Trapani: La hoz de Saturno

La Gran Guerra había llegado a su fin. También en el pasado había quedado la ambición de aquel poeta soñador que proyectó en Fiume el nacimiento de una utopía corporativista. Luego, la Marcha sobre Roma y el discurso inicial de Benito Mussolini como Primer Ministro de Italia. Un año y pocos meses habían transcurrido desde aquel evento y durante ese tiempo, se consolidaron y fortalecieron los conceptos fascistas que colocaban a la Nación por encima de todo, y al orden y a la disciplina como los mecanismos indispensables para lograr los objetivos de la Patria. El componente totalitarista exigía combatir a todo lo que pretendiera estar fuera del Estado o en su contra. Con ello en mente, el líder fascista concluyó que la existencia de la poderosa mafia siciliana resultaba inadmisible y exigió a sus hombres mostrar la indomable fuerza del Estado.  

En esa situación y ubicado en la zona oriental de la isla de Levanzo, se encontraba Alessandro, un arditi nacido en Pallanza, región de Piamonte, que había sufrido innumerables penurias en las interminables batallas de Isonzo y que, tiempo después, participó con convicción en las escaramuzas de Fiume. Allí estaba, con sus binoculares, buscando distinguir lejanas figuras en la noche mediterránea cuando su compañero de armas, Bruno, interrumpió la exploración para compartir su conocimiento de la zona. Así, señalando un punto al sudeste, dijo: “Allí está Marsala, mi ciudad. Conocida como Lilibea en los tiempos de Cartago, siempre gozó de prosperidad y esplendor como ciudad portuaria. Luego, los árabes la rebautizaron como Marsa Allah, que significa el Puerto de Dios, lo que derivaría en el idioma siciliano a la actual Marsala”. Alessandro lo escuchó atentamente y luego le preguntó por la ciudad a la que debían ir. Bruno, con orgullo regionalista respondió: “La antigua ciudad de Drépano, latinizada como Drepanum, su nombre significa ‘hoz’. Allí murió Anquises, amante de la diosa Venus y padre del héroe troyano Eneas. Fuera de lo mitológico, frente a sus costas, Cartago y Roma se disputaron el mundo. Ciudad portuaria, bella y próspera que fue llamada por los sicilianos como Trapani”.    

Luego de satisfacer su fugaz inquietud cultural, Alessandro miró hacia atrás y observó a los hombres que los acompañaban en la misión, los cuales se encontraban cantando el himno fascista “Giovinezza” con pasión, pero sin armonía. El piamontés le habló nuevamente a Bruno y le indicó que los hiciera descansar, que en seis horas partirían hacia el destino.  

El tiempo determinado por la voluntad del estratega permitió a los miembros de la escuadra fascista renovar fuerzas antes de subirse a una pequeña lancha de desembarco que los llevaría a las costas de Trapani. Allí estaban Alessandro, Bruno y otros ocho escuadristas, con sus uniformes oscuros de camisas negras y armados con revólveres Bodeo Modelo 1889 y carabinas M91 diseñados por Salvatore Carcano.  

Pronto llegaron al puerto de la ciudad de Trapani, donde los esperaban otros cinco colegas que colaboraron con el desembarco en las cercanías de la calle Ammiraglio Staiti. Estos hombres, igualmente uniformados y armados, y que, además, llevaban consigo un potente explosivo, informaron a Alessandro sobre la situación en la zona. Todo parecía estar bajo control. Luego, toda la escuadra se movió a paso ligero por la misma senda hacia la esquina de la calle Torrearsa donde se ubicaba el Teatro Dogana. Bastó una señal de Alessandro para que dos de aquellos integrantes que lo habían recibido en el puerto, colocaran en la puerta de aquel edificio la bomba que tenían en su poder.  

El piamontés conocía los detalles. Ese teatro formaba parte de las propiedades de Vito Cascioferro, una de las figuras más importantes de la mafia siciliana. Don Vito, como lo llamaban, había conformado una extraordinaria organización criminal que podía cuestionar el poder del Estado y eso resultaba intolerable para el movimiento fascista. 

Alessandro, con el objetivo en mente, observó detenidamente el trabajo de los escuadristas. Luego, se dejó conmover por los sonidos de aquel sitio. El Mediterráneo latía y hablaba a través de su majestuosa naturaleza y él podía escucharlo. Así transcurrieron unos segundos hasta que hizo otra señal y sus hombres, obedientes, se alejaron de la puerta. Había comprendido que, si podía escuchar hasta la respiración de sus compañeros de armas, ello significaba que había demasiado silencio en aquel lugar. Se acercó a la puerta del teatro, tocó su estructura con la punta de los dedos de su mano derecha y, sin demasiada fuerza, demostró que la entrada se encontraba abierta. Miró a su alrededor, también a los suyos y, finalmente, con su fusil en mano, ingresó junto a sus compañeros a la propiedad de Don Vito.   

Una vez dentro, el piamontés dividió al grupo y les señaló distintos lugares en el interior del edificio para que los revisaran. Los escuadristas se movieron velozmente, atravesando puertas, habitaciones, salas y cualquier lugar que fuera accesible. Mientras lo hacían, Alessandro se percató que en una de las paredes de la sala principal se encontraba enmarcado un uniforme del regimiento de infantería de Trapani con la característica insignia amarilla y azul. Bruno también la estaba observando y dijo: “Miles de aquí han perdido la vida en Isonzo. Dieron su vida por algo superior. Algo que luego resultó decepcionante”. Alessandro coincidía con sus palabras, pero sabía que no habían sufrido solo los regimientos de Trapani en aquel lugar. Hombres de toda Italia habían ido allí a padecer los horrores de la guerra, especialmente la derrota y la humillación.  

Poco a poco los escuadristas comenzaron a reagruparse en la sala principal. No habían encontrado a nadie. El piamontés miró a su alrededor. Sentía y sabía que algo no estaba marchando según los planes. En un momento, mientras sus pensamientos derivaban en sospechas fundadas, observó a Bruno tomar una carta de uno de los cajones del mueble más cercano al uniforme que habían analizado. El hombre nacido en Marsala colocó aquel escrito entre las páginas de un libro suyo y luego lo guardó entre su ropa. En ese preciso instante, cuando la inquietud de los escuadristas llegaba a su punto más alto, una fuerte explosión en la puerta del edificio los descolocó a todos e hirió a algunos. Sin posibilidad de reacción, pronto comenzaron a observar cómo, desde el exterior, y a través de las enormes grietas provocadas por la explosión, efectuaban disparos y lanzaban bombas incendiarias hacia el interior del edificio. Alessandro y su grupo estaban siendo atacados. Cuando el piamontés se percató de ello y que uno de sus hombres había sido alcanzado por las llamas, con fatal desenlace, organizó sus posiciones para no ser blanco fácil y luego dar una justa respuesta al ataque.  

El Teatro Dogana se había convertido en el escenario de un feroz tiroteo, ello mientras su estructura se debilitaba y las llamas ganaban terreno. Los escuadristas respondieron con valentía, pero no había muchos sitios para resguardarse del ataque enemigo. En pocos minutos, como consecuencia de la clara desventaja que suponía estar en aquella sala, se sumaron otras dos muertes al bando fascista. Alessandro entendió la situación y ordenó la retirada por la puerta en el ala oriental del edificio, que conectaba con la calle Ruggero di Lauria Ammiraglio. Sin embargo, cuando los escuadristas lograron abrir esa puerta, comenzaron a entender la real dimensión del problema: En ese momento, Alessandro y los suyos pudieron ver cómo desde el exterior lanzaban hacia el cielo nocturno una bengala de brillante luz roja. Su hipnótico fulgor iluminó la zona, los rostros de los escuadristas y también las de los hombres que los atacaban. No había nada especial en ellos. Simples matones al servicio de Don Vito. Todos, unos y otros, bañados por el manto rojo de aquel proyectil.  

En ese instante, muchas imágenes invadieron la mente de Alessandro. Eran recuerdos de Isonzo y los incontables enfrentamientos que se habían iniciado de forma similar. Elementos que se repetían una y otra vez: Los silbatos de alarma, las bengalas, los disparos, los compañeros caídos y la sangre de propios y extraños mezclándose en suelo italiano. 

Una nueva ráfaga de disparos sacó a Alessandro de aquellos recuerdos. En la puerta oriental del Teatro Dogana, tres de sus compañeros fueron alcanzados por el ataque enemigo. Tres muertes que exigían encontrar una salida, una solución o el abismo eterno. El piamontés se puso a cubierto y después analizó el interior del edificio. El tiempo estaba en su contra. Sin embargo, cuando la resignación comenzaba a ganar terreno en sus pensamientos, recordó los planos que había analizado para la misión asignada. Había una tercera puerta destinada para uso exclusivo del personal del edificio. Alessandro dio la orden y fueron todos hacia la zona norte del teatro donde hallaron una discreta y diminuta puerta que, una vez abierta, les permitió escapar del lugar.   

Habían logrado salir de una trampa mortal pero todavía existía la posibilidad de caer en otra. Alessandro necesitaba controlar la situación y ordenó la contraofensiva, flanqueando desde la nueva posición a los hombres de Don Vito que seguían ubicados al este del Teatro Dogana. Sus escuadristas obedecieron y sus rápidos movimientos sorprendieron a los enemigos, los cuales, esta vez en clara desventaja estratégica, fueron cayendo uno a uno. En un momento, cuando la refriega se encontraba cerca de su inevitable final, los tres hombres que quedaban del bando enemigo levantaron sus brazos, desarmados, rindiéndose ante los escuadristas. Alessandro y los suyos se acercaron con cautela a ellos. El piamontés, a medida que avanzaba, recordaba con mayor intensidad una situación vivida durante la Gran Guerra. Las imágenes se mezclaban, su presente y su pasado parecían circunstancias destinadas a repetirse hasta el infinito. En su recuerdo, tras un breve combate en las cercanías del río Isonzo, en la cual soldados austro-húngaros vencieron a sus pares italianos, los vencedores tomaron la decisión de fusilar a los derrotados. Alessandro lo había visto todo, a una distancia prudente, sin posibilidad de intervenir.  

Esos recuerdos cedieron ante la nueva realidad. Los arrodillados, aunque italianos, no eran soldados de la Patria sino matones de un jefe mafioso. Uno de ellos llegó a aportar, con cierta burla, la ubicación de la comisaría más cercana para ser entregados allí. En ese momento el piamontés, haciendo uso de su revólver, fusiló a los tres derrotados. La historia volvía a repetirse.  

La acción ejecutada impactó en sus compañeros, pero ninguno la cuestionó. Alessandro podía ver la sorpresa en los rostros de algunos, la decepción en otros y el desconcierto en un tercer grupo. Diferente era el caso de Bruno que parecía gozar de mucha paz y su rostro lucía cierto gesto de satisfacción. El hombre de Marsala rompió con la incomodidad imperante y le dijo al piamontés: “Parece haber vuelto a nosotros el silencio, aquello que se pierde cuando la armonía es derrotada. Se manifiesta ante nosotros lo que luce como una victoria pírrica y es que corresponde reconocer que pronto el objetivo de esta noche se convertirá en cenizas. Sin embargo, no podemos afirmar que hemos ganado la paz. Deberíamos aprovechar, movernos hacia la estación de tren y partir”.  Alessandro asintió y luego le preguntó por aquello que había tomado en el Teatro Dogana. Bruno sonrió, puso su mano derecha en el hombro izquierdo del piamontés y le respondió: “Te lo daré cuando esto haya terminado”.  

La respuesta no satisfizo completamente el interés de Alessandro pero no podía indagar mucho más por el momento. Consideró que Bruno tenía razón, que había que moverse y así lo ordenó. El piamontés y los suyos avanzaron hacia el norte, hasta llegar a la plaza de Sant’Agostino. Allí los recibió el intenso calor de un nuevo enfrentamiento. Desde distintos puntos de aquel espacio abierto les lanzaron una decena de bombas incendiarias para luego continuar con una ráfaga de disparos. Como resultado de aquel ataque sorpresivo, fueron cuatro los escuadristas alcanzados por la emboscada y luego por la muerte. Uno de los proyectiles llegó a rozar el cuello de Alessandro, quien reaccionó lanzándose al suelo para reducir su visibilidad ante el enemigo. Luego, Bruno lo tomó del brazo y lo alejó de la zona, moviéndolo hacia el callejón que conectaba la plaza Scarlatti con la calle Torrearsa, ello mientras los otros escuadristas respondían al ataque.   

Las pulsaciones de Alessandro estaban llegando a su punto más alto. Los disparos, el fuego, los angustiantes gritos de sus compañeros, la sangre en su cuello, todo contribuía a nuevas confusiones. Él estaba en Trapani pero se sentía en Isonzo, en aquel lugar donde murieron el honor y la dignidad, donde tuvo que perder infinidad de veces a compañeros y amigos, y donde estuvo realmente cerca de ser consumido por el temor y la vergüenza.  

De a poco, Trapani volvía a manifestarse ante sus sentidos. Las pulsaciones se fueron normalizando. Los gritos comenzaron a representar reclamos de liderazgo. Sus compañeros necesitaban recibir órdenes. Así, el piamontés, se alejó unos pocos pasos, cerró los ojos y analizó la situación. Luego de unos segundos en los que examinó en su mente el mapa de la ciudad, finalmente le dijo a Bruno: “Sospecho que, cuando fuimos a por los hombres que estaban al este del teatro, los que estaban sobre la calle Torrearsa aprovecharon para preparar esta emboscada. Eso significaría, primero, que no representan un gran número. Caso contrario, ya nos habrían rodeado. Y luego, lo más importante, es que, si tengo razón, esa zona ahora está liberada y podemos movernos por allí y al norte para flanquearlos”. Pensó en sus propias palabras durante unos segundos y luego sentenció: “Sin embargo, si me equivoco, quedaremos expuestos y nos matarán”. Bruno asintió en señal de apoyo y esperó a que Alessandro expresara su orden. De este modo, el piamontés ordenó a los otros escuadristas que resistieran en la zona y a cubierto, mientras Bruno y él buscaban flanquear al enemigo. Así, los hombres nacidos en Pallanza y Marsala se movieron por aquel camino que antes evidenciaba dominio de los hombres de Don Vito pero que, para fortuna de ambos, estaba efectivamente libre de cualquier amenaza. Desde allí se movieron raudamente hacia el norte, hasta la plazoleta de Saturno donde hallaron la Iglesia de Sant’Agostino. Las circunstancias imponían una sola opción: Se persignaron e ingresaron al santuario. 

Una vez dentro de aquel sitio sagrado, Alessandro buscó rápidamente el mejor lugar para atacar a los hombres de Don Vito. Inmediatamente después y sin perder tiempo, le pidió a Bruno que se quedara junto al altar, pasando ambas columnas de bancos de madera, mientras él subía las escaleras de uno de los costados del edificio que lo llevarían a la zona más alta de la iglesia. Desde allí, pudo darse cuenta de una pequeña abertura en una de las paredes que daba hacia la plaza de Sant’Agostino. El tamaño de la brecha era ideal para su objetivo: Le permitía no estar excesivamente expuesto y, a la vez, poder apuntar a los objetivos en la zona. Cuando lo consideró oportuno, realizó el primer disparo, con resultado fatal para uno de los hombres de Don Vito. La pequeña batalla se había reanudado con fuerzas equilibradas: Los sicarios de la mafia gozaban de una leve ventaja numérica; sin embargo, debían protegerse de disparos que recibían desde el sur de la plaza, por parte de los tres escuadristas que había dejado Alessandro en la zona, y desde el oeste, ubicación de la Iglesia, donde el propio piamontés cumplía con su parte. Tras largos minutos y varios caídos del lado enemigo, la victoria escuadrista se manifestaba como inevitable. Movidos por la desesperación, el puñado de hombres de Don Vito que quedaban en la plaza se lanzaron hacia los tres compañeros de armas del piamontés que aguardaban en la zona. El intercambio de disparos se incrementó en un breve lapso en el cual, los aliados de Alessandro perdieron la vida. El piamontés, por otra parte, se benefició del movimiento precipitado de los enemigos, quienes, por la desesperación, habían quedado expuestos y vulnerables, lo cual fue letalmente aprovechado por Alessandro.  

La muerte del último matón de Don Vito en la plaza puso fin a la escaramuza. El piamontés, al darse cuenta de ello, alejó su rifle de la abertura, apoyó su espalda en la pared y cerró los ojos, buscando, con respiración profunda y pausada, ganar calma y paz. Luego, reflexionó sobre todo lo que había ocurrido desde que llegó a la ciudad. Pensó en la misión, la estrategia diseñada, las instrucciones dadas, los aciertos, los errores, entre otros pensamientos que se mezclaban con imágenes de la noche vivida. Buscó, en definitiva, determinar en qué momento todo había comenzado a desmoronarse. Mientras recargaba sus armas y descendía por las escaleras, concluyó que todo había sido consecuencia de una traición. Por lo tanto, todo el operativo, desde su comienzo, había sido gran error. Al llegar a la planta baja, buscó a su compañero con la mirada entre los bancos de madera de aquel sitio. Un vistazo rápido y sin éxito. Antes de poder profundizar la búsqueda, sintió, en uno de sus hombros, el impacto de una bala. Bruno, por primera vez en toda la noche, había disparado con su fusil de cerrojo. 

Alessandro estaba en el suelo de la iglesia. La potencia del disparo y la sorpresa generada, lo desestabilizaron, provocando su inevitable caída, momento en el que su rifle se perdió entre el mobiliario del lugar. Con desesperación, apuro y dolor buscó su revolver. En ese momento, Bruno comenzó a hablar. El sonido de su voz rebotaba entre las paredes del lugar, generando una poderosa reverberación que obstaculizaba identificar su origen. De este modo, el hombre de Marsala le dijo: “Entre los eternos abismos del pasado y del futuro, existe el efímero presente. En el ayer infinito, nació Roma, la ciudad que se convirtió en mundo. Fue aquí, en Trapani, frente a sus bellas costas, donde la loba hambrienta del Lacio venció a Cartago y se consagró como la fuerza dominante del Mediterráneo. Se logró ello gracias a la piedad colectiva, la sagrada virtud de cumplir con nuestro deber para con la patria. Subordinarse a ese algo, superior, del cual todos formamos parte. Sin embargo, el tiempo, que todo lo destruye, erosionó dicha virtud. Con los siglos, avanzó la degradación, hasta que un día cayó Roma y el mundo palideció”.  

Alessandro pudo encontrar su revólver y, manteniendo su posición, apuntó con aquel elemento hacia la zona donde pensaba que podía estar su adversario. Cada segundo, entre dudas y confusión, cambiaba la dirección de su potencial disparo. En ese contexto, Bruno continuó con sus reflexiones: “Recuerdo cuando nos convocaron para el combate. El gobierno liberal quería mostrar una fuerza que no tenía. También recuerdo Caporetto, la última batalla de Isonzo. Allí estuvimos los dos, pero no nos conocíamos. Sí conocimos el agotamiento absoluto, la pérdida de la fe, la derrota total del cuerpo y el alma. Allí murió el espíritu de la Nación. De las cenizas de esa guerra florecieron los movimientos colectivistas, aquellos que reversionaron la piedad colectiva de la Antigua Roma. Otros, con sus banderas rojas, quisieron aprovechar la debilidad del gobierno para promover su versión internacionalista. Nosotros, con el arte del poeta que conquistó Fiume y la guía de nuestro líder, derrotamos a los enemigos de la patria con orden, disciplina, fuerza y amor por la Nación”. Luego de decir esas palabras, Bruno se mostró ante Alessandro, incorporándose entre los bancos de madera. El piamontés, con una reacción casi instintiva, efectuó un par de disparos que impactaron sobre el cuerpo del hombre nacido en Marsala.  

Alessandro se levantó lo más rápido que pudo y se movió hacia Bruno sin dejar de apuntarle en ningún momento. Cuando al final lo tuvo a un metro de distancia se dio cuenta de que su adversario no estaba armado y que sus armas estaban detrás del altar. Luego, analizó sus heridas. Ambos sabían que el final estaba cerca. Bruno, siempre calmo, le dijo: “Así como recuperé el orgullo nacionalista, entendí que debíamos volver a aquello que nos había dado más de un milenio de gloria. Si, como dije, fue aquí en Trapani donde Roma ganó la supremacía mediterránea, podría ser aquí también el comienzo de algo nuevo e igualmente glorioso. No hacía falta algo espectacularmente numeroso, la historia lo ha demostrado. Decidí entonces provocar este conflicto, cuyo desenlace conocía perfectamente. Nuestros compañeros han dado la vida, serán tenidos por héroes y ejemplos a seguir. La victoria sobre los enemigos del Estado servirá de estímulo y lo que hemos vivido hoy puede ser el punto de partida para una nueva Italia unida, poderosa y próspera. Ello siempre que nos acompañe la fortuna y el tiempo no apresure la erosión de la virtud”. Bruno sacó de entre su ropa el libro que Alessandro le había visto en el Teatro Dogana, luego siguió diciendo: “Te había dicho que te daría esto y aquí cumplo mi palabra. Encontrarás en su contenido lo que permitirá arribar al mejor epílogo de esta tragedia. Ahora, como corresponde, es propio de la naturaleza aceptar lo que viene. Parto en paz hacia el olvido”. Alessandro tomó el libro y entre sus páginas estaba la carta que le había visto tomar al hombre de Marsala. En ese instante, Bruno comenzó a cantar, con una voz cada vez más débil, el himno de Italia. El piamontés lo escuchó unos segundos y finalmente se sumó armónicamente al canto. Luego de un breve lapso, la voz de Alessandro quedó en soledad. Su compañero, como lo había anticipado, partió hacia el abismo del olvido.  

El hombre de Pallanza había sobrevivido a las adversidades de esa noche, pero no pudo hacer nada frente al agotamiento. Vencido por el cansancio, cerró los ojos y se dejó llevar por ese estado inconsciente donde se mezclaban recuerdos y fantasías. Así estuvo algunas horas hasta que finalmente abrió los ojos durante el amanecer del nuevo día. Con calma y reflexionando sobre todo lo que había vivido, se levantó del suelo y caminó hacia el exterior. Una vez allí, en la plazoleta que poco había podido observar con anterioridad, se percató de una fuente de agua donde se encontraba una imponente estatua. Dicha obra era una representación del dios Saturno, protector de Trapani y amo del tiempo. Al verlo, recordó lo que Bruno le había dado. Tomó el libro, retiró la carta y la leyó. Aquel escrito detallaba con absoluta precisión los movimientos de mercancías entre Trapani y otras ciudades que efectuaba la mafia. Todas ellas con una localidad en común: Gangi. Aquel sitio, escondite de las organizaciones criminales de Sicilia, debía ser el próximo objetivo.  

Al terminar la carta, se dio cuenta que su ubicación dentro del libro cumplía la función de señalador. Se hallaba entre las páginas del libro cuarto de la obra “Meditaciones” del emperador y filósofo Marco Aurelio. Una frase estaba subrayada: “El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y ésta también va a ser arrastrada”. En el margen próximo a dicha frase, podía verse algo escrito, en lápiz, por Bruno: “Aceptemos nuestro destino y seamos arrastrados a él por la fuerza infinita e indómita del tiempo, cuyo amo y señor es Saturno y su hoz, esta ciudad”.  

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