mundo de cenizas, muerte y dolor. Assur se subió primero al caballo y desde arriba ayudó al niño para que subiera con él y se acomodara de forma segura. Antes de salir de la ciudad, le preguntó al joven sodomita por su nombre. Éste le respondió con la palabra que Assur había escuchado durante toda su existencia y que se repetiría infinitamente hasta llegar al olvido eterno de las tradiciones perdidas.

La peste de Braurón

Con la mano derecha en contacto con la suciedad del suelo y con la palma de la mano izquierda pegada a su propio pecho, Nicolaos, guerrero del pueblo de Braurón, buscó obtener alivio para todo lo que estaba padeciendo: mareo, dificultad para respirar y un insoportable dolor en la caja torácica. Cuando se dio cuenta que estaba siendo observado atentamente por aquellos que buscaban en él toda la fortaleza que habían perdido en el último tiempo, se incorporó en un rápido movimiento buscando evitar cualquier demostración de debilidad.

Miró a su alrededor y observó los daños que la enfermedad había provocado en el pueblo y que se reflejaba en rostros cansados y llenos de temor; en cuerpos derrotados ante sus propias debilidades; así como también en la desconfianza que crecía entre los vecinos y la imposibilidad de ir desde una casa hacia la otra sin encontrarse con un cadáver en el camino.

Ante ese panorama, Nicolaos se dirigió a su casa con la intención de encontrarse con Maya, su esposa, la única persona que le importaba. Los otros, aquellos que habitaban en el mismo pueblo, no despertaban en él interés alguno. Para él eran solo entes que, por haber nacido en un determinado momento y lugar, les correspondían ciertos derechos y cumplir con ciertas obligaciones. Él, como muchos otros, tuvo que defender en diferentes oportunidades su estilo de vida por medio de la espada. Jamás reflexionó sobre las virtudes y defectos del sistema imperante. Todo lo absurdo sobre su vida, percibía que cobraba sentido cuando podía compartir diversos placeres con aquella persona que lo había aceptado como compañero de vida.

Al ingresar a su hogar, notó de inmediato que se encontraba en el patio su hermano, Filippos, jefe militar de Braurón. Desde allí, pudo observar a la sacerdotisa del templo de la diosa Artemisa retirarse de la habitación donde se encontraba Maya y expresó a los presentes que tuvo la necesidad de darle a la esposa de Nicolaos un brebaje con la facultad de hacerla dormir por uno o dos días. Agregó, antes de retirarse de la casa, que el tiempo se estaba acabando.

Filippos intentó abrazar a su hermano pensando que ese gesto evitaría que el ánimo de su hermano se derrumbara ante la situación que estaba viviendo. Nicolaos lo apartó con sus manos y sin demora le expresó su urgencia: “debo partir ya mismo”.

Convencido de que la solución a todo mal se encuentra siempre en algún sitio y dejándose llevar por su propio deseo y esperanza, el guerrero le había manifestado a su hermano, cuando todo comenzó, su voluntad de traer la cura a la plaga que estaban sufriendo. Al principio, Filippos se negaba. Todos los que salían del pueblo eran atacados en los caminos. En toda Ática conocían lo que Braurón estaba padeciendo y lejos de empatizar, buscaron encerrar a sus habitantes para que la enfermedad no se extendiera por fuera de los límites del pueblo. Sin embargo Filippos, arrinconado por las circunstancias, tuvo que aceptar la propuesta de su hermano al entender que el paso del tiempo los terminaría matando a todos. Por lo tanto, al escuchar una vez más, frente a un abrazo fallido, la necesidad de salir del pueblo, entendió que lo más conveniente era ofrecerle a Nicolaos los mejores, caballo y armas que pudiera darle.

Mientras su hermano preparaba lo necesario para el viaje, Nicolaos entró a la habitación para ver una vez más a Maya antes de partir de la ciudad. La imagen pálida y apagada de su esposa, lo alteró hasta un punto insoportable. Besó su frente y salió rápidamente de la casa. Una vez fuera, esperó durante un tiempo que le pareció interminable hasta que apareció su hermano subido a un caballo de nombre Lykos. Los hermanos intercambiaron lugares no sin antes, esta vez sí, darse un abrazo.

Nicolaos tomó posesión de la espada y la daga de su hermano, colocando a la primera en el costado izquierdo de su cinturón y a la segunda en la parte trasera. Luego agregó algunos víveres a la alforja del caballo. Por último le pidió a Filippos que cuidara de Maya en su ausencia.

Las puertas de Braurón se abrieron y sintió, al observar el más bello horizonte, que su corazón y la esperanza lo conducirían correctamente hacia la cura.

Los caminos eran largos, casi infinitos desde su percepción, y también diversos. Por mucho que lo deseara, no había logrado pensar en un destino determinado. Se dejó llevar por los eventos de la naturaleza y buscó encontrar en ellos, señales de los dioses. Con el transcurrir de las horas, supo encontrarse acompañado por el sonido de los innumerables galopes de Lykos, los cuales se mezclaban según el momento con los ruidos que hacían otros animales, así como también el que hacía el viento al mover las copas de los árboles. Percepción sonora que sólo era confundida cuando resultaba interrumpida por voces inexistentes provenientes de los pensamientos y recuerdos que gobernaban la mente de Nicolaos.

Por favor, no vayas”. Con esas palabras, una voz llena de dolor y sin poder mirarlo, Maya le había solicitado que no formara parte de la expedición que tenía como objetivo encontrar a los piratas que solían encontrarse cerca de la isla de Delos. Nicolaos no podía negarse a participar. Las costas ya habían sufrido algunos asaltos y el comercio marítimo estaba en peligro. Sin poder despedirse como hubiera deseado, se embarcó junto a su hermano y otros voluntarios hacia las aguas del Mar Egeo.

Recordaba eso una y otra vez, hasta que se percató que la oscuridad había ganado terreno y que la única luz que lo iluminaba provenía de la Luna. Decidió darle un descanso a su caballo y encontró rápidamente a un costado del camino un lugar adecuado para alimentarse y dormir. Hasta ese momento, había logrado rodear por el norte la ciudad de Atenas y se encontraba a treinta kilómetros al oeste de la Acrópolis.

Vino a su mente el recuerdo de una noche temible, en la que un centenar de flechas disparadas por los piratas del Egeo buscaron sin piedad eliminar a todos los tripulantes del barco en el que se encontraba. Los sobrevivientes de ese primer ataque ya estaban preparados para próximas oleadas y el enemigo había perdido el factor sorpresa. Filippos dirigió con habilidad las distintas embarcaciones a su cargo y consiguió perseguir a los piratas hacia una isla del mar Icario. Una vez allí, ordenó a Nicolaos que, junto a otros hombres, se adentraran en el lugar y terminaran con el ya reducido grupo enemigo. Así, el guerrero de Braurón, junto a sus compañeros de armas, avanzó por los bosques de esa isla desconocida hasta que finalmente encontró a los piratas. La escaramuza fue breve, exitosa, pero también sangrienta. Cuando estaba por ordenar el regreso, se percató de la presencia de un grupo de mujeres, las cuales los observaban. Notó de inmediato las túnicas que vestían. Estos vestidos tenían un largo llamativamente corto y, junto a la ausencia de cualquier tipo de calzado, permitían apreciar las trabajadas y atléticas extremidades inferiores de las féminas. Cada una de ellas llevaba un arco de guerra y suficientes flechas para cualquier combate. Nicolaos podía notar el enorme descontento que la presencia de él y los suyos generaba en las guerreras. Interpretaban que su suelo había sido mancillado. Una de ellas en un rápido movimiento realizó un disparo certero que fulminó a uno de los compañeros de Nicolaos de inmediato. Ante esto, el guerrero de Braurón ordenó la retirada. Evaluó correctamente que su tarea allí ya había terminado y que responder ante otros ataques era innecesario.

La secuencia de recuerdos lo trasladó rápidamente al momento del regreso a las costas de Braurón. Se había encariñado con la idea de ser recibido afectuosamente por Maya. Había pensado también que las noticias de lo ocurrido llevarían a intensas celebraciones. Tenía la fantasía de compartir placeres y dar rienda suelta a su pasión con la única que despertaba sus deseos. Pero nada de lo que imaginó se concretó. El pueblo entero había enfermado gravemente. Una peste desconocida los estaba destruyendo. Y ella, la de los ojos brillantes, la de la sonrisa hechicera, la infinitamente dulce y bondadosa, la adorada Maya, estaba muriendo.

El cansancio del cuerpo y los interminables juegos de la mente, condujeron a Nicolaos, mediante una confusa mezcla de recuerdos y pesadillas, hacia el amanecer de un nuevo día. Obligado por las circunstancias se subió a su caballo y continuó con su viaje de destino incierto. Si bien no tenía en mente ningún lugar en particular, todos sus movimientos lo llevaban hacia el oeste. Consideró apuntar sus acciones directamente hacia la ciudad de Corinto pero decidió finalmente continuar buscando señales de los dioses en el caos de la naturaleza.

A mitad de camino entre las ciudades de Megara y Corinto, y cerca de los bosques de Gerania, el lanzamiento malicioso de una jabalina hacia Lykos, detuvo a Nicolaos de inmediato al hacerlo caer al suelo. Al levantar la vista, observó brevemente la agonía de su caballo e inmediatamente después se incorporó, espada en mano, para hacer frente a los tres asaltantes que habían salido de entre las sombras. La habilidad del guerrero de Braurón permitió eliminar rápidamente al primero de sus adversarios, cuyo principal error fue subestimar la capacidad de respuesta de aquel que había caído en su trampa. Los dos restantes, más cuidadosos, presentaron un desafío mayor. La inferioridad numérica preocupaba a Nicolaos y pronto descubrió la existencia de un factor determinante que lo llevaría a la derrota: un enemigo invisible e inoportuno que atacó al guerrero de Braurón con todos los síntomas que ya conocía. Entre ellos, el dolor en el pecho se había vuelto intolerable e inmovilizante. Ante esta situación, Nicolaos levantó los brazos y dejó caer su espada, dejando en claro que se rendía.

Los asaltantes aprovecharon la debilidad de su adversario: Uno de ellos se acercó al cuerpo sin vida de Lykos para revisar su alforja mientras el otro, en claro abuso de su inesperada victoria, disfrutaba del infortunio de su debilitado enemigo golpeándolo de forma humillante. Entre golpe y golpe se iba manifestando en Nicolaos una tos incontrolable. El atracador que estaba más cerca lo tomó del cuello y le preguntó, sin otro objetivo que causar más sufrimiento, qué le pasaba. El guerrero respondió: “soy de Braurón”. Ante esta respuesta, los asaltantes se miraron entre sí y Nicolaos aprovechó esta distracción para tomar la daga que tenía enfundada en la zona trasera de su cinturón y apuñaló a aquel que lo había humillado, matándolo en un instante. El restante de los atracadores analizó su situación y decidió huir del lugar.

Nicolaos miró a su alrededor. Podía ver dos hombres muertos, otro huyendo hacia el horizonte, un caballo sin vida y mucha sangre en un sitio donde minutos antes se podía apreciar la variedad pacífica de los colores de la naturaleza. Enfundó sus armas, tomó la alforja y continuó su viaje a pie. Así lo hizo hasta que a pocos kilómetros de los límites de Corinto, el enemigo invisible volvió a atacarlo. Sin fuerzas, cayó de cara al suelo, momento en el que observó a la oscuridad apoderarse de todo el espacio. Luego, apareció ante él una figura, la cual llevaba una túnica negra y se iluminaba por obra de una antorcha cuyas llamas cambiaban de color a cada segundo. De la figura surgió una voz que sonaba como miles de voces. La voz dijo: “Entraron en tierra prohibida. Mancillaron suelo sagrado. No hay tribunal que los salve de la decisión de una diosa ofendida, que observó sus pecados y ahora goza con su sufrimiento”. La figura desapareció en ese instante pero la antorcha, al caer al suelo, tomó una forma humana y reconocible: la de Maya. Con el cuerpo desnudo y dolorosamente pálido, mientras se convertía en sombra y se mezclaba con la oscuridad que la rodeaba, sentenció: “has fallado”.

Los sentidos de Nicolaos percibieron nuevos y, esta vez, agradables estímulos, al mismo tiempo que buscaba comprender si había despertado de una pesadilla o continuaba en ella. Aún desde el suelo se dio cuenta que estaba en el patio de una casa de gran tamaño. Dicho ambiente se encontraba repleto de flores y de una gran variedad de colores. El aroma resultaba suave, fresco e incluso relajante. Se percató que se encontraba acompañado: había en el lugar doce mujeres, las cuales tenían un comportamiento alegre y festivo. Hablaban entre ellas, se reían, abrazaban; algunas jugaban persiguiendo a una en particular mientras esta última buscaba ser lo más escurridiza posible, pero todas sin contener la risa que les provocaba ese juego. Otras sólo observaban mientras realizaban ciertas tareas como preparar una canasta con frutas o hacer una corona de flores. Todas ellas vestían túnicas coloridas, salvo una que llevaba un vestido blanco.

Nicolaos se puso de pie y en ese mismo momento, una de las más jóvenes de las mujeres presentes se acercó a él y le entregó una canasta llena de frutas. Otra le sirvió agua en un vaso de cerámica. El guerrero agradeció ambos gestos y observó como una de las presentes le colocaba la corona de flores a aquella mujer del vestido blanco. Esta última con un gesto de su mano les solicitó que la dejaran sola con Nicolaos. Una vez cumplido, dio inicio a la charla.

Mi nombre es Sosandra y lidero este grupo de mujeres fieles al amor y a la belleza” dijo con una voz suave y tranquila. El guerrero quiso presentarse pero ella lo interrumpió: “Puede ser desconocido tu nombre pero no tu origen. Sé lo que has sufrido y lo que vienes a buscar. Ahora me corresponde a mí ayudarte a arribar a tu destino”.

Sosandra pudo notar la ansiedad de Nicolaos y, con una sonrisa, continuó: “Casi que puedo tocarla. Te aseguro, guerrero, que mirando a través de tus ojos puedo verla a ella, la razón de que estés aquí en este momento. Procuraré serte útil siempre y cuando respondas a la siguiente pregunta: ¿Qué la hace especial?”.

Nicolaos pensó en la pregunta durante unos segundos. Luego, se percató de la sequedad de su boca y tomó un poco del agua que le habían servido. Miró a Sosandra mientras recorría en su mente todos los eventos relevantes de su propia existencia. Finalmente, luego de llegar a algunas conclusiones rápidas, respecto de asuntos en los que nunca había pensado pero sí sentido, comenzó su exposición: “Me crié en una buena familia. Tuve una muy buena educación. Debería haber amado a mis padres pero no fue así. Sin odiarlo, no siento nada por mi propio hermano. Probablemente todo tenga la misma razón, el mismo origen. Y es que este mundo y su gente me asquean. Siento un profundo desprecio por las reflexiones que escucho, de las ideas que se debaten, de las propuestas que hacen, de la forma en que viven y se relacionan. Tienen un sólo sueño y ese es aplastar a los demás. Sobrevivir en un mundo salvaje y cruel destruyendo al resto. Y luego todo ese salvajismo se perfecciona y se convierte en el sistema político, económico y social. Pero hay matices, pequeñas diferencias que ni los individuos ni los grupos pueden soportar. Los poderosos aprovechan esas diferencias y buscan más poder, y cuando eso los enfrenta entre sí, nos llevan a todos a la guerra. Por lo tanto, nacemos, vivimos y morimos en un sistema basado en la perversión y maldad del ser humano”.

Nicolaos hizo una breve pausa. En ese lapso corto de tiempo, vino a su mente una imagen que provocó un sutil gesto de satisfacción en su rostro. Con la mirada dispuesta hacia un lugar y momento distintos y suavizando su propia voz, continuó: “Y luego está ella bailando en la entrada del templo de Artemisa. Ríe junto a sus amigas. Luce ese peplo azul que brilla con intensidad por la acción oportuna del Sol de Ática. Pero no es sólo el vestido. Me acerco hechizado por la luz que irradian sus ojos y siento, al ver su sonrisa, como Eros descarga sin piedad sus flechas sobre mi pecho”.

El guerrero miró directamente a Sosandra y, sonriendo, agregó: “Ese día conocí su nombre y ella conoció el mío. Con el tiempo, las charlas, los momentos juntos, el disfrute de diversos placeres, favorecieron que naciera y creciera en mí el deseo de cuidarla. Protegerla de este mundo. Luchar por sus sueños, sus ideas, su vida”.

Nicolaos dio un paso hacia adelante y concluyó: “Una tarde de invierno, en el centenario de la caída de Atenas ante Esparta, me casé con ella y desde entonces pude corroborar cada mañana al despertar que junto a mí se encontraba todo lo bueno y maravilloso de este mundo”.

Sosandra, que había escuchado a Nicolaos con una atención absoluta, le pidió que lo acompañase al exterior de la casa. Una vez allí, el guerrero observó un carro con dos caballos blancos al frente y un recipiente de madera de gran tamaño, cuyo contenido desconocía, como carga.

Los dioses se alimentan de nuestras acciones” dijo Sosandra mientras tocaba con los dedos de su mano izquierda el curioso recipiente y continuó: “Son promotores de ciertos principios, sensaciones, deseos. Y cuando un mortal se conduce motivado por sus emociones, fortalece, sin saberlo, a un dios en particular”.

Sosandra señaló al interior de la caja de carga para hacerle notar a Nicolaos que allí también se hallaban su espada, su daga y su alforja.

Los sacrificios siempre resultan muy especiales” expresó Sosandra mientras ponía su mano derecha a pocos centímetros de la daga. Inmediatamente después se puso frente a Nicolaos, lo miró directamente a los ojos y le dijo: “Dije que te ayudaría a arribar a tu destino. Ahora todo depende de ti”.

Dos días habían pasado desde que Filippos observó a su hermano perderse en el horizonte en la búsqueda de una cura y cuando la esperanza parecía desvanecerse ante el avance destructivo de la plaga, pudo observar desde lo alto de una atalaya el regreso de Nicolaos, el cual ingresaba a Braurón sobre un carro tirado por dos caballos blancos y de gran belleza. Bajó lo más rápido que pudo y abrazó a su hermano, mientras le aclaraba, anticipándose, que Maya seguía con vida.

¿Lykos?” consultó Filippos, imaginando la respuesta que recibiría de su hermano sin necesidad de palabras. Sin perder tiempo, Nicolaos bajó del carro el enorme y pesado recipiente que había transportado. Luego, puso sus manos en los hombros de Filippos y le dijo: “Los dioses me han dado esto. El contenido debe mezclarse con cualquier bebida y consumirse como si de un remedio se tratase. Una cucharada por cada vaso es suficiente”.

Las palabras de Nicolaos alegraron a Filippos provocando un nuevo abrazo. El jefe militar de Braurón le dijo que él se ocuparía de todo y corrió a hablar con una de las cocineras del pueblo. Al mismo tiempo, Nicolaos aprovechó para ir a su casa. Antes de ingresar, pudo ver a su hermano dialogando con una mujer. Una vez dentro de su hogar, se despojó de su espada y avanzó hacia la habitación donde se encontraba Maya.

La imagen de su esposa era tan distante de aquella época de esplendor, previa a la peste, que, al verla, sintió que había ingresado al mismo inframundo. Tomó la daga que tenía bajo su custodia y se acercó a Maya. Luego de unos segundos de dolorosa observación mientras los pensamientos más incómodos se cruzaban por su mente, besó con suavidad la frente de su esposa para luego apoyar la daga sobre la parte superior de uno de los muebles más cercanos. Se movió por la habitación para poder sentarse en el suelo y apoyar la espalda sobre una de las paredes. Desde esa nueva posición, y sin dejar de contemplar a Maya, dejó que su mente navegara por los mares turbulentos de los pensamientos y los recuerdos, los cuales, en circunstancias tan oscuras, le provocaban una gran angustia. Había logrado perder cierta noción del tiempo cuando escuchó a su hermano ingresar al hogar, para luego acercarse a la habitación. Llevaba con mucho cuidado en sus manos, tres recipientes pequeños, los cuales contenían la bebida preparada según las instrucciones dadas por el guerrero.

Para ustedes dos. El restante es para mí” dijo Filippos mientras hacía la entrega, reservándose uno para él. Nicolaos observó a su hermano beber aquel que le correspondía y luego, volvió a su posición inicial para finalmente decirle: “me gustaría estar solo con ella”. Su comprensivo hermano se retiró del hogar, no sin antes darle un abrazo y decirle: “lo has logrado”.

Nicolaos bajó la mirada hacia sus manos. En cada una llevaba uno de los recipientes que le había dado su hermano. Cerró los ojos y dejó caer su contenido al suelo. Luego, volvió a pararse y avanzó hacia Maya. La tomó de su mano más cercana mientras le decía tres veces: “lo lamento”. Se acostó a su lado y esperó pacientemente. Sus ojos se cerraron. Con el paso de los minutos, los ruidos y las voces que se escuchaban del exterior se fueron apagando. Luego, solo silencio. En ese momento y a pesar de tener los ojos cerrados, pudo percibir una luz muy intensa. Al abrirlos, nada le parecía distinto. Sin embargo, Maya se movía. Seguía en ese sueño profundo e inducido por la sacerdotisa del pueblo pero había recuperado color y movimiento. Nicolaos se puso de pie y la levantó con sus brazos para luego salir con ella de la casa.

Una vez fuera, divisó el carro que lo había traído. Avanzó hacia él y con mucho cuidado acomodó a Maya dentro del mismo. Miró por última vez la imagen que pronto dejaría atrás: la de cientos de cuerpos sin vida. También la de su hermano que yacía de igual modo que el resto con un gesto de desconcierto absoluto. Sin poder contar con ninguna ayuda, Nicolaos abrió las puertas de Braurón y se apresuró a salir con el carro junto a Maya. Sabía a la perfección que pronto despertaría.

Recordó entonces cuando en una tarde primaveral, su bella esposa con una pícara sonrisa le preguntó: “¿Qué serías capaz de hacer por mí?”.

Orfeo y Eurídice

1814-scheffer-ary-orpheus-mourning-the-death-of-eurydiceTodos los días el dios Eros solía ubicarse en el punto más alto del monte Olimpo y lanzar, desde allí, una de sus flechas. Ese proyectil diario, al alcanzar cierta altura, se dividía tantas veces fuera necesario para impactar en la totalidad de los objetivos de Eros, los cuales variaban según el día. Así fue como un talentoso músico, que recorría los campos tracianos, fue alcanzado por el capricho del poderoso dios y, como resultado de aquel impacto, fue arrastrado a los impredecibles senderos del enamoramiento absoluto.

Algunos años después en una de las innumerables fiestas que se celebraban en honor de Dioniso bajo el cielo ateniense, las ménades promovieron, entre los presentes, la destrucción de los límites de la vergüenza y lo debido. Para esto, se colocaron a sí mismas como ejemplos a seguir, manteniendo a lo largo de todo el evento, una conducta caracterizada por la locura y la búsqueda de la satisfacción de los deseos más primitivos. Tanto ellas como el resto de los mortales presentes, encontraron en el consumo excesivo del vino, el mejor aliado para retornar al estado de naturaleza. De este modo, desnudos y entregados absolutamente al placer, esperaron la llegada del dios promotor de aquel especial encuentro.

En el momento preciso en el que la Luna alcanzó el punto máximo de su brillo en aquella noche, cien músicos, que no tardaron en rodear al resto de los presentes, hicieron sonar sus respectivos caramillos advirtiendo la llegada de Dioniso, el cual avanzó entre la multitud sobre un carro tirado por panteras. El poder infinito de su voluntad hizo aparecer un inmenso trono y se sentó en él para ser adorado y poder disfrutar, desde su ubicación privilegiada, del intenso ejercicio de las pasiones llevado a cabo por sus seguidores. Las ménades, desesperadas por la presencia de su dios, corrieron a su encuentro. Algunas de ellas se separaron del resto para buscar entre los presentes a un músico en particular, el cual, a diferencia de los otros artistas, llevaba en sus manos una lira y no había prescindido de su ropa. Lo arrastraron por el lugar hasta dejarlo a pocos metros de Dioniso. Luego una de ellas se acercó a su dios para clarificar sus intenciones.

– Adorado Dioniso, acá estamos nosotras, hijas de la locura, buscando la satisfacción de nuestro dios. Como somos capaces de reconocer nuestro propio esfuerzo en promover el desenfreno y sabemos que alimentas tu fuerza al observar nuestra caída en el abismo de nuestras debilidades, deseamos darte como alimento el tributo que te debíamos. El músico aquí presente rechaza dar culto a tu infinita y divina existencia. Ahora, frente a ti, y si es tu voluntad, haremos que pague con su vida. –

– ¿Por qué molestas a tu dios con palabras innecesarias? Observa a tu alrededor, a los hijos del universo buscando la libertad absoluta, mostrándose y abriéndose ante sus iguales, disfrutando de sus acciones en este lugar y en este momento. Esta noche no habrá obstáculos que interrumpan el camino del deseo. Sean libres. ¡Ésa es mi voluntad! –

Al oír a su dios, las ménades encontraron el permiso que deseaban obtener. Desvistieron al músico y dejaron en manos de aquella hermana que había hablado con Dioniso, la daga con la cual debía realizar el sacrificio. Avanzó lentamente hacia su objetivo. Buscaba saborear el momento y disfrutar de la sensación previa al acto. Aunque decidida a dar fin a la vida del músico, se detuvo al observar cómo dos serpientes se movían sobre el cuerpo de aquél. Segundos después, una vara de oro apareció entre el músico y aquella que planeaba matarlo. Las serpientes se movieron hacia el objeto y se entrelazaron en él. Sobre la vara apareció una pluma, la cual comenzó a brillar inmediatamente y a cambiar su forma hasta convertirse, creciendo en su estructura, en un ser que Dioniso reconoció apenas aparecieron las serpientes.

– ¡Hermes! Si tan sólo hubiera podido saber que, envidioso de mis fiestas, vendrías hasta aquí a molestar a mis fieles, te habría preparado un recibimiento digno de un dios. –

– No te confundas, Dioniso. No es la envidia la razón de mi presencia. Sí lo es la curiosidad. Ver a tus criaturas dejarse llevar por las pasiones no es algo que me sorprenda, pero que dejes que intenten hacer algo con este músico puede ser, incluso, inaceptable. –

Dioniso se dispuso a observar al artista. Aunque en un principio no encontraba en él nada fuera de lo común, finalmente pudo ver algo perturbador en su mirada. Triste y apagada, parecía apuntar a un momento y lugar lejanos. Con un rápido y breve movimiento de su mano derecha, Dioniso les hizo entender a las ménades que debían alejarse. Hermes tomó su vara y avanzó despacio hacia el músico. Luego volvió a hablar, tratando de satisfacer el interés de Dioniso.

– Oh, sus ojos. En ellos está la muerte. Su muerte. Jamás podrán las ménades sacrificar a quien ya ha muerto. Su alma se encuentra en el inframundo. Aquí sólo está su cuerpo. –

En ese momento una de las panteras se lanzó violentamente sobre el músico, provocándole una herida en el hombro derecho. El felino volvió a su lugar inmediatamente después de causar el daño. Su poderoso amo aclaró sus intenciones.

– Respira, sangra y sufre. Aunque sus ojos, reflejo de su alma, emanan una angustia perturbadora, no está muerto. –

– Oh, es que nunca estuvieron unidos. El ser aquí presente se llama Orfeo. Y su alma se llama Eurídice. –

El músico reaccionó repitiendo el último nombre mencionado por Hermes. El dios siguió detallando.

– Alcanza con mencionar su nombre para que demuestre algo de vida. Invisibles son las heridas provocadas por la culpa. Su cuerpo se mantiene apagado por los incesantes golpes del pasado. Su último recuerdo es el de haber destruído a la razón de su vida, a la dueña de su existencia. Se observa aquí a un ser vacío. Sabemos que existe por nuestros sentidos pero, en lo demás, es un mortal que se adelantó a su destino. Vive muerto y morirá como ha vivido. –

– Su nombre solía mencionarse por la región. Se decía que su música podía conmover al mismo universo. Con su instrumento, era capaz de llevar brillo a la oscuridad y ablandar los corazones más duros. Eso hacía, según aquellas voces que van más rápido que las acciones. Luego llegó el silencio y su nombre quedó en un breve olvido, hasta hoy. –

– Poderoso y talentoso, solía enfrentarse al canto de las sirenas. Para triunfar en esos duelos musicales, practicaba sin descanso tocando las melodías más bellas. Un día le regalé una lira construída por mí mismo y se dispuso a utilizarla por los campos de Tracia. En aquella oportunidad, una joven y bella mujer se acercó a escucharlo. Cautivada por su música, había sido hechizada por el dulce sonido de cada una de sus notas. Cuando Orfeo se percató de su presencia, una flecha invisible atravesó su cuerpo. Eros había decidido que esa bella mujer, Eurídice, se convirtiera en dueña de su corazón. –

– Eros siempre ha sido el más cruel de los nuestros. Condena al enamorado al más terrible de los castigos. Son cadenas que arrastra el corazón y van hacia la existencia del otro ser. El enamorado se pierde, deja de ser lo que es y vive para alimentar su deseo. No hay adicción más poderosa. –

– Todo se resumía en ver en Eurídice, el hechizo musical de Orfeo, y en él, a Eros actuar en su pecho. Pasaron pocos meses para que, motivados en un invencible deseo mutuo, se unieran en matrimonio. A la boda asistieron más de cien músicos. Ese día todo fue felicidad para ellos. –

– Ya siento la angustia de Orfeo. Sabe qué es lo que sigue y no puede ser bueno. La felicidad es siempre efímera. ¿Qué puede ser tan doloroso? Aquello que aún no ha sido explicado y que reside en sus recuerdos, actúa en él como un veneno. Habrá que comprobar qué tan letal es aquel hecho.

– A la bella Eurídice le gustaba caminar por los campos tracianos. Sin importar donde estuviera, podía escuchar la música de Orfeo. En su camino, una serpiente, oportuna aliada del inframundo, la mordió, lo cual permitió que actuara en ella el más mortífero de los venenos. Ese día murió Eurídice y comenzó a morir Orfeo. A partir de ese momento, sólo compuso canciones tristes. Contaba a través de sus melodías todo lo sucedido, era capaz de transmitir su dolor y el origen del mismo. Conmovió a toda la región, todos los seres sentían una profunda tristeza. Algunos dioses decidimos acercarlo a una posible solución. Así fue como lo llevé hasta las puertas del inframundo. –

– Los hombres deben lidiar solos con sus problemas. ¿Acaso la muerte y la tragedia no forman parte de la vida? Los hechos, aunque absurdos, que forman parte de una pérdida inesperada deben entenderse en razón de la gran injusticia que rige el universo. No somos más poderosos que la fuerza infinita que nos ha creado y no estamos aquí para tratar de traer justicia donde nunca existió. –

– Allí, Orfeo siguió solo su camino hacia Hades. El mismo estaba lleno de obstáculos: Bestias feroces, criaturas nacidas en la oscuridad más absoluta, seres que viven en la tierra de los muertos y que se fortalecen alimentándose del sufrimiento de aquellos que padecen un castigo eterno. Orfeo se abrió camino, tocando su lira, conmoviéndolos a todos, enseñando a través de la dulzura de sus notas el rostro de su amada. Cuando los obstáculos cesaron, quedó frente al dios y rey del inframundo. Orfeo, evitando cualquier introducción innecesaria, declaró directamente lo que deseaba: llevársela a Eurídice a la superficie, a la tierra de los vivos. Hades se negó a entregarla. Sin decir una palabra más, Orfeo volvió a tocar su lira. Con las melodías más dulces logró que Hades imaginara la belleza de Eurídice y todo lo que ella significa para él. Con las melodías más tristes logró transmitir el inmenso dolor de la tragedia vivida, la pérdida de esa adorada mujer. Finalmente, con la última melodía llevó paz a todo el inframundo, calmó el sufrimiento y todo el tormento que allí se promovía. El músico, a través de su instrumento, logró manifestar un poder similar al nuestro. Hades, algo perturbado por esta demostración, decidió rendirse ante el deseo de su visitante. –

Las panteras se inquietaron al observar al músico acercarse a su amo. Pero aquel hombre no buscaba ser hostil. Simplemente deseaba continuar él mismo el relato. Sus ojos, aún tristes, habían ganado algo de vida, aunque eso significase dejar caer algunas lágrimas y expresar el profundo dolor que sentía.

– Aquellos de mi misma naturaleza saben que han vencido cuando sus espadas logran estar en alto y observan a sus enemigos caídos. El suelo absorbe a los rivales y se tiñe con la vergüenza de la derrota. Luego, los victoriosos explican qué ha sucedido. Corresponde a ellos esa tarea, para eso han ganado. Pero yo no tengo espada. Mis victorias no dependen del sufrimiento del otro. Todo lo que tengo es mi lira. Con ella y a través de su sonido, hablé de arte y cultura. Poderosos enemigos, que eran invencibles contra la espada, se rindieron ante mi lira. En ese acto no hubo humillación ni sufrimiento; sus corazones encontraron la paz que el instrumento del odio jamás les daría. Ésas fueron mis victorias. Pero ninguna tan maravillosa como ese día frente a Hades. Había logrado que se rindiera a mi capricho. Me dijo que podía llevármela pero con una condición. Antes de decirla me permitió verla. Cuando apareció ante mí, me desbordó la alegría. La besé y la abracé. De alguna forma, buscaba que en ese abrazo todo mi ser fuera hacia ella, que la confusión fuera tan grande que ni el mismo universo pudiera distinguirnos y no supiera quién está vivo y quién ha muerto. En algún momento la solté y Hades me aclaró lo que debía hacer para que abandonara conmigo el inframundo. Yo debía guiarla hacia la salida, siempre adelante de ella y no mirarla en ningún momento hasta que la luz de la superficie bañara por completo su cuerpo. El camino era largo y atravesarlo sin poder ver a Eurídice lo volvía interminable. Cada tanto volvía a tocar mi lira. Sólo así podía calmar a esos extraños seres que respiran muerte por toda la eternidad. Finalmente, y a pesar de todos los obstáculos, pude llegar a la salida. La luz de la superficie me acarició por completo. Sin mirarla, busqué su mano y la atraje hacia mí con la intención de estimar el momento preciso de poder verla. Cuando lo creí correcto, me di vuelta y miré a Eurídice a los ojos. –

El ambiente se enfrió en ese preciso instante. El músico siempre había demostrado una gran capacidad para conectarse con todo aquello que lo rodeaba y, a través de su música, fortalecía ese vínculo. En aquella oportunidad, esa curiosa unión se manifestó por sus palabras y no por la ejecución hábil de su instrumento. El universo reaccionaba ante aquello que ya conocía: el final del relato.

– Es la imagen que gobierna y domina mis recuerdos. Es tan poderosa que desconoce cualquier diferencia en tiempo y espacio. Siento que puedo estirar el brazo y tocar con la punta los dedos la mejilla de aquella que representa todo lo bello en este mundo. Fue un instante, rápido e inmediato, en el cual se desvaneció ante mí. Me había precipitado: estimé que había pasado por completo a la superficie, pero uno sus pies seguía tocando el inframundo. Al darme vuelta antes de tiempo, fracasé en la misión más importante de mi vida. –

El dolor del artista era inmenso. Su angustia contrastaba con la alegría que albergaban todos aquellos que habían asistido a la lujuriosa fiesta. Por otro lado, Dioniso no podía ocultar su profundo deseo de escuchar la música de Orfeo. Entonces, negoció:

– Toca una vez más. Permite que otro dios pueda escucharte. Satisface mi capricho y yo haré que tu música llegue hasta Eurídice. Háblale a través de tu instrumento. –

El rostro de Orfeo cambió en ese mismo instante. Supo abandonar la oscuridad de esa tristeza que invadía su alma de dolor y lo detenía en ese momento fatal en el que perdió a Eurídice. Tomó su lira, con la cual había vencido en más de mil batallas, sin causar daño a ningún enemigo. Y se dispuso a tocar, deseando que su música llegara hasta aquella que es dueña de todo su mundo. Sentía que, en cierta forma, era como estar con ella una vez más.

El talento de Orfeo no tardó en manifestarse. Tanto los dioses como los mortales presentes guardaron respetuoso silencio. Lo único que debía escucharse era el sonido de la lira. Cumplir con eso no era difícil. La música resultaba deliciosa y lograba traer paz, especialmente a aquellos que, motivados por el desenfreno que previamente se promovía, parecían destinados a arribar a puertos oscuros y sangrientos. Todos escuchaban. Algunos cerraron los ojos, dejándose llevar, sabiendo que estaban siendo hechizados. Ninguno se resistió. Era un embrujo musical que se fortalecía cada vez más, nota a nota. Estaban siendo invadidos por una felicidad indescriptible.

La magia de la lira parecía no tener límite. Su poder sobre los sentidos se manifestaba fuera de toda lógica. Aunque físicamente todos seguían en sus respectivos lugares, sentían que habían sido transportados a otro lugar. Aquel sitio, nacido de la imaginación de Orfeo, era indudablemente bello. Un campo extenso, casi infinito, con una naturaleza y variedad de colores únicos. La flora se mostraba brillante, colorida y con una deliciosa fragancia. En ese campo, como no podía ser de otra forma, se encontraba Eurídice, o la representación de ella. El brillo y los colores de esa imagen eran especiales, como si los sentidos, por primera vez, se encontraran ante una intensidad que desconocían. Fue allí, en ese mundo de fantasía, en el que dioses y mortales pudieron ver a Eurídice como Orfeo la ve a ella.

Dioniso se levantó de su trono y se acercó lentamente al músico. Había logrado entender que el artista tenía un poder similar al de los dioses. Esa fuerza mágica y misteriosa crecía a cada segundo, en la misma medida en la que Orfeo se hundía más en su propia fantasía. Le correspondía al dios evitar que el músico los encerrara en ese mundo que había creado. Con el objetivo de restaurar el orden y recompensar al artista por su talento, Dioniso acercó al talentoso traciano a su destino final.

Aún encerrado en su mundo, Orfeo siguió tocando, con los ojos cerrados, buscando una concentración absoluta que lo mantuviera cada vez con mayor intensidad en el lugar deseado. En algún momento de su interpretación percibió que algo abandonaba su ser y que era infinitamente más ligero. Luego, inesperadamente para él, sintió algo aferrarse a su existencia. Dejó de tocar y abrió los ojos. Eurídice lo estaba abrazando. El cuerpo de Orfeo se había evaporado en el mundo de los vivos en el mismo instante en el que su alma fue trasladada a los campos Elíseos, permitiendo aquel abrazo. Allí, Orfeo y Eurídice, se mantienen inseparables. Juntos por toda la eternidad.

El ocaso de los dioses

Scaramuzza_PrometeoTan sólo algunos mortales privilegiados conocían la existencia de un inmenso jardín cercano al monte Olimpo pero ninguno de ellos había logrado pisar su suelo o maravillar sus sentidos con la diversidad de colores o la imponente fragancia de su flora. Dotado de una belleza única, aquel lugar era cuidado, visitado y adorado por casi todas las deidades.

El dios Ares entró al jardín gritando una y otra vez el nombre de Afrodita. Sentía una enorme necesidad de transmitirle a ella cierta información valiosa. Luego de una breve búsqueda, pudo hallarla junto al extenso y único estanque del jardín secreto. La diosa del amor y de la belleza se encontraba viendo su propio reflejo en el agua, dándole la espalda a Ares y ocultándole su rostro.

– Allí estás, mi Afrodita, dueña absoluta de mis pensamientos, mis pasiones, y de todo lo que, en este mundo, forma parte de mis posesiones. ¿Qué hay en ese estanque que retiene tu mirada? ¿será acaso el reflejo de la luz que ilumina mis días? –

– Aléjate. Quiero estar sola. –

– Escuchar tu voz resulta siempre placentero, incluso cuando de ella se forman pedidos dolorosos. No puedo obedecer este último requerimiento. He venido a traerte una noticia que proviene desde el monte Olimpo: el dios que decía ser tu dueño, Hefesto, ha muerto y con él las barreras que había construido para impedir el desarrollo total de nuestras pasiones. El día no podría ser más brillante; el universo conspira a favor de nuestros deseos. –

Las palabras de Ares habían llegado a Afrodita sin causar en ella efecto alguno. Se mantenía en silencio, quieta junto al estanque e impidiendo que el dios, allí presente, pudiera mirarle a la cara. Tuvo que volver a hablar Ares para darle fin al silencio.

– ¿A qué se debe esta falta de respuesta? Creí haber traído una buena noticia. Así como los mortales hablan de nosotros cuando el destino los favorece y hablan de milagros o deseos divinos, nosotros podríamos hablar de lo mismo y sentirnos beneficiados por la azarosa fortuna que rige este universo. –

– No podrías estar más confundido. Hasta el momento no he visto ningún milagro sino una maldición. Un dios ha muerto. Lo que no podía pasar, pasó. Y vienes a este lugar a contármelo alegremente. –

– Afrodita, cuando el universo me abrió sus puertas y determinó cuál sería mi alimento, quedó claro que mi poder debía vincularse estrechamente con la brutalidad de este mundo. Por lo tanto, sé perfectamente que no tengo muchas virtudes y que estoy muy lejos de ser el más inteligente de los dioses. Será por eso que no logro entender en qué nos perjudica que Hefesto haya muerto. Para mí, es como si una jaula se hubiera abierto, o un enorme muro hubiera cedido ante nuestros deseos de libertad. Tampoco entiendo por qué evitas mirarme. Sabrás que me he vuelto adicto a verte, a admirarte; y aunque lograrlo no solucione mi adicción, el no poder hacerlo me convierte en un ser infinitamente vulnerable. –

– Reclamas con razón los motivos de mi comportamiento y aunque deseo satisfacer tus pretensiones, debo admitir que la verdad, o la verdad que creo conocer, me ha colocado en una situación de absoluta inseguridad. Cuando la oscuridad cedió ante la luz en el comienzo de este día, pude sentir que una extraña fuerza requería mi presencia en este lugar. Me llamaba, me seducía; y absolutamente hechizada llegué hasta este estanque. Al ver mi reflejo, me di cuenta que algo había cambiado y que ya no escapaba de las reglas generales del tiempo. –

Afrodita giró hacia Ares permitiendo que éste pudiera ver su rostro. El dios de la guerra la miró con absoluta atención, notó hasta el más mínimo de los cambios físicos y, sin poder hacer nada para evitarlo, lanzó una intensa y genuina carcajada.

– ¡Pero si estás hermosa! –

– Estoy vieja. –

– Los dioses no tenemos edad. –

– Sin embargo siempre existió el tiempo. Podremos decir que hasta hoy, aquella fuerza infinita nunca se ha cruzado en nuestro camino, o mejor dicho, nosotros nunca nos cruzamos en el suyo, dado que este último es mucho más destructivo y letal. Pero aquí estoy yo, la siempre bella, la eternamente joven, perdiendo ambas virtudes. –

– Bella y joven. Así te veo. Otra de tus tantas virtudes me ha tocado y te miraré por siempre con los ojos de aquel hechizo. Podría extenderme en esta idea y seguir enumerando otras verdades pero puedo darme cuenta que éste no es el momento adecuado. –

Afrodita se alejó del estanque, aunque sin tener demasiada noción de sus acciones. El enfoque real de sus pensamientos se vinculaban estrechamente con los últimos sucesos. Ares la siguió, procurando no molestarla. Ella, que buscaba darle un razón a lo incomprensible, detuvo su elevado razonamiento cuando los caminos de la lógica la llevaron a hacer algunas preguntas.

– Hefesto ha muerto; yo he perdido mi juventud. Ares, ¿cómo están los otros dioses? Y a ti, ¿no te ha pasado nada? –

– Al enterarme de la muerte de Hefesto, lo único que deseaba hacer era verte y contarte lo que había sucedido. Ignoro en qué estado se encuentran ahora los dioses pero gozaban, al menos en ese momento, de toda la salud que pueda tener un dios. Sin embargo, puede haber un poco más de lo que digo. –

– Habla, Ares. La razón nos guiará hacia la verdad pero no se logrará si parte del saber se esconde de la luz del pensamiento. –

– Como dije antes, una vez enterado de la muerte de Hefesto, inicié la búsqueda que culminó exactamente cuando te encontré junto al estanque. La distancia recorrida es absolutamente insignificante para un dios. Cierto es que nuestro ser siempre ha encontrado la forma de que los límites del espacio no pudieran afectarnos. Sin embargo, esta vez no pude encontrar la forma de acortar el camino. Peor, aunque inexplicable, sentí mi cuerpo mucho más pesado. El movimiento se volvió una infeliz circunstancia. Cada paso lo era. Pero luego, al verte, todo eso quedó en un breve olvido. –

– Esa sensación es común entre los mortales. Sus cuerpos tienen una fortaleza limitada y cuando llegan a ese límite su ser físico les exige detenerse y lo hace con las mismas señales que has mencionado. –

– ¿Cuál podría ser la razón de todo esto? Primero muere Hefesto y luego se producen estos cambios. Sin embargo, no podemos asegurar que estos hechos estén vinculados. –

– No podemos afirmarlo con absoluta certeza pero sería demasiada casualidad que todos estos eventos, ocurridos casi al mismo tiempo, tuvieran un origen distinto. –

– Podríamos considerar que nuestros cambios están vinculados y que lo de Hefesto ha sido una casualidad, un hecho aislado. –

– En ese caso, debemos analizar con cuidado lo que ha sucedido. ¿Hefesto ha sido asesinado? Entonces hay que preguntarse, entre otras cosas, quién o qué lo mató y quién o qué puede matar a un dios. –

– Nuestro arreglo con la inmortalidad, que hasta hoy parecía un acuerdo indestructible, tenía, como toda regla del universo, al menos una excepción: un dios puede matar a otro dios. –

– Si ése fue el caso, ¿de qué manera el asesinato de un tercero podría terminar provocando cambios en nuestra naturaleza? Hasta donde sé, la muerte de un ser provoca tristeza en aquellos que lo extrañarán, y alegría en los que lamentaban su existencia. –

– De todas formas no pasó eso. Alcancé a escuchar que no hubo ningún tipo de lucha. Simplemente murió. –

– Entonces este camino no nos llevará a la verdad pero la razón y el conocimiento serán nuestros mejores aliados. Hay algo que busco recordar y espero que puedas ayudarme. En ciertos y especiales encuentros que hemos tenidos con otros de nuestra misma naturaleza podíamos disfrutar del sabor de cierto néctar y cuando lo hacíamos, la fuerza de nuestro ser se expandía a límites sólo conocidos por nosotros. –

– ¡Cómo olvidar esas reuniones! Nos deleitábamos con el néctar de la inmortalidad; se nos servía junto a la ambrosía. Combinación poderosa que nos revitalizaba, nos llenaba de fuerza y nos reafirmaba como seres superiores. –

– Recuerdo que cerca de aquí había una fuente diseñada y materializada por uno de los nuestros. Se alimentaba del agua de uno de los ríos del inframundo. Los mortales buscaban en él obtener el secreto de la inmortalidad. Muchos entendían que el agua de aquel río tenía las mismas propiedades que el néctar y la ambrosía. Por lo tanto, la fuente que está en este jardín debe tener las mismas características. –

Utilizando sus recuerdos como guía, la diosa se movió con rapidez por casi todo el jardín hasta llegar a la fuente que buscaba. Ares intentó seguirla pero se vio limitado por el debilitamiento de su fuerza divina. A pesar de esa circunstancia que le impedía ir a la misma velocidad que Afrodita, pudo finalmente llegar a ella cuando ambos quedaron frente a la fuente celestial. El rostro de ella cambió de inmediato cuando se percató que aquella construcción sobrehumana se había secado perdiendo todas sus propiedades. Un nuevo sentimiento invadió a la diosa y no pudo evitar expresar lo que sentía a su compañero.

– ¿Qué es esto? La fuente se nutría de las aguas del inframundo tal y como lo habían deseado los dioses que la crearon. Sin embargo, ahora se ve tan diferente. ¿Acaso existe en el universo algo superior a la voluntad de los dioses? Y esto que percibe mi ser es el vacío absoluto, la fuerza de lo desconocido arrasando mi mundo. El conocimiento pierde valor cuando el universo cambia. ¿O será que siempre ha sido así y hemos vivido hasta hoy una realidad falsa? –

– No puede haber otra realidad sino aquella que nuestra existencia ha explorado. Si entendemos a la realidad como falsa, debemos concluir que nuestra existencia también lo es. –

– Siempre importará la forma en la que percibimos esa realidad y ahora me resulta inevitable cuestionar y dudar de todo, incluso de mis propios pensamientos. Estamos perdiendo todas nuestras características, todo lo que nos protege, lo que nos potencia. Todo aquello que nos hace especiales y distintos pareciera estar perdiéndose en una fuerza tan poderosa como el olvido. Nuestra identidad está siendo destruida. –

– Perder todo eso, ¿en qué nos convierte? –

– En seres inferiores, débiles, finitos, absolutamente vulnerables. Algo totalmente distinto a lo que fuimos hasta hoy. Nos estamos convirtiendo en mortales. –

– No puedo aceptar eso. Ellos nos adoran, nos sirven, nos reconocen como una fuerza superior. No somos iguales. Nosotros estamos aquí desde casi el comienzo de todo; ellos están hace muy poco y son el resultado de nuestros propios conflictos. –

– El tiempo no es nuestro mejor aliado en este momento. Pensar en ello favorece la creación de una infinidad de preguntas. ¿Qué es, cómo y cuándo fue el comienzo del universo? ¿qué había antes de nosotros? ¿cuál es la razón de nuestra existencia? Son sólo algunas de las que me surgen en este momento. –

– Los mortales se han preguntado cosas como ésas desde siempre. –

– Ares, ¿te das cuenta? Siempre fuimos la respuesta que los mortales requerían para darle sentido a su mundo. A veces con acierto y otras no tanto, determinaron que ciertos hechos formaban parte de nuestros actos. Y ahora soy yo la que se hace esas preguntas y no es malo que suceda. Sin pregunta no hay respuesta posible. –

– Entonces, ¿cuál es la pregunta? –

Afrodita se acercó a su acompañante lo suficiente como para éste pudiera observar el desconcierto en su rostro. La diosa finalmente habló, preguntando aquello que realmente la inquietaba: “¿Hay un ser superior a nosotros?”. Luego, ambos quedaron en silencio. La falta de respuesta les impedía salir de ese estado.

La oscuridad se adueñó de aquel lugar provocando inevitablemente la llegada de la noche. Los dioses pudieron experimentar una sensación hasta ese momento desconocida: sus propios cuerpos les exigían detenerse y descansar. Motivados por el instinto, se acostaron sobre el terreno de ese jardín único y perfecto, y cesaron en su intento por mantener abiertos los ojos. La diosa percibió en el ambiente y en su cuerpo cierta falta de calor que la incomodaba. Ares la abrazó, dándole el refugio que ella requería.

La fuerza invencible del tiempo siguió avanzando hasta lograr que la oscuridad imperante perdiera su intensidad en el transcurso del nuevo día. El regreso del calor provocado por la luz del Sol, junto a otros factores ambientales y el descanso logrado, aceleró el despertar de Afrodita. La diosa abrió los ojos y se percató de la ausencia de Ares. Miró a su alrededor con atención, deteniéndose especialmente en la belleza del horizonte.

– Creía entenderte, universo. Creía conocer todos y cada uno de tus secretos. No exclusivamente, claro. Nosotros, lo de esta especie hasta hace poco única, hasta hace poco infinitamente poderosa, teníamos una conexión especial con todo lo que nos rodeaba o existía. Iba más allá de nuestros cuerpos, los cuales eran simples representaciones físicas de lo que éramos en realidad. Sin embargo, ahora nuestra fortaleza está limitada. No somos más que estos cuerpos y no podemos sobrepasar los límites que éstos nos marcan. Queda claro, entonces, que nos hemos convertido en mortales. Por lo tanto, nuestra relación contigo ha cambiado pero no puedo decir que esos cambios hayan sido para peor. Antes podía ver todo, absolutamente todo, sin importar el lugar o el momento. Ahora sólo veo lo que está frente a mis ojos. Pero lo que veo es hermoso. Este jardín, la variedad de colores, la luz de esa llama inmensamente poderosa que nos protege de día y se esconde de noche, componen un espectáculo visual atractivo y placentero. Puedo escuchar los sonidos que me rodean, animales pequeños que se llaman entre sí, que cantan, o que simplemente hacen ruido. Puedo tocar el suelo con mis pies, la sensación es agradable. Mis manos procuran hacer lo mismo con las plantas y las flores. Puedo sentir, como nunca lo hice antes, los aromas dulcemente penetrantes de este lugar. Conocí el miedo, el cansancio, la incertidumbre. Sentí el calor, el frío. Sentí el abrazo, como anoche, cuando más lo requería, cuando más lo necesitaba. Fue en ese momento en el que pude darme cuenta que la imperfección de nuestro nuevo ser se corrige con el otro. Unidos en ese abrazo fuimos uno solo, un ser fusionado y perfecto. Volvimos a ser dioses. –

Pocos segundos después de haber dicho la última palabra, Afrodita vio como Ares regresaba al lugar. Él, al verla, no pudo retener aquello que veía.

– Estás hermosa –

Afrodita respondió con una sonrisa pero no tardó en cuestionar la ausencia de su compañero

– ¿Dónde estuviste? –

– Fui a ver a los otros dioses –

El rostro de Ares cambió de inmediato reflejando temor y desconcierto.

– Están muertos, Afrodita. Todos muertos. –

Aquella que se destacaba por su belleza no pudo evitar manifestar con gestos esencialmente faciales el terror que sentía en ese momento. El silencio los gobernó por un breve instante, agotándose su imperio cuando resultó imposible callar ciertas preguntas.

– ¿Qué sucedió? Dime que pelearon, que los dioses se mataron entre sí. Me permitiría entender al menos la razón de las muertes, aunque luego deba pensar en los motivos de esos asesinatos. –

– Nada de eso. Simplemente murieron. Sin lucha, sin sufrimiento. Algunos ya estaban muertos, otros perdieron la vida delante mío. No sucedía nada especial ni espectacular. Sólo caían y morían. Siendo absolutamente sincero, además del miedo que me dio ver todo eso, quedé decepcionado. Esperaba que la muerte de un dios fuera mucho más impactante. No fue así. –

– Impactante o no, seguimos nosotros, Ares. Somos los últimos. –

Afrodita volvió a mirar hacia el horizonte con la intención de comunicarse una vez más con aquello que reconocía como una fuerza superior.

– Yo soy Afrodita. Me alimentaba y fortalecía con la belleza y el amor de este mundo. Todo ese poder que ganaba, lo utilizaba para recompensar a aquellos que me hacían más poderosa. Fui amada, venerada y admirada. Ahora, parece que no soy nada de lo que alguna vez fui. Me has quitado todo hasta el punto de atacar mi propia identidad. Sin embargo, hay algo que no se puede desconocer. Sea como diosa o como mortal, hay una parte de mí que será siempre la misma, que siempre le hará frente a la adversidad. El desconcierto por los cambios y el temor a lo desconocido logró debilitarme emocionalmente pero eso ya no sucederá. Ven y apúrate en traer mi destino. Lo esperaré sin angustia y sin temor. –

Ares la escuchó atentamente y luego, inquieto, se dispuso a caminar alrededor de ella. Juntos esperaron la llegada de lo desconocido e inevitable en absoluto silencio. En la medida que el tiempo transcurría con normalidad y nada especial sucedía, la ansiedad iba creciendo lentamente, manifestándose como una amenaza contra la armonía emocional. Para ambos, la espera fue eterna. La reciente mortalidad los había vuelto impacientes. Sin embargo, no pasó mucho tiempo desde que ambos iniciaron la espera hasta que finalmente el destino se presentó ante ellos. Un ser vestido con una túnica blanca avanzó hacia los últimos dioses.

– ¿Quién es ése, Afrodita? Veo heridas y sangre en las palmas de sus manos, sus talones, la cabeza y a un costado de su cuerpo. ¿Quién le ha hecho esto? –

– Su rostro es casi perfecto. Brilla como la luz que nos cubre de día. Su belleza casi absoluta se ve limitada tan sólo por esas heridas. –

– ¿Acaso no corresponde que digas tu nombre? Estás ante los últimos dioses de esta existencia. –

– He tenido muchos nombres. Al igual que ustedes, claro. Cada pueblo contaba con acierto o con apropiada creatividad una parte de mi historia, real o inventada convenientemente por ellos, y luego me daban un nombre. Algunos me han llamado Lucifer, otros Prometeo. Ustedes siempre prefirieron este último porque así me llamaban sus fieles. En cualquier caso, es sólo un nombre que caerá en el olvido cuando todos nosotros dejemos de existir. –

Afrodita se acercó unos pasos a Prometeo y procuró iniciar una discusión con él. Ares se mantuvo en silencio.

– ¿Es éste el castigo por todo lo que has sufrido? Fuiste expulsado de las alturas por Zeus, no por nosotros. –

– No se trata de un castigo y no fue sólo Zeus. Me enfrenté a un sistema imperfecto y perdí. Los mortales que conocían esto se referían a mí como el ángel caído. Luego preferí mantenerme abajo. Me enamoré de los mortales. No te olvides que yo los creé. –

– Ese amor por ellos te alejó de nosotros. Nos robaste para darles a ellos lo que requerían para progresar.-

– A los hijos hay que cuidarlos, ¿no es cierto? –

– Fuiste castigado por tu traición, por crear una raza despreciada por Zeus, por robarnos, por ayudarlos a ellos. Y por si fuera poco, luego fuiste atacado por tus propias creaciones. –

– ¿Estás segura? –

– Tus heridas no fueron hechas por nosotros. Por alguna razón te han lastimado. –

– Tienes razón. Una vez liberado del castigo de Zeus, decidí encarnar en un mortal. Eso me permitió conocerlos mucho más, lo bueno y lo malo. En determinado momento quise transmitirles todo mi conocimiento. A veces se confundían, costaba hacerles entender que yo era el padre creador de todos ellos y a la vez hijo, dado que en ese momento estaba ante ellos como un mortal más. De alguna manera quedé metido en una cuestión terrenal entre dos pueblos, oprimido y opresor. Yo había ganado muchos seguidores y uno de los bandos me quería ver muerto. Uno de mis doce acompañantes me traicionó, me capturaron y me ejecutaron de la peor forma. Clavos en las manos y en los talones para sostenerme en una cruz de madera, corona de espinas en la cabeza y para terminar, un soldado me atravesó con la punta de su lanza. Tres días después decidí volver a mi existencia real. –

– ¿Qué sentido tuvo hacer todo eso? –

– Pensé que lo entenderías. Escuché todo lo que dijiste antes y es absolutamente cierto. Las sensaciones de un mortal son más intensas. Los dioses tienen una capacidad ilimitada de conexión con la totalidad del universo. Pero el mortal, que sólo puede acercarse a una porción ínfima del mismo, lo disfruta mucho más. Quería experimentar eso y no me arrepiento. –

– No logro entender cómo hiciste todo esto. –

– Eso es porque ninguno de ustedes pudo entender cómo funciona todo lo que nos rodea. El universo es el todo, lo absoluto, no hay más que aquello que existe. No se equivocaron al pensarlo, entonces, como el dios de dioses. Pero sí se equivocaron en cuanto a la armonía de las cosas. Por ejemplo, la justicia no existe, el bien y el mal no están en perfecto equilibrio, no todo funciona en la práctica como sí lo hace en la teoría. En definitiva, la perfección no existe. Si nada de lo que existe es perfecto, ¿cómo podría serlo el dios creador de dioses, es decir, la fuerza absoluta del universo? –

– ¿Cómo explica eso lo que hiciste y la forma en la que lo hiciste? –

– Porque yo no hice nada. Todo lo que ves, todo lo que no ves pero sabés que existe, todo lo que alguna vez fuiste, todo fue obra de un dios imperfecto que un día creó a seres aún más imperfectos.-

– Nosotros. –

– Así es. Entonces, ¿qué tengo que ver yo con todo esto? Yo creé a los mortales. Limitados en muchos aspectos en comparación a los dioses, pero mucho más evolucionados en cuanto a la intensidad con la que perciben y viven la vida. El universo busca corregir los errores propios de su imperfección y ahora nos está convirtiendo a todos en mortales. –

– No podemos hacer nada, ¿no es cierto? –

– Afrodita, no hay que tenerle miedo al destino. Confía en esto que te digo. Lo que les espera no es el final sino el comienzo. –

– ¿Qué pasará contigo? –

– En algún momento le dije a los mortales que volvería a estar entre ellos cuando el fin de los tiempos estuviera cerca. Me refería a nuestro propio ocaso en realidad. –

– Prometeo, no tolero la idea de aceptar una voluntad que se impone a la mía. Pero si nuestro final ya está determinado, me iré de este mundo de la mejor forma que pueda. –

Afrodita le dio la espalda a Prometeo y avanzó con convicción hacia Ares. Al estar frente a él lo abrazó y se aseguró que éste respondiera dándole una vez más refugio entre sus brazos. La existencia de ambos finalizó con un beso.

Mucho tiempo después en algún lugar gobernado por mortales, dos jóvenes de la misma especie se cruzaron en el camino de la vida. Aunque no se conocían, sentían que había algo que los unía por toda la eternidad. Con el primer beso, ambos volvieron a ser perfectos.

Perseo y Andrómeda

Perseus_and_Andromeda_by_FunlandLa ciudad-estado de Tirinto, ubicada en la colina de la Argólida, en la península del Peloponeso, se manifestaba como una enorme fortaleza con extensos muros y laberintos estratégicamente ubicados que mantenían a los invasores lejos de la acrópolis. Resultaba ser ideal para la protección de los ciudadanos y de todo aquel que deseara una vida sin peligros de guerra. Un rey sin deseos de conquista podía asegurar la paz en Tirinto por, al menos, el resto de su existencia. Tal era el caso de Perseo que, luego de una larga lista de hechos que lo elevaron a la altura de héroe regional, había decidido retirarse de las batallas para disfrutar de la vida junto a su esposa Andrómeda en el palacio de Tirinto.

La nostalgia invadió los sentimientos de Perseo obligándolo a concentrar sus movimientos en el traslado hacia el cuarto de premios y recuerdos. Tomó de allí la indestructible espada de Zeus y se dirigió al patio del palacio para dedicarle todo su cuidado. Mientras la limpiaba, su mente aprovechó para viajar por los eventos que desembocaron en la posesión de tal instrumento de batalla. Mucho antes de nacer, el oráculo del templo de Argos le advirtió a Acrisio, abuelo de Perseo, que sería su propio nieto el que acabaría con su vida. Temiendo esta posibilidad, Acrisio ordenó que se encerrara a su hija, Dánae, para evitar que viese a varón alguno que la embarazara. Tal precaución bastó para alejar a los hombres pero no para detener su destino. Zeus, dios supremo, se mezcló entre los mortales y se dejó vencer por los placeres, dando comienzo en el cuerpo de Dánae a la gestación de un semidiós, Perseo. Tiempo después, la princesa embarazada huyó hacia la isla de Sérifos, gobernada por el rey Polidectes. Este rey tenía un hermano, Dictis, que cuidó de la princesa como un esposo y a Perseo como un padre. De esta forma, el hijo de Zeus pudo disfrutar de una niñez feliz, ignorando los problemas políticos y pasionales que se desarrollaban alrededor de su madre. El rey Polidectes se había enamorado de una manera enfermiza de Dánae pero ella se mantenía en aparente matrimonio con Dictis. Los años convirtieron al niño Perseo en un adulto y el mismo transcurso del tiempo provocó el estallido de las pasiones. Polidectes, decidido a tomarla a Dánae, buscó la forma de librarse de Perseo, dado que lo reconocía como un estorbo. Le dijo que se había enamorado de una princesa y que debía entregarle un tributo adecuado y que él, como habitante de la isla, debía proporcionarle a su gobernante el presente. Conociendo la instrucción militar que había recibido de su hermano Dictis, le ordenó que viajara por los mares hacia una isla donde había un templo en ruinas y el mismo estaba protegido por tres bestias hermanas: Medusa, Esteno y Euríale. Polidectes le ordenó que trajera la cabeza de cualquiera de ellas. Perseo obedeció la orden de su rey y partió de inmediato siguiendo el trayecto señalado. En el camino les solicitó ayuda a los dioses y recibió ciertos favores. La diosa Atenea le prestó su escudo; Hermes le entregó la espada de Zeus y le prestó sus sandalias aladas. Con esos elementos enfrentó a Medusa, la única que encontró en el lugar. El sitio se encontraba repleto de estatuas de piedra, todas ellas con una expresión clara de horror. Recordó al verlas el peligro real de su enemiga. Medusa era físicamente como cualquier mujer, aunque con un rostro especialmente bello. Sin embargo, había sido condenada por los dioses a tener serpientes en lugar de cabello y nadie podía dirigir la mirada hacia sus brillantes ojos, puesto que ellos convertían en piedra a cualquiera que los observase. Para evitar ser convertido en piedra, Perseo se dedicó a observar su escudo y seguir el reflejo de Medusa a través de él. Haciendo esto, logró acercarse a la bestia y cortar su cabeza con la espada de Zeus.

Perseo podía recordar todos los detalles del hecho. Al terminar de limpiar la espada, se dirigió al interior del palacio para guardarla junto al resto de los elementos preciados. Había allí una copa y un disco de plata. Al verlos se dejó llevar nuevamente por los mares del pasado. La memoria dibujó el escenario del palacio de Sérifos donde regresó luego de haber matado a Medusa. Al retornar a la isla se enteró de la salvaje persecución a la que estaba siendo sometida su madre, Dánae. Entendiendo la situación, entró en el palacio, sacó la cabeza de Medusa e hizo que el rey y su séquito mirasen a sus ojos, convirtiéndose todos en piedra. Dictis, como hermano de Polidectes, tomó posesión del reino y le recomendó a Perseo que volviera a su tierra natal. El semidiós partió hacia Argos para hacer frente a su abuelo llevándose consigo como recuerdo una copa de plata del palacio real de Sérifos. Antes de llegar, le devolvió a Atenea su escudo y le entregó la cabeza de Medusa; a Hermes le devolvió sus sandalias, quedándose con la espada de Zeus. Acrisio se enteró de la visita de su nieto y huyó hacia otra ciudad donde se estaba desarrollando un evento deportivo. Perseo decidió participar del mismo para demostrarle a su abuelo la habilidad que había adquirido huyendo de él. En el lanzamiento de disco evidenció una fuerza extraordinaria pero una puntería desafortunada. El disco se dirigió con violencia hacia las gradas e impactó en el cuello de Acrisio, matándolo de inmediato y cumpliendo la profecía del oráculo. Tal circunstancia lo convertía a Perseo en legítimo rey de Argos pero el haber sido responsable de la muerte de Acrisio lo imposibilitaba, por un fuerte sentimiento de culpa, a gobernar la polis. La solución la trajo el rey Megapentes de Tirinto que intercambió su reino con el de Perseo. De esta forma, el semidiós pasó a Tirinto y Megapentes a Argos.

El hijo de Zeus se mantuvo en el lugar apreciando todos aquellos elementos que habían formado parte de su pasado hasta que un extraño ruido lo obligó a salir hacia el patio del palacio. Una vez allí se percató de la presencia de varias serpientes que silbaban a su paso. Dos largas sombras pasaron por la visión de Perseo obligándolo a mirar hacia arriba buscando el origen de las mismas. Allí observó a dos figuras enormes vestidas con túnicas oscuras con algunos excesos de tela que, con el viento, lograban tener la apariencia de extensas alas negras. Ambas figuras descendieron hasta el suelo y se movieron lentamente en dirección a Perseo. Él no podía ver sus rostros debido a que las túnicas impedían distinguir siquiera un centímetro de piel de los visitantes. Las serpientes escalaron esos cuerpos oscuros hasta ingresar en la zona más alta de sus vestimentas. Ambas figuras hablaron al mismo tiempo provocando un coro femenino de ángeles negros; le preguntaron al hijo de Zeus si comprendía ante quiénes estaba. Perseo sabía perfectamente que ese día llegaría. Miró a sus rivales y dijo con firmeza: “Esteno y Euríale, hermanas de Medusa, que vienen a traer juicio a mi palacio y condena a mi cuerpo”. Ambas hermanas retiraron parte de sus mantos permitiendo ver, que al igual que Medusa, tenían serpientes en lugar de cabello y rostros capaces de conmover a las rocas. La diferencia esencial estaba en los ojos. Brillantes y dorados, eran incapaces de convertir en piedra a cualquier agresor. Esto no las hacía más vulnerables. Por el contrario, Medusa gozaba de esa facultad por ser la más débil. Esteno y Euríale eran inmortales e intocables. Las hermanas volvieron a hablar y dijeron: “Perseo, nuestra sangre ha sido derramada por tu espada por un capricho mortal. Hemos pasado por ciudades e islas enteras tratando de llevarte nuestra justicia. Perseo, hijo de Zeus y rey de Tirinto, ¿aceptas con resignación tu castigo?”. La respuesta fue casi inmediata, como si la misma existiera hace tiempo y hubiese requerido tan sólo de la pregunta para ser dicha: “lo que mi mente sabe, obliga a mi cuerpo a aceptar el castigo; desde aquel día y siempre, soy culpable”. Las hermanas se miraron y luego avanzaron hacia Perseo, pusieron sus manos sobre el centro del pecho del héroe y luego comenzaron la retirada. El hijo de Zeus no sentía cambio alguno y les preguntó qué habían hecho. Ellas lo ignoraron y provocaron que él insistiera con la pregunta. Ante esto, Euríale le dirigió la mirada. A diferencia de su hermana, podía verse cómo las lágrimas caían por su rostro. Le dijo al héroe que pronto iba a sentir lo mismo que ella al enterarse de la muerte de su hermana. Sin más, ambas se retiraron del palacio.

Las palabras de Euríale provocaron un gran temor en Perseo. Hasta ese momento, no consideraba nada más allá de su propia muerte, la cual había aceptado como castigo por sus crímenes. Corrió hacia el interior del palacio y se movió entre las habitaciones. Las puertas se abrían y se cerraban, los pasos resonaban por todo el lugar. Finalmente se detuvo al llegar a un pequeño jardín que era de cuidado especial de Andrómeda. Allí la encontró tirada en el suelo, con una de sus manos presionando con fuerza la misma zona del pecho en la que Perseo había sido tocado por las hermanas de Medusa. Corrió hacia ella y le preguntó varias cosas sobre su padecimiento. Sin embargo, el dolor no la dejaba responder. La levantó con cuidado y con igual atención la llevó a la cama más cercana. Su sufrimiento no era la única prueba de aquella maldición. El cuerpo de Andrómeda estaba cada vez más frío. La volvió a mirar de cerca, apreciando con especial preocupación la expresión de sus ojos azules. A través de ellos podía saber todo lo que sentía, eran para él más precisos que las palabras y el dolor que las obstruía. No era la primera vez que la había visto con una expresión similar. Aquella oportunidad en la que Perseo se encaminaba a Sérifos a entregar la cabeza de Medusa, se encontró en el trayecto a una joven mujer encadenada a una roca en la playa de Jaffa. Utilizando sus sandalias aladas voló hacia ella e intentó liberarla. Pero la propia fémina le solicitó que no lo hiciera, que debía sacrificarse para salvar su reino de la furia de Poseidón. De alguna manera, los padres de la bella mujer encadenada habían provocado el enojo del dios de los mares y éste había decidido mandarles a la bestia Ceto para castigarlos. El oráculo de la ciudad les dijo que la única forma de calmar a la bestia era sacrificando a su hija. Perseo guardó la expresión de la joven para siempre y convenció a sus padres de que la liberasen, que él los ayudaría con la bestia. La única condición era que le entregasen la mano de su hija. Ellos, no muy convencidos, aceptaron. Perseo les consultó por el nombre de la joven y recibió como respuesta “Andrómeda”, un nombre que resultó agradable a los oídos del hijo de Zeus; estaba escuchando el nombre de su futura esposa. Una vez liberada, la furia de la bestia no se hizo esperar atacando a Perseo por sorpresa y llevándoselo al fondo del mar. Todos los testigos pensaron que el héroe había perdido la batalla pero luego vieron a Perseo salir a la superficie y volar gracias a las sandalias aladas de Hermes; levantaba con sus manos a la bestia, la cual estaba convertida en piedra gracias al efecto divino de la cabeza de Medusa. Vencida la bestia y arreglado el matrimonio se realizó un banquete donde asistieron los ciudadanos más importantes de la región. Perseo no tenía ropa adecuada pero logró que le prestaran un himatión blanco que le permitió tapar sus heridas. Andrómeda apareció en el lugar con una corona de flores de tonos claros y un peplo blanco ajustado en la cintura. Pero lo único que veía Perseo eran sus ojos. No podía identificar si aquellas perlas azules brillaban por fuerza propia o el juego de su ropa lograba maximizar su característica. En cualquier caso, había perdido esa expresión de horror que tenía en la playa para ganar otra expresión de felicidad que la embellecía en todo sentido. Aquella alegría circunstancial lograba, para suerte de su admirador, que su sonrisa ganara espacio y cobijara con su brillo el corazón de Perseo.

El hijo de Zeus sentía en todo su ser la necesidad urgente de detener el sufrimiento de su amada Andrómeda. Notar el padecimiento en su rostro resultaba para el guerrero como un frío puñal penetrando en su corazón. Corrió hacia la biblioteca del palacio donde había un centenar de pergaminos. Tiró a varios de ellos de un golpe y comenzó a echarles un vistazo rápido uno por uno. Buscaba algo en especial y no tardó en encontrar el cilindro correcto. Lo desplegó con cuidado y leyó atentamente su texto. Aquella obra pertenecía a un antiguo escritor de las tierras de Oriente. Solía decirse que contenía información real sobre todas las bestias de la región. Perseo buscó sobre Medusa y sus hermanas y encontró cierto dato de utilidad: la sangre extraída del costado derecho de cualquiera de las bestias contenía la facultad de dar o asegurar la vida, mientras que la del lado opuesto favorecía a la muerte.

Estando dispuesto a enfrentarlas, debía asegurar que la sangre cayera sobre Andrómeda. Diseñó entonces una suerte de carretilla para poder llevarla con él. Antes de partir, se dirigió a su habitación y, ante las estatuillas de Atenea y Hermes, rezó solicitándoles a los dioses la mayor fortuna posible. Tomó la espada de Zeus, colocó a su esposa en la carretilla y partió junto a ella hacia el templo más cercano; afuera y lejos de los muros de la ciudad. Al llegar a destino, tomó a Andrómeda en sus brazos e ingresó con ella al sitio. Una vez allí y sin hacerse esperar, aparecieron Esteno y Euríale. El hijo de Zeus colocó con cuidado a su esposa junto a una columna del templo y antes de soltarla definitivamente besó su frente. Al hacerlo, se equiparon en su cuerpo el escudo de Atenea y las sandalias aladas de Hermes.

Perseo miró a las hermanas de Medusa y les confesó el motivo de su visita. Allí estaba él para salvar a su amada con la sangre de las bestias. A pesar de su indomable determinación, les hizo un ofrecimiento: cambiar la condena que ellas habían elegido y castigarlo sólo a él. Las hermanas de Medusa se negaron al cambio y le advirtieron al hijo de Zeus que no podría sacarles ni una gota de sangre. Al notar la falta de interés en la propuesta, Perseo desenvainó su espada y volando gracias a sus sandalias intentó varias ofensivas con el claro propósito de lastimar a sus rivales. Sin embargo, ellas se mantenían intocables. Con cada intento fallido, la angustia de Perseo iba en aumento. A su vez, podía observar el inmenso sufrimiento de Andrómeda lo cual lo desesperaba. El cansancio ganó terreno rápidamente dado que una de las facultades de Esteno era tomar la fuerza de sus enemigos y entregársela a su hermana Euríale. Esta última, con la voluntad de mil guerreros, golpeaba a Perseo cada vez que éste se lanzaba hacia ellas provocando que el héroe terminara en el suelo en cada oportunidad. Pero siempre se volvía a levantar, enceguecido por su máximo objetivo. Ya no luchaba por él ni esa gloria que siempre supo ganar. Luchaba por aquella mujer que le había demostrado que era hombre antes que guerrero y que había más sentimientos que aquellos que derivaban de la espada y la sangre. Tal objetivo lo mantenía en pie; su voluntad estaba por encima de las capacidades superiores de Esteno. Hubiera seguido hasta el fin de los tiempos pero una extraña sensación logró paralizarlo. Detuvo su marcha y giró su cabeza para poder observar a Andrómeda. Soltó la espada y corrió hacia ella ignorando a las bestias. Se arrodilló y buscó, con un temor que nunca había sentido hasta ese momento, el pulso que se mantenía esquivo de la vida. Las manos del héroe temblaban por la desesperación, sus dedos perdían coordinación y frente a sus ojos había una dama sin latidos ni calor. Al percatarse finalmente de la situación, Perseo sólo pudo tener una reacción: fue en ese lugar entre columnas, decoraciones místicas y figuras bestiales; y luego de haber vivido toda clase de batallas, haber enfrentado a un centenar de hombres y haber sobrevivido a todos los peligros que se le presentaron, donde finalmente el héroe rompió en llanto, siendo más humano y vulnerable que nunca. Abrazó el cuerpo de su amada mientras, de sus mejillas, caían las gotas del dolor que terminaban su recorrido impactando sobre el pecho de Andrómeda.

Esteno le dio la espalda a la situación y se retiró del templo. Su hermana se mantuvo allí observando a la pareja micénica. Perseo, desacostumbrado a la resignación, no tardó en enloquecer: dio unos pasos hacia atrás alejándose de Andrómeda y miró al cielo explotando en insultos y maldiciones. Inmediatamente después, una extraña luz ingresó por la entrada del templo y con ella apareció una mujer vestida con un quitón blanco y adornada con decenas de joyas. Su rostro brillaba intensamente impidiendo observarla con atención. A pesar de ello, tanto Perseo como Euríale la reconocieron de inmediato: era la diosa Atenea y llevaba en sus manos la cabeza de Medusa. Se dirigió a Perseo y le dijo que era voluntad de los dioses que se cumpliera el castigo de las bestias para recuperar la justicia perdida con las batallas. Agregó que le iba a entregar la cabeza de Medusa a sus hermanas para que la reparación fuera completa. Al escuchar esas palabras, Perseo enmudeció y quedó prácticamente paralizado mirando a Atenea. Según ella, ya no había posibilidad para Andrómeda. El hijo de Zeus quería gritar pero se contuvo porque sabía que no iba a ser un grito lo suficientemente efectivo como para poder desahogarse por completo. Por lo tanto, lo único que ganaba terreno en su mente era la locura y cuando ella estaba por dominar completamente los pensamientos de Perseo, las palabras de una conmovida Euríale detuvieron el proceso: “Hijo de Zeus, no iré contra el castigo que hemos elegido pero dejo en tus manos la decisión de salvarla puesto que hay una forma que nos excluye de eso y que depende únicamente de tu voluntad: cuando cortaste la cabeza de Medusa no sólo te condenaste al peor castigo posible sino que también has tomado algunas de sus características. La sangre que salga del costado derecho de tu cuerpo la curará pero no sobrevivirás”. El lado negativo de la propuesta no llegó a Perseo y, sin dudar un instante de su deber, tomó su espada, se colocó adecuadamente junto a Andrómeda y se infringió una profunda herida en el costado derecho de su cuerpo. Adormecido por su deseo, no sintió dolor alguno. Su sangre caía sobre la dama y él procuraba mirarla para notar posibles y favorables cambios. Atenea le advirtió que si se lo pedía, ella podría curar esa herida que se había hecho y salvarse del destino al que se estaba condenando. Pero él la ignoró y siguió con el plan. No pudo evitar tomar las mejillas congeladas de Andrómeda y desear que con sus caricias se despertara. Luego de unos minutos, el sacrificio llegó a su punto máximo: la pérdida de sangre debilitó al héroe provocando que su torso cayera sobre el cuerpo de su amada y sólo contaba con la fuerza suficiente para poder observar sus ojos que, cerrados hasta ese momento, se abrieron lentamente recuperando su brillo natural. Tal visión alegró tanto el corazón de Perseo que los jueces de la muerte dudaron de su llegada. Pero su destino estaba sellado: murió en ese instante luego de haber logrado la misión más importante de su vida.

Andrómeda fue recuperando fuerza rápidamente. Para ella, todo había sido como un gran pesadilla y le costaba volver al mundo real. No sabía dónde estaba ni quiénes la rodeaban. Finalmente, buscando comprender su situación, halló a Perseo sin vida. Enloqueció de inmediato y se arrojó sobre su cuerpo, abrazándolo e inundándolo con sus lágrimas. Sin buscar mayores explicaciones que aquellas que la propia circunstancia proporcionaba, corrió hacia Atenea y tomó de sus manos divinas la cabeza de Medusa. Sin apartar la vista de los ojos de la diosa, le dijo: “por favor, llévame con mi marido”. Segundos después, Andrómeda levantó la cabeza de Medusa y miró directamente a sus ojos convirtiéndose en piedra.

La diosa Atenea se conmovió ante los hechos que había presenciado y consideró justo el pedido de Andrómeda. Tomó los cuerpos del matrimonio micénico y los llevó al infinito para que todos los hombres y mujeres pudieran ser testigos del amor que se tuvieron al observar, desde aquel momento y hasta el fin de los tiempos, las eternas constelaciones de Perseo y Andrómeda.

El caso Romeo Montesco

balcon-julietaCon la muerte de Enrique V en Alemania surgió una fuerte disputa sobre quién debía convertirse en el sucesor al trono imperial. Desde la región de Suabia, los poderosos gibelinos llevaron a su representante al poder real. Pero éstos no contaban con el apoyo del Papa ya que su voluntad estaba encaminada en considerar a un representante de la antigua casa de los güelfos como el legítimo heredero al trono en disputa. La fuerte influencia del Papa llevó a que muchas ciudades italianas bajo dominio imperial se independizaran. Fue así que durante largas décadas se dieron numerosas batallas entre estas dos facciones: los güelfos y los gibelinos.

Para mediados del siglo XII, Federico Barbarroja se coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, logrando que los gibelinos se impusieran en todo el territorio alemán. Su ambición desmedida lo llevó a enfrentarse duramente con los sectores cercanos al Papa y se propuso adueñarse de todo el norte italiano. De esta forma, en Italia, “güelfos” y “gibelinos” pasaron a ser, respectivamente, los que apoyaban al Papa y los que defendían la causa imperial.

En general, las ciudades tomaban partido por una de las dos facciones. En la mayoría de los casos lo hacían poniéndose del lado contrario a la elección de su ciudad rival. Sin embargo, también existían ciudades donde la posición no estaba clara debido a conflictos internos que no permitían decantarse sobre alguna de las dos alternativas ideológicas. Una de estas ciudades era Verona donde sus dos principales familias apoyaban causas diferentes: los Montesco colaboraban con la causa güelfa y los Capuleto defendían el proyecto imperial gibelino.

En 1269, Pinamonte Bonacolsi, un político de la ciudad de Mantua que décadas atrás había logrado firmar la paz con Verona, le solicitó al señor Medici de la poderosa ciudad de Florencia que fuera a verlo asegurándole que surgiría de la reunión un acuerdo beneficioso para ambas partes. El cauteloso florentino asistió acompañado de Niccolo, un leal amigo de la familia Medici. Tras breves y formales saludos, el hombre de Mantua expresó sus intenciones: “¿Puede un hombre no tentarse ante la posibilidad de recibir los favores políticos del señor de Florencia? En esta tierra como en la suya lidera la causa papal y no es menos cierto que de la suya todo gibelino ha sido expulsado o asesinado. Pero sólo muere quien está dispuesto a morir por la causa y mata quien está igual de interesado. Ciertamente, desconozco en mí ambas posibilidades. Es por eso que, siendo un gibelino, me atrevo a esta reunión y le solicito el apoyo político que requiero para convertirme en el señor de esta tierra, hoy en manos del güelfo de Alberto de Casalodi. Claro que, dicho así, su interés en el proyecto será débil al no presentar una contra-prestación mejor que servirle incondicionalmente. Es por eso que desde hace un tiempo relativamente corto los días me sonríen y se debe a que la fortuna me ha entregado aquello que me faltaba para ganarme su apoyo. ¿Recuerda, mi señor, un hecho ocurrido hace meses en la ciudad de Verona donde dos jóvenes amantes pertenecientes a familias enfrentadas tomaron la salvaje decisión de separar alma y carne? Deberá recordar que uno de ellos era Romeo Montesco y que su apellido, repudiado por los Capuleto, significa causa güelfa en Verona. Recordará también que el acuerdo de paz con esa ciudad tenía especiales condiciones y una de ellas establecía que si un gibelino mataba a un güelfo el acuerdo quedaba sin efecto. Recientes enfrentamientos han logrado que llegaran a mí confesiones inesperadas. Un boticario de esta tierra manchada de sangre, experto también en el arte del envenenamiento, ha sido el autor material de un crimen aberrante. Ha sido él quien ha envenenado y matado a Romeo Montesco y dice que fue un señor de Verona el que le ha solicitado la tarea. De comprobar que tal acto ha sido planeado por un Capuleto, tendría la excusa perfecta para romper el acuerdo e invadir esa ciudad. Sé que sueña con eso y más; yo sueño con esta tierra. De concretarse el mío, yo abriría camino para el suyo”.

Medici aceptó la oferta de Pinamonte pero entendió que la confesión del boticario no sería suficiente. Por eso, al regresar a Florencia, decidió abrir una investigación al respecto facilitándole a Niccolo todas las facultades necesarias para llegar al fondo del asunto. Su última indicación fue: “Será la verdad lo que se encuentre al final del camino y será lo que busco en todos los casos. Si las palabras de Pinamonte están cercanas a la verdad, el fuego destruirá Verona. En cambio, si resultan mentirosas, mi espada se encontrará con su cuello y un gibelino habrá muerto”.

Le llevó más de un día a Niccolo llegar a Verona. Con los caballos del carruaje agotados se movió lentamente por la ciudad valorando la particular belleza que la noche de esta ciudad presentaba. Rodeada de colinas y con el río Adigio reflejando la iluminación proveniente de las antorchas ubicadas estratégicamente en muros y puentes, y con el fiel reflejo de la luna permitiendo demostrar los límites de la oscuridad, Verona fue transitada por este forastero que avanzó hacia la propiedad de un escritor güelfo conocido como Bandello. Ambos habían peleado en las batallas de Montaperti y eso generó cierta amistad entre ellos, la cual se mantenía a pesar de las distancias gracias a cartas que iban y venían y tendían a tratar sobre arte y política. Niccolo sabía que Bandello estaba especialmente motivado por el supuesto suicidio de Romeo Montesco y su esposa, Julieta Capuleto. Deseaba escribir sobre ello; sentía que el acontecimiento contaba con una energía especial. Niccolo le solicitó que le contara todo lo que sabía al respecto dado que cualquier cosa podría servirle para su investigación. Bandello aceptó con gusto:

– Viejo amigo, desde hace meses no se oye hablar de otra cosa. Desde el preciso instante en el que el puñal ejecutó la autodestructiva decisión de Julieta, la historia de ambos amantes se extendió más allá de los límites de la ciudad. Cada boca se encargó de añadirle un detalle, exagerando lo sucedido y confundiendo a los cazadores de la verdad. Dicen las voces que todo comenzó en una fiesta organizada por los Capuleto. Asistió enmascarado el joven Romeo aunque no muy convencido. Había caído ahí con la intención de olvidar el rechazo de un amor. Uno intenso y fuerte pero ínfimo comparado al que surgió repentinamente cuando en esa fiesta se encontró frente a frente con Julieta. Y en esa situación ambos se convirtieron en títeres de Eros. Ocultándose de enfrentamientos absurdos se casaron en secreto con la ayuda de Lorenzo, un fraile local. Puede uno pensar que el hecho llamó al infortunio puesto que a partir de ese momento hizo su aparición la tragedia llevándose a dos hombres que aparentaban tener un próspero futuro. Mercucio, amigo de Romeo y pariente del señor de Verona, se enfrentó a Teobaldo, primo de Julieta, y murió. Romeo, motivado por la venganza, ocupó el lugar dejado por su amigo y mató a Teobaldo. Desconocemos el castigo del Cielo pero es bien sabido que el señor de esta tierra desterró a Romeo. Tal hecho entristeció a Julieta, aún más que la muerte de su primo. Su padre, confundiendo las razones de sus lágrimas, aceleró el proceso para casarla con otro pariente del señor de Verona, el conde Paris. Así, con su primo muerto y con su amor escapando hacia Mantua, se enfrentaba a un acontecimiento que la haría infeliz hasta el último de sus días. Pero de la desesperación surgió una alternativa. La misma, traída por el fraile, suponía cierto peligro y sus consecuencias aparentes parecen haberlo confirmado. Se le dio a la joven Capuleto un narcótico con la facultad y efecto de dormir y dar aspecto de muerte por cuarenta y ocho horas. Sin embargo, para que esta idea tuviera un feliz desenlace era necesario que el joven Romeo fuera notificado del proyecto. La carta enviada por el fraile para este fin nunca llegó y el joven Montesco fue avisado por una amistad de la muerte de su amada. Salió de Mantua y volvió a su Verona natal, corrió hacia el panteón de los Capuleto y allí encontró, no sólo a Julieta, sino también al conde Paris lamentando la aparente muerte que los convocaba a ambos. El conde malinterpretó las intenciones de Romeo y ambos terminaron en combate. De esta absurda pelea salió fatalmente herido Paris y la muerte no se hizo esperar. Romeo se acercó a Julieta y la besó por última vez. Luego bebió un poderoso veneno que lo fulminó de inmediato. Julieta despertó justo después y ante la muerte de su amado tomó una daga que guardaba aquel en su cinto y dio fin a su vida. Permita el sueño eterno el amor que debieron tener y no pudieron gozar en este mundo. –

– Bandello, estos hechos te inspiran, ¿no es cierto? Imagino que son los sacrificios por amor los que motivan y rechazar la propia vida al no poder transitarla junto al ser amado es algo que genera confusos sentimientos. No son muchos los que harían algo así pero tampoco son pocos los que desprecian una vida donde todo parece inundarse de odio y no surge ninguna luz que atente contra la oscuridad de sus consecuencias. Sin embargo, pregunto, ¿no ha sido el propio Ovidio el que nos ha contado similares hechos en su “Píramo y Tisbe”? Recuerdo también a Jenofonte de Éfeso hablarnos de la separación de dos esposos y de una poción con la facultad de asegurar un sueño profundo en su “Habrócomes y Antía”.-

– No es originalidad lo que busco. De hecho, si el resultado de tu investigación va contra todo lo que te he dicho, escribiré sobre el mito y no lo real. Es lo que se ha creado alrededor lo que me gusta. En mi opinión no es una historia de amor y tragedia sino de esperanza. Además, ninguna de las otras historias transcurre en esta ciudad donde hasta el odio tiene belleza.-

Niccolo decidió dejar en paz a Bandello en cuanto a su actividad y retomó aquello que le interesaba especialmente para su investigación. Entendió que no todos los hechos mencionados podían comprobarse y que la mayoría de ellos provenían de suposiciones o exageraciones. Le preguntó a Bandello sobre el rechazo que pretendía olvidar Romeo en la fiesta de los Capuleto. La mujer que se había negado al amor del joven Montesco era Rosalina, sobrina del señor Capuleto. Bandello le advirtió que había preferido evitarla en su relato porque ciertos testimonios iban contra el supuesto amor legendario. Sirvientes de ambas familias, consultados por el mismo Bandello, le habían comentado que el amor que inicialmente Romeo sentía por Rosalina, no fue reemplazado por el de Julieta sino que este último se sumó al anterior. En cuanto al rechazo del primer objetivo, no era tan intenso como se mencionaba popularmente.

Terminada la charla, el enviado de Florencia se retiró a una propiedad cercana, la cual formaba parte de un arreglo especial entre el señor Montesco y el señor de Florencia, Medici, y que pasó a ser su casa durante la investigación. Se dispuso a descansar y la noche se fue perdiendo entre sueños y vagas conjeturas. Al despertar, las luces del día vaticinaron una ciudad en movimiento. Fiel a su estilo directo, Niccolo se dirigió esta vez a la casa de los Capuleto. Fue recibido inicialmente por los sirvientes, los cuales procedieron de inmediato a notificar su llegada. Aprovechó el florentino para explorar los cuadros de la casa. Siendo la mayoría de ellos retratos pictóricos, consultó a uno de los sirvientes sobre una obra en particular. El sirviente le comentó que el retrato era de Julieta. De cualquier forma la técnica no era muy buena por aquellos días y ciertamente no permitía reconocer los rasgos de la persona real. Justo cuando el interés por el cuadro se fue apagando, pudo escuchar a alguien bajar por las escaleras de la propiedad. Se trataba del señor Capuleto, el cual lo recibió a Niccolo de una manera educada pero con pocas intenciones de colaborar con la causa. El respeto se mantuvo de principio a fin, pero nada podía obligarlo a mostrarse interesado en resolver un asunto relacionado a Romeo Montesco. Dándose cuenta que no conseguiría mucho allí, decidió el florentino hacer una última pregunta y le consultó al Capuleto sobre el retrato. El señor de la casa desmintió al sirviente y dijo que el cuadro era de Rosalina, su sobrina. Respondida su consulta, el florentino comenzó su formal despedida pero antes de retirarse volvió a escuchar a alguien bajar por las escaleras. Se trataba de una joven con una piel blanca y delicada que permitía que su rostro contrastara con la oscuridad de su cabello y de su vestido glorificando a sus ojos azules; los cuales, aunque bellos, se veían tristemente apagados. Podía notarse cierta melancolía en sus gestos pero cuando sus pies tocaron el suelo, levantó y fijó la mirada en Niccolo, mostrándole a éste una belleza natural jamás vista por sus ojos. El señor Capuleto la presentó como Rosalina y ella respondió con un saludo formal. El florentino se apresuró en responder el saludo con la misma cordialidad aunque sin decir palabra alguna. Había enmudecido. El señor Capuleto, colaborando con la despedida ya anunciada, le comentó a ella que el florentino ya se iba. También aprovechó para avisarle a Niccolo que estaba a un día de un baile organizado por él y que si estaba dispuesto a distenderse se podía considerar formalmente invitado. Niccolo agradeció la oferta y prometió hacer todo lo posible para asistir. Se despidió una vez más del señor Capuleto y repitió lo mismo con la señorita para finalmente salir de la propiedad.

Habiendo notado la falta de certeza en los hechos del popular relato decidió ir la propiedad del príncipe de Verona, el señor della Scala. Aún sin invitación no hubo inconvenientes para ingresar pero toda la charla se produjo en un ambiente de cierta hostilidad con hombres armados dispuestos a cualquier cosa ante la mínima orden del señor de la ciudad. El florentino fue directo al objetivo: entendió que dadas las circunstancias del caso seguramente se había realizado algún tipo de informe por los expertos oficiales del príncipe. Inicialmente, el señor de Verona se resistió a entregarle el reporte. Le dijo a Niccolo que había hecho un gran esfuerzo en mantener la paz con las ciudades rivales y al mismo tiempo logró equilibrar la balanza entre güelfos y gibelinos locales. Asumió que todo ese sacrificio podría perderse si se seguía investigando el pasado, por más reciente que fuera. Los válidos argumentos del príncipe no lograron convencer a Niccolo y éste recordó ante todos los presentes que se había firmado un acuerdo de paz y si no colaboraban con la investigación el mismo quedaría sin efecto pudiendo tener temibles consecuencias. A della Scala no le quedó otra que entregar el informe pero antes de que Niccolo se retirase de la propiedad le dijo: “No puedo detenerte pero apelo a tu bondad. Vienes aquí en búsqueda de la verdad y eso hallarás pero bien sabes que ella tiene la facultad de llevarnos a una guerra absurda. Termina con esta locura, Niccolo”.

Luego de la reunión volvió a la casa y analizó el informe. Las horas pasaron y la noche se presentó junto al cansancio. El remedio a tal circunstancia aceleró la llegada de un nuevo día y el mismo los llevó a Bandello y a Niccolo al lugar más importante del caso: el panteón de los Capuleto. El lugar no había sido modificado desde la muerte de los amantes. Ni siquiera las grandes cantidades de sangre en el suelo y en la tumba de Julieta fueron retiradas. El tiempo las convirtió en manchas que decían más del caso que todos los testimonios juntos. Allí, Niccolo compartió con el escritor lo que había notado del informe: la mayoría de los datos, por no decir todos, habían sido proporcionados por el fraile Lorenzo. Si aquel hubiese tenido alguna razón para mentir toda la causa podría ser una farsa. De hecho, fue el que le explicó todo lo sucedido al príncipe y de su boca proviene la versión conocida en la ciudad. Por otro lado, entre los elementos hallados en el lugar y detallados en el informe, no hay referencia alguna del frasco de veneno que supuestamente consumió Romeo. Eso le hacía pensar que si Pinamonte decía la verdad, el envenenamiento del boticario de Mantua había sido planeado con efecto diferido. Pero aún había otra cosa que lo preocupaba más del informe y debía constatarlo con la escena del supuesto suicidio. Según el relato, la joven Capuleto se apuñaló en el pecho pero el informe, que detallaba cómo se habían encontrado los cuerpos, no coincidían con eso. La daga la había atravesado de lado a lado pero el ancho de la herida en la espalda era mayor que el de su pecho. En cuanto a la sangre encontrada en la escena, tenía dos orígenes, lo cual era lógico: el primero se debía al combate en el que fue herido fatalmente el conde Paris; el segundo provenía del supuesto suicidio de Julieta. Sin embargo, la sangre de la joven había tenido una particular caída que estaba relacionada a la profundidad de la herida en su espalda. Niccolo se atrevió a decir lo que Bandello ya sospechaba: “No cometieron suicidio, fueron asesinados”.

El interés por el panteón se perdió de inmediato y procedieron a hacerle una visita al fraile Lorenzo. Éste los recibió cordialmente y respondió a todas sus preguntas. Ellas estaban encaminadas en asegurar el testimonio que le había dado a los oficiales del príncipe. Simplemente se comprometió en decir la verdad y repitió todo lo dicho en el informe. Sin embargo, cuando Niccolo le preguntó si efectivamente era tan sólida la relación entre Romeo y Julieta, prefirió decir que ellos ya estaban en un mejor lugar y que no valía la pena responder ese tipo de preguntas. La respuesta no conformó a Niccolo pero no podía obligarlo a declarar de manera distinta por lo que, antes de irse, sólo le solicitó una muestra más del narcótico que le había dado a Julieta. El fraile no estaba en condiciones de negarse; una cosa era no declarar algo que podría alterar el honor de unos fallecidos y otra muy distinta era no prestar colaboración a una investigación güelfa. Otra muestra apareció y tanto Bandello como Niccolo se fueron a sus respectivas casas.

El día no había terminado y el florentino pudo recordar la invitación al baile de los Capuleto. Partió a la propiedad de los gibelinos locales e ingresó a ella con una máscara que adquirió en la entrada. La fiesta se desarrollaba en el salón principal de la propiedad y allí estaban las personas más importantes de la ciudad exceptuando a della Scala. Caminó entre los invitados y las parejas que bailaban en el centro buscando reconocer algún rostro y encontrar, a su vez, alguna lógica para estar allí perdiendo el tiempo. En un momento de distracción su espalda hizo contacto con una persona y se dio vuelta para disculparse. Se trataba de ella. Las máscaras hacían bien su trabajo pero no podían ocultar la belleza de esos ojos azules y fríos. Aquella que respondía al nombre de Rosalina ignoró el ofrecimiento de disculpas pero Niccolo no se detuvo allí. Le preguntó a la joven si deseaba sumarse al baile. La respuesta, sin ser inmediata ni demasiado calurosa, resultó afirmativa. Tal resultado provocó que Niccolo cayera voluntariamente en una trampa de fantasía con inimaginables consecuencias. Con cada paso y movimiento del baile, la joven evidenciaba naturalmente la delicadeza de sus gestos, los cuales, junto a sus destacados ojos y su mágico perfume, mantenían a Niccolo en un hechizo cruel. El florentino podía sentir al poderoso Eros tensar el arco con su flecha eterna. Pero el silencio ganó al sonido, los músicos callaron sus instrumentos y la aventura se detuvo abruptamente. La pausa de los artistas le permitió a la señorita retirarse sin decir nada ante un confundido Niccolo. Él la vio subir las escaleras para luego perderla de vista. Los músicos volvieron a la acción y también las parejas, las cuales bailaban alrededor de un solitario Niccolo. El florentino, algo abrumado, salió del salón hacia el jardín de los Capuleto. Una vez allí se sentó junto a una fuente y deseó que el aire fresco lo rescatara de la fantasía. Levantó la mirada y pudo notar que las estrellas, vistas desde aquel lugar, parecían más brillantes. Manteniéndose así, se dio cuenta que la joven hechicera se asomaba a uno de los balcones cercanos. A los ojos de Niccolo, su rostro brillaba y no le buscó razón. Pero seguía manteniendo una inquietante tristeza en su mirada. La dama, que antes parecía perdida, observó a Niccolo y le dijo: “Este balcón fue hace un tiempo testigo de un gran amor. Testigo de promesas que ni el tiempo pueden hacer olvidar; de pasiones que enriquecen la vida y la llenan de esperanza. Hoy es testigo de una mentira, de las consecuencias inevitables de las múltiples facetas del odio. Lamentaría mucho que él se equivocara y que la mentira terminase provocando mayor daño del que pretende evitar”. Niccolo no entendía esas palabras y pudo observar como ella regresaba a la habitación. Antes de que lo hiciera le preguntó de quién hablaba pero no obtuvo respuesta. El desconcertado florentino salió de la propiedad en cuanto pudo y regresó a su casa. Una vez allí escribió una carta con todo lo descubierto en el día, incluyendo la curiosa declaración de aquella que lo cautivaba, y la envió a Florencia. El cansancio determinó la actividad siguiente y el florentino se durmió preguntándose si un padre podía ser capaz de matar a su propia hija.

A la mañana siguiente, en la casa de Bandello, tanto el dueño de la propiedad como Niccolo discutieron sobre los pasos a seguir en la investigación. La propuesta de Bandello, peligrosa para su salud al declararse voluntario, implicaba tomar el narcótico dado por el fraile y verificar la duración del efecto. Inicialmente el florentino no estaba de acuerdo pero el escritor logró persuadirlo. Una vez que Bandello bebió el narcótico y cayó en un sueño profundo, Niccolo se retiró advirtiéndoles a los sirvientes de su amigo que le avisaran si algo malo sucedía. Aprovechó para visitar una vez más al señor de Verona y reclamarle la daga que supuestamente utilizó Julieta. Para sorpresa del florentino, della Scala le dijo que nunca la hallaron. Tal respuesta motivó a una fuerte discusión entre ambos. El príncipe se justificó diciendo que Romeo siempre iba con la daga encima y que el fraile lo había visto antes con ella por lo que nadie podía discutir su existencia. Agregó que el no haberla encontrado después podía deberse a una sustracción ilegal por parte de alguna persona más rápida que los investigadores. De todo eso, lo único que escuchó Niccolo fue la mención del fraile. Algo agotado de las irregularidades del religioso salió del lugar sin despedirse y fue en su búsqueda pero no tuvo éxito. Regresó a su casa con un fuerte sentimiento de angustia. Algo le inquietaba pero no podía determinar exactamente qué era. La llegada de la noche facilitó el descanso pero aún en los sueños podía percibirse la falta de armonía.

El nuevo día arribó con fuertes e insistentes golpes en la puerta de la casa. Niccolo, aún algo dormido, atendió a quien interrumpía su descanso. Se trataba de uno de los sirvientes de Bandello trayendo malas noticias. El escritor se había despertado algunas horas antes, lo cual demostraba que el efecto del narcótico no era tan duradero como el fraile decía. Pero luego de despertar, unos hombres ingresaron a su propiedad, lo lastimaron y quemaron las hojas donde el escritor detallaba todo lo que sabía del caso. El sirviente le entregó a Niccolo el único fragmento que quedó intacto, el cual llevaba la frase “tan parecidas”. Pero las noticias no habían terminado y el sirviente le comentó que el fraile Lorenzo había sido asesinado y que el príncipe había requerido la detención urgente del señor Montesco. Ante esto, Niccolo partió de inmediato a la propiedad del señor de Verona. Allí estaba él protegido por todos sus guardias. Sin tiempo de decir nada pudo ver como el señor Montesco llegaba al lugar con su séquito. Inesperadamente, el representante güelfo tomó su espada y entró en combate con della Scala. Niccolo se sorprendió al ver que los guardias no hacían absolutamente nada y al mismo tiempo ni él sabía qué hacer. Finalmente la espada de Montesco alcanzó el corazón de su rival; sangre y muerte aparecieron al instante. Los guardias seguían sin moverse. Fue el propio Montesco el que rompió el silencio: “La carta enviada por el fraile a mi hijo había llegado. La encontraron en Mantua. No cometió suicidio porque él sabía que Julieta estaba viva. El fraile mintió y el príncipe ocultó la verdad. Todo terminó, Niccolo. Medici y la familia della Scala llegaron a un acuerdo: la vida del príncipe a cambio de la integridad de la ciudad y asegurarles que tendrían a otro familiar como nuevo señor de Verona. Medici está llegando con sus hombres y para mañana todos los Capuleto estarán muertos. Puedes volver a Florencia, Niccolo. La causa política está en nuestras manos”.

Esa misma noche llegó Medici a la casa dada a Niccolo. Le comentó a éste que tenía hombres en toda la ciudad y que estaban listos para terminar con los gibelinos locales. Le mostró un artefacto especial que le había comprado a unos comerciantes árabes. Se trataba de un primitivo cañón de mano. Había comprado suficientes como para abastecer a la mitad de sus hombres. Niccolo entendió que la invasión podía llegar a provocar un daño mayor del imaginado.

Las horas pasaron y el sol salió dando comienzo a un día sangriento. Niccolo, sin haber podido dormir en toda la noche, se dirigió a la plaza central de la ciudad donde la batalla ya había comenzado. En ella no había ningún hombre de Medici; era un combate exclusivo entre los Montesco y los Capuleto. Dada esa circunstancia no encontró razón para prestar su ayuda y volvió a su casa. En la puerta de la propiedad, Medici y algunos de sus hombres planeaban el ataque mientras esperaban algunos refuerzos desde Mantua. Niccolo, buscando evitar un uso excesivo de los cañones de mano, pidió colaboración para la construcción de un improvisado ariete tomando como base una carretilla y otros elementos resistentes. Por la tarde, los Capuleto fueron derrotados en la plaza y se retiraron a la mansión. Los Montesco se quedaron allí y dejaron que los Medici se encargaran del resto. Desde Mantua arribaron los últimos refuerzos, la mitad de ellos enviados por Pinamonte Bonacolsi y la otra mitad por Alberto de Casalodi. Llegada la noche, con el ariete terminado y todos los hombres listos para la batalla, comenzó la feroz invasión a la propiedad.

El ariete iba una y otra vez sobre la puerta de la casa de los Capuleto mientras los hombres encargados del artefacto eran protegidos por los que llevaban los cañones de mano de los desesperados intentos defensivos de los custodios de la propiedad. Cuando la puerta cedió, diversos grupos liderados por Niccolo ingresaron a la casa provocando enfrentamientos en distintas partes de ella, especialmente el jardín y el salón principal. En este último sitio se encontraba el señor Capuleto, defendiendo sus dominios con ferocidad. Niccolo avanzó hacia él corriendo entre todos los combatientes. Sus espadas se cruzaron mientras los cañoneros abusaban de sus armas y la casa sufría temibles impactos. La estructura se fue debilitando y con cada estallido se fue manifestando la intención de Medici de reducir todo a cenizas.

El señor Capuleto era talentoso con la espada sin embargo la edad lo hacía lento. Fue allí, en ese lugar de bailes y pasiones, donde el fuego y la sangre ganaron terreno con la firme estocada de Niccolo. Su rival estaba destinado a una muerte rápida.

– ¿Debo conformarme con esto, Capuleto? Es tu sangre la que veo perderse de tu cuerpo. ¿Cuál de todos los pecados ha motivado a tus acciones? Has convocado al ángel de la muerte en el pasado y él ha traído aquí la tragedia. Justicia divina que reclama tu sangre por haber derramado una extensión de ella. Desconozco si su alma se siente vengada, pero muere ante mi el asesino de Julieta. Será Justicia. –

– ¿Por qué me desprecian los dioses? ¿Acaso pretenden que acepte que el indigno mencione su nombre e improvise falsas acusaciones aquí, en mi muerte? No serán acreedores de un falso reconocimiento. Jamás he lastimado a nadie de mi sangre. Muero aquí y digo que si la verdad ha sido evitada no se ha hecho con más intención que prevenir tragedias mayores. –

– ¿Tragedias mayores? –

Niccolo miró a su alrededor. Los hombres seguían peleando repartiendo muerte entre sí. Los proyectiles de los cañoneros habían logrado destruir parte del techo del salón. La escalera principal había quedado totalmente obstaculizada. El fuego había logrado expandirse sobre algunos cuadros. Al verlos, recordó lo que le dijo el sirviente la primera vez que estuvo allí, al igual que la posterior charla con el señor Capuleto; los comentarios existentes sobre la relación entre Romeo y Rosalina; y lo que decía el fragmento que había sobrevivido al fuego de los Capuleto en la casa de Bandello. Una extraña sospecha inquietó de inmediato al florentino. Al no poder subir por las escaleras salió al jardín y apuntó hacia el balcón. Analizó el muro e intentó treparlo. El desgaste del mismo le facilitó a Niccolo la tarea. Una vez alcanzada cierta altura se tomó del borde del balcón para finalmente introducirse en él y llegar a la habitación correspondiente. Allí encontró a la dama que lo había hechizado. Mirándola con ternura, realizó la pregunta que debía en virtud de aquella verdad que buscaba.

– ¿Por qué lo hiciste, Julieta? Ése es tu nombre, ¿no es cierto? –

– El más bello sentimiento de este mundo ha sabido mezclarse con el más horrible de todos. O será una faceta de ambos en la que coinciden tristemente. Comentan hasta el hartazgo de las temibles consecuencias del odio. ¿A qué se debe tanto respeto? Deben saber los que aman que se sufre más con el amor que con el odio. Nada se espera del hombre determinado por nuestro desprecio. Pero del que amamos, ¿no exigimos igual sentimiento? Más se exige de él cuando se encuentra acompañado de sus promesas. Aquí están las consecuencias de un amor golpeado. Tomó mi lugar y bebió de los labios de mi amado el veneno que ya había sentenciado su suerte. Amor y odio se mezclaron en un nuevo sentimiento y tomé su vida. Aquel día en que Rosalina pasó a ser Julieta y Julieta pasó a ser Rosalina murieron ambas. Ella es la falsa Julieta que murió en el panteón y yo soy la Julieta que murió por dejar de ser quien soy. –

Nuevos proyectiles impactaron en la débil estructura. Ciertas columnas cedieron y parte del suelo entre Niccolo y Julieta se desplomó ante sus ojos. No había forma de llegar a ella. La joven Capuleto revisó entre sus pertenencias y sacó la daga que nunca fue hallada en la escena del crimen. El florentino pudo ver en sus ojos y en sus gestos, intenciones que no podía evitar.

– No lo hagas, Julieta. Simplemente no lo hagas. –

– Cruel elemento. Aquí estás junto a mí como una prueba firme de mi más temible capricho. Has llevado muerte a quien no debía recibirla y hoy tendrás la posibilidad de traer justicia. El mito, resultado de las mentiras, marca lo que no fue y debió ser. Siendo un instrumento de muerte, cumple tu destino y concédeme un último deseo como antes has sabido ceder antes mis órdenes. Deja que mi cuerpo aloje tu filo y yo dejaré que me conduzcas fielmente al sueño eterno. –

La joven Capuleto enterró la daga en su pecho impactando en los sentidos de Niccolo. El florentino no podía escuchar nada de lo que sucedía a su alrededor ni ver más que a la bella Julieta. El contexto desapareció por completo creando silencio y una pantalla de oscuridad limitada por la efímera existencia de la joven. Pronto las piernas de Julieta cedieron al debilitamiento y sus rodillas tocaron el suelo. En esa condición, la joven levantó la mirada y la dejó en un punto fijo. Sonrió y sus ojos brillaron como nunca. Extendió su brazo derecho acercando la mano a la razón de su mirada. Sus dedos se movieron otorgando al aire una más de sus codiciadas caricias. Luego de eso, su alma avanzó hacia la luz y arribó a la inmortalidad.

Hamelín

La Novena Cruzada había llegado a su fin y Acre se mantenía como el último bastión cristiano en Tierra Santa. En Europa, la sed de expansión promovía interminables campañas militares y colonizadoras que llevaron a la superpoblada Europa occidental a moverse hacia el este. Para tal fin, el rey Otakar II le cedió a su consejero, el obispo Bruno de Olomouc, un terreno entre las ciudades de Vyskov y Blansko con el objetivo de construir allí una nueva ciudad. El poderoso obispo había nacido en Schaumburg, una localidad cercana a la ciudad de Hamelín. Mantenía una buena relación con su alcalde, Athelwulf, y en un cordial intercambio de cartas, llegaron a un acuerdo secreto.

En enero de 1284, arribó a Hamelín el enviado de Bruno. En una rápida observación pudo darse cuenta de la pobreza del lugar. No había visto en tiempos de paz un lugar tan oscuro y frío como ése. En algunas paredes, en el suelo e incluso en algunas vestimentas podían observarse manchas de sangre que sin duda para él era mejor no buscarles origen. Rostros sucios, miradas hostiles, enfermedad y pecado en cualquier lugar donde dirigiese la vista. Sin embargo, ninguna de esas cosas llamó tanto su atención como la indescriptible e impresionante cantidad de ratas. Se movían por todo el lugar con total libertad, como dueñas de la ciudad. Claro que no era una característica exclusiva de Hamelín. Basta con pensar en la peste negra y todo el daño que causó en Europa tan sólo un siglo después.

Mediante una serie de consultas por las calles logró llegar a la casa del alcalde. Se presentó ante él como Boden, localizador contratado por el obispo de Olomouc. Athelwulf lo recibió cordialmente y le manifestó que tenía una habitación preparada para él. Antes de dejarlo descansar le consultó sobre el viaje que había tenido y algunas cuestiones relacionadas a su pasado. Boden había participado en una de las Cruzadas aunque no dio muchos detalles al respecto. Si bien su pasado no le agradaba, se encontraba en una realidad diferente. No era rico, pero el acuerdo con el obispo incluía perdón de los impuestos por diez años y eso lo dejaba en una situación económicamente cómoda. Cuando las preguntas cesaron, el localizador pudo descansar.

Al día siguiente, el estruendoso sonido de una tuba romana le impidió continuar con su sueño. Lo cual no era malo ya que siempre soñaba con ser asaltado por mamelucos egipcios estando él todavía en Acre. Se vistió rápidamente, busco por toda la casa y no encontró a nadie. Como todavía seguía sonando la tuba decidió salir y encontrar el origen del sonido. Llegó hasta la plaza principal de la ciudad que estaba repleta de gente. En el centro de ella, dos personas: una con la molesta tuba y otra que buscaba comunicar a los ciudadanos un aviso de suma importancia. En el mismo se advertía a los ciudadanos que Bruno, el obispo de Olomouc, estaba buscando colonos para ocupar “una tierra maravillosa”. Boden sonrió; conocía el lugar y sospechaba que por allí había pasado Atila.

No tardó en aburrirse y pensó en volver a la casa. Pero justo antes de moverse, algo llamó su atención. Otro instrumento de viento estaba sonando, pero esta vez no era alarmante ni desagradable. Por el contrario, el sonido era suave y placentero. Buscó con la mirada por todos lados para saber quién estaba tocando. Se le hizo imposible; la multitud le impedía hacer contacto visual. Luego, notó que alguien lo llamaba: Athelwulf. El alcalde avanzó hacia él y le entregó unos documentos. Le dijo que hace unos días habían hecho un censo, como el obispo había pedido, y que allí estaban todos los datos. Juntos marcharon hacia la casa aunque el localizador cada tanto miraba hacia atrás con la esperanza de satisfacer su curiosidad.

Una vez en el lugar y lejos de multitudes que soñaban ocupar una tierra donde no crecía el pasto, se pusieron a analizar los resultados del censo mientras discutían diferentes aspectos relacionados a la ciudad. El localizador le sugirió que organizara una intensa cacería de ratas. El alcalde sonrió y dijo: “si hago eso capaz ellas se organicen y nos expulsen de la ciudad”. El comentario no causó gracia y Boden tuvo que insistir. Si bien faltaba un siglo para que los europeos comprendieran los beneficios de la desratización, algo sospechaba. No podía dejar de asociar a esos inmundos animales con las enfermedades y no se arriesgaba a entregarle al obispo unos colonos enfermos. Le preguntó al alcalde si el sí se atrevía. Allí Athelwulf se dio cuenta que debía hacer algo. La insistencia del localizador con respecto a este tema provocó que en la ciudad, de allí en adelante, lo llamasen a Boden “el cazador de ratas”.

Luego de haber analizado el censo una y otra vez, el “cazador” escribió una carta en la cual, entre otros detalles, destacó especialmente el número “ciento treinta”. Más tarde, entregó la carta al mensajero de la ciudad, el cual partió velozmente hacia la residencia de Bruno. El localizador volvió a su habitación y se dejó vencer por el cansancio.

Por primera vez en mucho tiempo, su sueño fue diferente: se encontraba en la ciudad que realmente lo cobijaba. Era de noche y tan sólo la Luna se atrevía iluminar tristemente las calles que Boden transitaba. Había, dentro del sueño, un elemento especial que lo hacía interesante. Podía escucharse el mismo dulce sonido que el localizador había percibido en las cercanías de la plaza central de la ciudad. En esta fantasiosa oportunidad, sí pudo encontrar al intérprete. Estaba parado sobre un tejado, sosteniendo con ambas manos su instrumento de viento y procurando emitir los sonidos adecuados. No podía distinguirse ningún detalle más; con la Luna de fondo, sólo era una silueta oscura que se contrastaba adecuadamente para llamar su atención.

El sueño llegó a su fin y Boden debía prepararse para un día especial. Al igual que la vez pasada no encontró a nadie en la casa pero al salir de ella pudo ver a Athelwulf acercarse sonriente y con un palo de madera en cada mano. Le entregó uno de ellos y le comentó lo que había hecho mientras el localizador descansaba. Había logrado formar grupos de caza para matar a las ratas y le solicitó a Boden que integrara uno de ellos. El “cazador de ratas” debió asumir las responsabilidades propias de su creciente apodo y aceptó la propuesta del alcalde. La tarea no resultó fácil; no había veneno ni trampas ingeniosamente diseñadas. Tan sólo hombres utilizando objetos contundentes, capaces de causar daño. Pero no bastaba con el exterminio sino que también debía hacerse una buena limpieza de la zona y quemar todo lo que había dejado de vivir. La tarea se realizaba con intensidad pero aunque lo negara, algo estaba afectando a Boden: mientras se llevaba a cabo el trabajo, una vez más, volvió a escuchar ese sonido que buscaba atraparlo. Finalmente, impulsado por su incontrolable curiosidad, decidió rastrear aquello que escuchaba. Incluso ignorando a personas que le hablaban o trataban de llamar su atención. Avanzó por distintas calles y a medida que lo hacía podía notar que se estaba moviendo a zonas peligrosas. La suciedad, las miradas hostiles y la oscuridad del lugar crecían con cada paso que daba. Hasta que finalmente encontró lo que buscaba: una joven mujer, bella a los ojos del cazador, tocaba un caramillo cerca de una pequeña tienda que vendía objetos varios y se encontraba rodeada de niños que la escuchaban con total atención mientras su talento producía las notas más dulces que tanto ellos como Boden habían escuchado. El localizador no detuvo su marcha, pero sus pasos fueron significativamente más lentos cuando pudo al fin verla. La oscuridad y el frío que caracterizaban a la ciudad no parecían existir en ese momento. El cuadro era bello lo cual marchaba contra la lógica de una ciudad inmunda y quizás por eso no tardó mucho en mancharse de realidad: la joven fue golpeada por el vendedor de la tienda, el cual le sustrajo el caramillo advirtiéndole que si no compraba el instrumento no tenía derecho a utilizarlo. Boden, ya adicto a su arte, respondió rápidamente y ofreció comprárselo. La joven huyó del lugar y cuando el localizador pudo finalizar con la transacción, aprovechó para iniciar una persecución y así poder alcanzarla. No tardó mucho en llegar a ella. Al principio se negó a recibir el caramillo. Pero Boden tenía una idea y comenzó por preguntarle su nombre, para saber exactamente a quién debía admirar. De su boca salió “Agnes”. En ese momento, el cazador de ratas le manifestó lo agradable que había sido escucharla, compartió también su identidad, y le hizo una propuesta: ella se quedaba con el caramillo pero debía enseñarle a Boden a tocar igual de bien. La propuesta fue aceptada. Agnes tomó el caramillo y partió hacia su casa. El cazador le había dicho que seguiría el sonido del instrumento para hallarla. Cuando se encontró sólo volvió a notar todos los defectos de la ciudad y regresó a la casa del alcalde.

Una vez que llegó a la puerta de la residencia, se detuvo sin ninguna razón. Cerró los ojos y volvió a oír la melodía que lo enloquecía. Pasaba en un instante de una angustiosa realidad que golpeaba con horror todos los sentidos a una fantasía que endulzaba al menos uno de ellos. Dejó que el día llegara a su fin y que el cansancio promoviera sus sueños. Desde entonces, estar dentro o fuera de ellos era lo mismo.

Los días comenzaban casi siempre de la misma manera. El período de caza de ratas se había abierto por tiempo indefinido al igual que las diversas tareas de higiene que lideraba Boden. En determinado momento, el caramillo volvía a sonar y el localizador se movía de lugar hacia la ubicación de la intérprete. Pasaba la mitad del tiempo escuchándola y la otra mitad aprendiendo de ella.

Por su parte, Agnes le preguntaba al localizador acerca de su vida. Requería, tanto por curiosidad como por seguridad, saber con quién estaba tratando. Además, entre clase y clase, había notado que no era torpe con el instrumento. Ante cada pregunta, Boden buscaba ser lo más sincero posible. Pero entendía que había cierto aspecto impopular del trabajo encomendado por el obispo. Por lo tanto, le manifestó a la joven flautista que había participado en la última Cruzada, que ciertas amistades le permitieron regresar y que había llegado a la ciudad para asegurar el éxito de un negocio entre el alcalde Athelwulf y un amigo de él. Explicó también que no era la primera vez que tocaba un instrumento de viento. En Acre debía dar avisos haciendo uso de uno de ellos.

Interesado en practicar con su propio caramillo, recorrió las calles de la ciudad buscando tiendas donde fabricasen o donde tuviesen unas ya hechas. No tardó mucho en darse cuenta que la ciudad carecía de contenido cultural, lo cual los condenaba a un presente penoso y a un futuro aún más temible. No le quedó más remedio que encargar uno a la ciudad de Schaumburg. Días más tarde, pudo practicar con su propio instrumento.

Las semanas fueron pasando y con ellas se hizo notorio el progreso musical del cazador de ratas. Decidió, pasado un tiempo, aprender a tocar aquella misma melodía que había interpretado Agnes el día que la conoció. Misión que le llevó algunas semanas para llegar a la perfección pero que le permitió un día de marzo sorprenderla a ella en la calle tocando esa bella melodía. Allí, la joven flautista no pudo evitar unirse a él haciendo sonar aquel instrumento que se le había regalado. Juntos lograban generar una especie de magia musical que era tan que poderosa y alegre que atraía sin igual a los curiosos niños; los cuales, sin vergüenza, aprovechaban para jugar alrededor de los dos excelentes músicos. Cuando la música llegó a su fin, la palabra ganó terreno.

Ambos flautistas se quedaron charlando. Agnes trató de compartir un poco más acerca de ella. Aunque la mayoría de los datos proporcionados podían deducirse tomando en cuenta el contexto social en el que se encontraba contó que fue su padre quién le había enseñado a tocar el caramillo, que entre todas las melodías le entusiasmaba especialmente la que habían interpretado juntos, que nunca había llegado a encontrarle el matiz de tristeza del cual hablaba su padre y que de él sólo le quedaba un pequeño legado: un libro viejo y también indescifrable ya que no sabía leer. Dado lo que había observado, Boden no podía creer que alguien en Hamelín tuviera un libro. Logró que Agnes se lo mostrara y luego le ofreció enseñarle a leer. A ella le encantó la idea y aceptó el ofrecimiento sin pensarlo.

El libro resultaba ser muy interesante. Una poesía épica que narraba las dificultades de un grupo de soldados en Medio-Oriente que debían asegurar la salud y el bienestar de los hijos de la nobleza, estando ellos a punto de ser arrasados por crueles invasores. Era curiosamente atractiva la forma en la que el relato tendía a exagerar las virtudes del protagonista utilizando recursos como: “del suspiro que provocó las caídas” o “cien murieron de un golpe”.

Boden nunca había enseñado pero buscó hacerlo de la misma manera en la que había aprendido de Agnes. Ligó cada letra con su sonido correspondiente, mezclando lo visual con lo sonoro para luego pasar a las palabras, desde su lectura hasta la construcción de las mismas. Si bien las clases eran improvisadas y no se respetaba ningún orden, el aprendizaje resultó rápido. Agnes era inteligente y voluntariosa. Poder leer aquello que guardaba con tanto amor y nostalgia la entusiasmaba. Una tarde de fines de abril, la joven intérprete se acercó a Boden leyendo en voz alta unas líneas del libro:

– engañados están porque yo lo he conocido

aquel sentimiento que maravilla los sueños

que reemplaza el frío horror por el calor intenso

y con él se recupera el cariño perdido –

Boden no pudo evitar felicitarla. Testigo de su dedicación, había notado su inconmensurable deseo de obtener conocimientos. Cuando se despidieron y cada uno emprendió viaje a su sitio, analizó en silencio por las calles de la ciudad la forma de satisfacer las ansias de saber que ella tenía. Sus pensamientos fueron tan profundos que le hicieron perder cierta atención de todo lo que lo rodeaba. Cierto hecho provocó que volviese a la realidad: un nervioso mensajero a caballo había llegado al pueblo a toda velocidad y su trayecto, levemente mal calculado, hizo que Boden tuviera que esquivarlo para no ser violentamente atropellado. El localizador lo siguió con la mirada y notó como aquel se detenía frente la casa del alcalde. El mensajero golpeó la puerta y al salir Athelwulf, hizo entrega de una carta urgente.

Por la mañana del día siguiente, la joven Agnes decidió pasear por las calles de la ciudad en dirección a la casa del alcalde, pues sabía que allí se hospedaba Boden. Notó en el camino que había un alto nerviosismo poco habitual. Los hombres de Athelwulf corrían por todos lados y mantenían discusiones entre ellos. Pensó en preguntarle a Boden si sabía algo al respecto y cuando finalmente lo encontró no pudo quedar más sorprendida. El localizador se encontraba ubicando sus posesiones personales dentro de una carreta de transporte que estaba próxima a partir de Hamelín. Agnes apresuró el paso y le preguntó a Boden qué estaba pasando. El localizador, sin mucho entusiasmo, le manifestó que el acuerdo había quedado sin efecto pero tal respuesta no fue suficiente para Agnes. La insistencia provocó un nuevo intento aunque mucho más sincero. Boden se identificó ante ella como uno de los trescientos localizadores de Bruno, el obispo de Olomouc, y que había sido contratado para entregarle más de cien esclavos para trabajar en su nueva posesión. Luego de analizar el censo, le envió una carta con los ciento treinta nombres de los jóvenes que le serían entregados, todos de Hamelín, puesto que así había sido el acuerdo entre él y Athelwulf. Pero todo había cambiado: en la última carta recibida, el obispo manifestó que Su Santidad Martín IV estaba planificando una nueva cruzada y que para facilitar el reclutamiento en Hamelín había programado utilizar los mismos nombres seleccionados por Boden. Por lo tanto, en lugar de trabajar la tierra, estaban siendo elegidos para morir en tierras lejanas.

Agnes no pronunció palabra y se retiró en silencio. Boden, resignado, terminó de colocar sus cosas y, ubicándose en la carreta, abandonó la ciudad donde nunca más volvieron a ver su rostro. Por su parte, la joven intérprete debía convivir con la angustia de la ciudad que estaba por perder a todos sus hijos. Para combatir tanto malestar decidió refugiarse en la lectura, continuando con tranquilidad aquel único libro que poseía. Al llegar al final, notó que faltaba la última hoja.

El 26 de junio de 1284 llegaron a la ciudad cincuenta reclutadores, algunos a pie y otros a caballo. Con la colaboración del alcalde y sus hombres fueron casa por casa tomando a los jóvenes seleccionados y llevándolos a la plaza central. Todos ellos llevaban ropas oscuras y no faltó el espectador que se sintió parte de una ejecución. Cada rostro de los ciudadanos o de los jóvenes expresaba con total claridad algún sentimiento que iba desde la angustia hasta la preocupación. Agnes estaba allí, en la plaza, observando a aquellos que irían a morir. Había un silencio incómodo, los reclutadores esperaban cierta señal para partir. Cuando parecía que la situación no podía extenderse más, cuando todos parecían dispuestos a finalizar con esa falsa calma fue que finalmente pasó: de las casas cercanas a la plaza se fueron parando sobre sus tejados de una a dos personas por cada una de ellas. Vestidos con atuendos de llamativos y variados colores, escondidos todos detrás de graciosas máscaras y con sombreros de formas extrañas, cada uno de ellos poseía un instrumento musical distinto. La mitad de percusión y la otra mitad de cuerda. Con algunos rápidos movimientos permitieron que de los mencionados tejados quedaran colgadas algunas banderas y otro tipo de telas que adornaban el ambiente con alegría. Incluso entre ellos, con notable destreza, lograban pasarse estos elementos creando una especie de conexión colorida y luminosa entre las casas que encerraban a la plaza. Los incrédulos espectadores buscaban miles de explicaciones mientras estos desconocidos se adueñaban de la situación. Justo cuando Agnes se dio cuenta que los únicos que no estaban sorprendidos eran los reclutadores, los instrumentos de percusión empezaron a sonar obteniendo toda la atención. Inmediatamente después fueron surgiendo tímidamente los de cuerda que, a medida que ganaban fuerza, los iba metiendo a los espectadores en el mundo que habían construido a base de notas musicales. No podía negarse el poder relajante que ellas tenían, sin embargo para Agnes no era suficiente. Hacía falta un detalle más si querían llegar a la perfección. Fue así que luego de que todos quedasen inmensamente atraídos empezó a sonar el delicioso sonido de un instrumento de viento maravillosamente ejecutado. Tanto Agnes como el resto de los espectadores buscó con la mirada al talentoso intérprete. Sobre el edificio más alto lo encontraron erguido, tocando su instrumento con mayor seguridad y talento que el resto de sus compañeros. A diferencia de ellos llevaba un antifaz para poder utilizar su instrumento puesto que con una máscara le hubiera resultado imposible. Su vestimenta era similar a los otros pero también poseía una inmensa y colorida capa. Desde la posición de Agnes se le complicaba observarlo detenidamente puesto que aquel tenía el Sol detrás, el más brillante que se había visto por esos días. En determinado momento, el extraño flautista soltó su capa y la ató a una cuerda que conectaba su posición al techo de otro edificio. Se lanzó de un salto lo cual hizo que los espectadores exclamaran sorprendidos. Pero la caída no fue violenta, su capa le permitió deslizarse por la cuerda para finalmente soltarse en un hueco vació entre la multitud. Al llegar al suelo, volvió a tocar de inmediato su instrumento lo cual provocó alegres exclamaciones y aplausos. Mientras tocaba, se movía realizando pasos exagerados y graciosos que generaban risas entre los jóvenes. Giraba sobre sí mismo, daba saltos y seguía tocando, siempre respetando una constante: alejarse de la plaza y moverse por la calle principal hacia la salida de la ciudad. Parecía tener todo bajo control pero alguien deseó romper el hechizo: cuando menos lo esperaba se escuchó un segundo caramillo, lo cual logró que él guardara silencio. La multitud se dividió en dos haciendo que se formara un camino entre ellos que iba desde el flautista hasta su contendiente, Agnes. La joven intérprete tocaba el instrumento mientras miraba fijamente a su rival. Pronto, el flautista volvió a hacer sonar su caramillo aceptando tácitamente el duelo. Los presentes jamás estuvieron en un espectáculo semejante. Dos excelentes músicos mostraban su talento. Aunque muchos creían hasta ese momento que nadie tocaba como Agnes, el misterioso flautista se manifestaba ante todos como un duro rival. Así y todo, la joven intérprete, llena de recursos, logró emitir sonidos aún más bellos que los anteriores logrando con eso que su extraño rival bajara su instrumento. Cuando se consideró vencedora, también benefició al silencio. Pero el flautista tan sólo dejaba lo mejor para el final: hizo girar el instrumento entre sus dedos para luego, en un hábil movimiento, colocarlo en la posición adecuada. Los sonidos volvieron a emitirse y cuando lo hicieron, toda la juventud presente estalló de alegría. Agnes conocía aquella melodía, era la que su padre le había enseñado. Pero había algo distinta en ella. El matiz de tristeza que le había comentado su padre y el cual ella nunca había percibido, fue gloriosamente expresado por el misterioso flautista. Mientras aquél, los reclutadores, los músicos y todos los jóvenes se movían por la calle principal bailando y cantando, uno de esos misteriosos personajes le acercó a Agnes una hoja para luego unirse rápidamente a la marcha.

A los hijos de Hamelín nunca se los volvió a ver. Se dice que tan sólo un año después, cuando Martín IV murió, su sucesor decidió dar marcha atrás con la cruzada y que Bruno aprovechó para que estos hijos se convirtiesen en los padres de la ciudad de Hamlinkov. Por la “calle del flautista” no se escuchó jamás ningún otro instrumento siendo el silencio el más fiel compañero.

Agnes los vio marcharse mientras sostenía aquella hoja en la mano. Cuando entendió que nada podía hacer decidió verla. Era la hoja que faltaba en su libro, la cual contenía las últimas líneas:

– De la realidad a los hijos busco sacarlos

con recuerdos de felicidad y las canciones

que hablan de tiempos alegres y de damas puras

Enseñaré entonces la intensa magia del amor

pues sólo sufre quien ha amado y sólo ríe

aquel que por maravilloso amor ha llorado –