Eris

En un lugar escondido de la Selva Negra, a diez kilómetros del río Rin y a setenta de la ciudad de Stuttgart, se encontraba un hombre llamado Dieter, resguardado en una improvisada carpa colocada entre los árboles de aquel sitio. Este hombre era un implacable miembro de la Waffen-SS y había avanzado hasta aquella zona con el objetivo de localizar a un alcalde de nombre Franz Leitgeb, el cual había colaborado con los países enemigos, convirtiéndose en un problema que debía solucionarse.

El agente alemán sintió un insoportable dolor de cabeza. No era la primera vez que le sucedía, pero la intensidad parecía ser mayor a las veces anteriores. Apoyó los dedos de su mano derecha en la frente buscando un alivio que sólo conseguiría pasados algunos minutos. Cuando el dolor cesó, se arrodilló y dijo en voz alta: “Yo te juro, Adolf Hitler, como Führer y Canciller del Reich alemán, lealtad y valentía. Te juro a ti y a los superiores a quienes nombres obediencia hasta la muerte”. Luego, se quedó en silencio unos segundos y finalmente remató el juramento diciendo: “Que Dios me ayude”. Inmediatamente después, buscó entre las pocas cosas que lo rodeaban, aquellas que consideraba necesarias para proseguir el viaje: una pistola Luger, una daga, una brújula y un libro que venía leyendo apasionadamente en sus momentos de reposo, y que contenía las principales obras del filósofo y poeta griego Hesíodo: “Los trabajos y los días”, “La teogonía” y “El escudo de Heracles”. Colocó todos los elementos en una mochila cuyos colores se camuflaban con el entorno y salió de la carpa.

Dieter avanzó por la zona orientado principalmente por la brújula y la información que previamente había obtenido sobre su objetivo. Así pasaron algunas horas, con un cansancio que se hacía cada vez más notorio. Sin embargo, todavía estaba lejos de la meta propuesta y no podía darse el lujo de descansar. Con la mente puesta en ello, pudo ignorar gran parte de todo lo que ocurría a su alrededor, incluso su propia fatiga, hasta que, en determinado momento, algo llamó su atención: una manzana dorada que se encontraba brillando en el suelo. Al verla, también notó que no muy lejos y levemente escondida detrás de un árbol se hallaba una llamativa mujer que vestía una túnica negra rasgada que no llegaba a cubrirla por completo. Su piel era blanca, de una blancura que jamás había visto Dieter en una persona viva. El corte lateral de su túnica le permitía tener al descubierto una de sus piernas y no había elemento alguno cubriendo o adornando sus pies. A pesar de ello, su piel parecía no contaminarse con la suciedad del ambiente natural. La mujer observó a Dieter, le sonrió y al hacerlo, todo el entorno oscureció en un instante. Por unos segundos, el agente alemán se sintió en el vacío absoluto, pero luego comenzó a percibir que su cuerpo se hundía en algún tipo de líquido. Era agua, así lo sentía y el nivel de ella fue elevándose hasta llegar al cuello de Dieter. Al principio, el terror parecía dominarlo, pero luego, cuando se estabilizó el nivel del agua, comenzó a sentir algo de paz. Todo era silencio y oscuridad. Así estuvo unos segundos hasta que pudo distinguir a aquella mujer que le había sonreído, sobre una barca y acercándose a él. La mujer rompió el silencio y dijo: “Aquí no hay dolor, no hay sufrimiento, nada te puede hacer daño, sólo hay silencio. Un silencio que puede resultar cómodo, con el que se puede descansar, pasar de un día al otro. Es el silencio de los que no te hablan y, por lo tanto, no te ofenden. Es, en definitiva, el silencio de la indiferencia. Lo reconoces, vives con ese silencio y te agrada. Todo lo demás es ruido, todo lo demás es incomodidad. Querido Dieter, mi nombre es Eris y he venido a destruir la paz de tu mente, a convertir este silencio en el ruido más perturbador, a sacarte de la comodidad, a vulnerar tu falsa resiliencia, a mostrarte lo débil que eres”. Eris sonrió nuevamente, hizo un chasquido con los dedos de su mano derecha y al hacerlo, la oscuridad, el agua y todo lo que Dieter sentía se esfumaron en un instante. El agente estaba en el suelo con la ropa mojada por una lluvia que no podía precisar cuándo había comenzado y a escasos metros de una trinchera enemiga.

Dieter se puso de pie mientras el desconcierto lo seguía dominando, pero luego, los disparos de una ametralladora lograron que su mente se centrara en el objetivo. Se colocó detrás de un árbol y observó con atención todo aquello que lo rodeaba. Frente a sus ojos se encontraba una extensa trinchera cuyo extremo más cercano se ubicaba a escasos metros y el más lejano se perdía en el horizonte. Cada diez metros aproximadamente a lo largo de dicha construcción se habían colocado una serie casi infinita de nidos de ametralladora y el más cercano de ellos se encontraba disparando hacia un objetivo que Dieter no lograba distinguir pero que, para su suerte, no era él. El agente alemán observó su brújula y entendió que debía seguir camino pasando por la trinchera. Las alambradas de púas y los otros obstáculos estratégicamente colocados le impedían rodearla. Detectó entonces que detrás del nido de ametralladora más cercano se encontraba la salida hacia el otro lado de la trinchera. Al no encontrar otro camino, guardó su brújula, tomó su pistola y se dejó caer en la construcción enemiga.

La magnitud de la lluvia estaba comenzando a cesar, pero había sido lo suficientemente intensa como para empantanar el suelo de la trinchera. Dieter, con movimientos lentos y calculados fue avanzando hacia el objetivo. El camino lo llevó primero hasta una zona techada donde había distintos suministros bélicos. Allí pudo encontrar y tomar un subfusil MP40 que pertenecía, en realidad, al ejército de su patria. Siguió avanzando lentamente con esta arma hasta que pudo ver la entrada lateral del nido de ametralladora. En ese momento, los disparos se apagaron y su sonoridad fue reemplazada por risas y carcajadas cuya intensidad iba creciendo a medida que Dieter avanzaba. El agente alemán se ubicó a un costado de la entrada con la idea de resolver el conflicto con una rápida ráfaga de disparos en el preciso instante en el que se pusiera de frente a sus enemigos. Tomó aire, contó mentalmente hasta tres e ingresó en un giro rápido hacia el interior del lugar pretendido, siempre con su subfusil apuntando hacia adelante. Pero allí no había nadie más que Eris, vestida con una túnica gris, sentada sobre una mesa, con las piernas cruzadas y su brazo izquierdo en alto. A medida que elevaba su mano, el volumen de las carcajadas iban creciendo. En el preciso instante en el que la intensidad del sonido se volvió especialmente insoportable, Eris cerró la mano y el silencio desterró a todos los ruidos. Ella habló en ese momento y dijo: “Suele decirse que la risa es contagiosa, pero ello resulta una afirmación totalmente incorrecta cuando el ánimo no acompaña. Los otros ríen, los otros son felices, siempre los otros. Sería adecuado decir, entonces, que cuando la felicidad no puede ser compartida, la risa del otro es muy molesta y motiva los deseos más oscuros. Dime una cosa, ¿nunca sentiste la necesidad de apagar una risa, de contaminar la felicidad del otro con tu angustia? Estoy segura de que sí, Dieter. Has apagado mucho más que risas. Mucha luz se ha perdido en el olvido gracias a tus acciones. Pero ¿qué has ganado?”. Eris chocó las palmas de sus manos y al hacerlo, surgió de ella un destello blanco que cegó a Dieter unos segundos. Transcurrido ese breve lapso, el agente alemán observó a su alrededor. Eris ya no estaba y en su lugar se encontraba una manzana dorada. Mientras una infinidad de palabras resonaban en su cabeza, Dieter dejó el subfusil en la mesa y salió por la puerta del nido de ametralladora que lo llevaba hacia el otro lado de la trinchera.

En el exterior lo esperaban las últimas gotas de lluvia, las luces tenues del atardecer, el descenso repentino de la temperatura y el fresco aroma de la flora circundante. Con su mente invadida por voces desconocidas, siguió avanzando por el sendero marcado por su conocimiento e instinto. Así estuvo otra hora hasta que escuchó detrás de sí el galope de un caballo. Al darse vuelta, pudo ver a Eris con una túnica de tonos dorados sobre un caballo cuyo color de pelaje permitía confundirlo como una extensión de su jinete. Eris y su caballo pasaron a Dieter por un costado y éste, que la seguía con la mirada, pudo observar cómo se hallaba ante él una estructura que antes de girarse no estaba allí. Era una carpa gigante de proporciones titánicas, con una tela brillante de tonos dorados y blancos. A los costados de su entrada se observaban dos estandartes cuya imagen decorativa era una manzana dorada. Eris ingresó con su caballo perdiéndose en la oscuridad de su interior. Dieter dudó unos segundos, observó su brújula, analizó su ubicación y destino y concluyó que debía entrar en aquel sitio y atravesarlo. Finalmente, tomó aire y dio los pasos necesarios para ingresar a la carpa.

Una potente luz blanca sorprendió a Dieter en ese momento. Luego, ésta comenzó a apagarse y al extinguirse por completo, permitió que el agente alemán pudiera ver todo lo que allí había. El interior de la carpa parecía tener dimensiones infinitas. Su techo y sus bordes eran indistinguibles e inalcanzables. El suelo de todo aquel sitio estaba cubierto por incontables alfombras finas de colores y materiales variados. Sobre ellas, había platos, fuentes, bandejas, de materiales brillantes y pulcros, con toda clase de alimentos. También había copas, jarras, botellas, con una gran variedad de bebidas. Todo ello estaba acompañado por bellísimos y coloridos adornos florales, velas, incienso, entre otros elementos que destacaban por sus llamativos colores. Además de lo visual, Dieter percibía los aromas y fragancias más deliciosos de este mundo, originados por la mayoría de los objetos mencionados. Allí estaba él, en un escenario repleto de elementos deseables, pero no estaba solo. En el interior de la carpa, junto a todas las cosas descriptas, se encontraban incontables hombres y mujeres, entregados a la lujuria y transitando con pasión desenfrenada el camino del deseo y el placer. Finalmente, en el centro de todo, una flor gigante, con pétalos dorados, en donde se hallaba recostada Eris vistiendo una túnica de color rojo, cuyo largo parecía más corto que las veces anteriores. Sus labios de idéntico tono contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Eris le sonrió a Dieter y dijo: “Mucho se ha escrito sobre el deseo, la tentación y la envidia. Allí reside el origen de todos los conflictos. Y por más normas divinas que hablen de pecado o normas terrenales que castiguen las acciones motivadas en ello, nada puede evitar que desees estar con la mujer de tu prójimo, o tener sus cosas. Alcanza con verlo feliz con sus posesiones, el deseo hace el resto. Sin embargo, esto también motiva a los hombres al esfuerzo, a obtener lo que desean por medio de acciones ajustadas a la moral. Dieter, dime, ¿deseas algo de esto?”. El agente alemán escuchó todo con atención, se quedó quieto unos segundos y luego, miró una vez más su brújula. Inmediatamente después, centrado en su tarea, avanzó por aquel sitio mientras los gemidos de su alrededor se potenciaban a cada paso. Fue una caminata larga hasta que pudo divisar la salida justo en el punto por el que debía pasar, conforme su propia orientación. En un momento, sin que la ansiedad lo consumiera, pudo salir de ese lugar. Para su sorpresa, Eris lo estaba esperando. Allí, ella le dijo: “Sé que nada de esto te interesa. Aquí estás defendiendo una causa que enfrenta por un lado la masificación del hombre por el colectivismo dictatorial y por el otro, la conquista de lo óntico. Una causa que tiene a tu patria como heredera cultural de algo que nació en Atenas, cuya principal bandera es el ascetismo. Sin embargo, Dieter, que algunos maten por cosas y otros por tierra y sangre, lleva al mismo resultado, ¿no es cierto?”. Eris se acercó a Dieter, tocó con sus dedos una de las mejillas del agente alemán y cerró diciendo: “Lo que viene no lo soportarás”. Inmediatamente después de ese contacto que Dieter sintió frío como el hielo, Eris regresó a la carpa, perdiéndose en la oscuridad de su interior.

Bastaron unos segundos para que el agente de la Waffen-SS retomara la senda de su misión. Estaba anocheciendo y debía acelerar el paso. Perfectamente orientado y sin necesidad de otros elementos siguió avanzando hasta llegar a una de las carreteras de la región, a diez kilómetros de la ciudad de Bühl. Siguiendo esa vía en dirección sudoeste tardaría menos de media hora en hallar la casa de Leitgeb. El estar tan cerca de su objetivo renovó su energía y, con paso ligero, avanzó raudamente hasta llegar a divisar el hogar señalado. Desde un costado del camino y a una distancia estratégicamente calculada, Dieter analizó la situación. Primero, observó la casa. El humo saliendo por la chimenea, las luces proyectándose a través de sus ventanas, los sonidos que en esa noche silenciosa se destacaban y provenían de su interior, todo ello le indicaba, sin excesiva perspicacia, que la casa no estaba vacía. En segundo lugar y no menos importante, en la puerta se encontraba de pie un guardia. Dieter no podía reconocer el uniforme ni el arma que llevaba, pero en su cabeza había pensado distintas formas de neutralizarlo. Sin embargo, recordando los hechos recientes, y luego de largas horas sin haber emitido ninguna palabra, le dijo a quién lo venía atormentando: “Dame unos minutos de lucidez, es todo lo que necesito”. Con la inquebrantable esperanza de haber sido oído por Eris, el agente alemán acomodó su daga y su pistola Luger entre su ropa y avanzó en dirección a la casa. Estaba cada vez más cerca del guardia. En su cabeza había ensayado la maniobra las veces suficientes como para tener la confianza en lograr su cometido. Lo separaban cincuenta metros, luego veinticinco, diez, cinco. El guardia ya lo había visto pero Dieter se acercaba sin expresión alguna imposibilitando que su adversario pudiera diferenciar si estaba allí para matarlo, pedirle una dirección o cualquier otro motivo. Dieter estaba a un cuerpo de distancia, listo para atacar y luego, de forma inesperada, escuchó tras de sí el inconfundible sonido de un vehículo en movimiento. Estaba llegando a la casa otro guardia que venía por la carretera sobre un Volkswagen modelo Kdf-Wagen convertible. Dieter sabía perfectamente que ya era tarde para alejarse, debía improvisar algo. En los años que estuvo entrenando y perfeccionándose había logrado incorporar de forma instintiva ciertas acciones. Sabía aprovechar cualquier descuido por mínimo que fuera. El primer guardia estaba a un brazo distancia, observando el arribo de su compañero. El segundo, por otro lado, estaba descendiendo del vehículo mirando a su colega con un gesto de satisfacción por haber vuelto. Al notar esto, Dieter efectuó en poco más de un segundo dos movimientos rápidos. Con el primero, teniendo la daga en su puño izquierdo, cortó el cuello del primer guardia. Consecuentemente, con el segundo movimiento y con la Luger en su mano derecha, disparó de forma certera a la cabeza del segundo guardia. Posteriormente, y con la tranquilidad de haber tenido éxito, remató al primer guardia de un disparo, también a la cabeza. Había solucionado un problema, pero al ver su pistola humeante entendió que se sumaba otro: resultaba imposible que desde el interior de la casa no escucharan los disparos. Habiendo perdido el factor sorpresa, ingresó al hogar lo más rápido que pudo con su arma en alto.

Una vez dentro, Dieter avanzó por los pasillos de aquel sitio velozmente, pero con el cuidado suficiente de no mostrarse de forma excesiva y vulnerable ante cualquier circunstancia que lo pudiera estar esperando. Así lo hizo, hasta aproximarse a la entrada del comedor. En su interior, entre la mesa y los otros muebles, se encontraba Leitgeb, su esposa y el hijo de ellos, el cual había nacido durante el primer año de la guerra. El alcalde lo esperaba con una escopeta, la cual accionó de forma instintiva al ver al invasor de su hogar. Dieter llegó a ponerse a cubierto en uno de los costados de la entrada. Las pulsaciones iban en aumento en todos los presentes. Dieter dejó que el silencio ganara terreno buscando que su adversario se confiara y luego, cuando lo encontró conveniente, giró hacia el interior del comedor lanzándose al suelo. En ese preciso instante, ambos dispararon. Leitgeb erró su tiro, pero Dieter acertó el suyo, dirigido al pie derecho de su adversario. Inmediatamente después, con un segundo disparo, la vida del alcalde llegó a su fin. Luego, entre asustada y furiosa, la esposa de Leitgeb se lanzó hacia Dieter con un cuchillo poco afilado de aquel comedor. El agente de la Waffen-SS, mientras se ponía de pie, respondió con un certero disparo que fulminó a la mujer en un instante. Luego, miró a su alrededor y se acercó lentamente hacia el niño que había presenciado el asesinato de sus padres. El hijo del alcalde, mientras lloraba inconsolablemente, sintió cómo el metal del arma del verdugo de sus progenitores se apoyaba en su frente. Dieter lo miró a los ojos y luego algo le llamó la atención. En una de las paredes del comedor se podía ver la hoja de un diario, perfectamente enmarcada con doble cristal. Dejó en paz al niño y se acercó a aquella hoja. Era la tapa del diario Der Neue Tag, de fecha 2 de mayo de 1945, cuyo título de portada, junto a la imagen de Adolf Hitler, decía: “El líder cayó en batalla”. El contenido del artículo detallaba sobre la muerte de Hitler y la llegada al poder de su sucesor, el Gran Almirante Karl Donitz. Dieter no entendía lo que tenía frente a sus ojos. Dominado por el desconcierto volvió a sentir un dolor de cabeza insoportable. Tomándose la frente con una de sus manos y con la otra buscando estabilidad entre las paredes y muebles de aquel lugar, fue moviéndose con dificultad hacia la salida. Sin darse cuenta en qué momento había sucedido y cómo, finalmente se halló del otro lado de la puerta, recibiendo el aire fresco del exterior.

Dieter cerró los ojos y respiró de forma lenta y profunda por unos segundos. Dicho lapso fue suficiente para llevar algo de alivio a su sufrimiento. Volvió a abrir los ojos y se puso a observar el exterior. Los guardias no estaban, tampoco el vehículo. Sin embargo, sí había algo nuevo sumándose a la escena. Del otro costado de la carretera había aparecido una casa idéntica a la de Leitgeb. Su fachada tenía un tono más claro con detalles dorados y finos. La puerta de la entrada estaba abierta y en ella se encontraba Eris. Ella había abandonado las túnicas para vestir un elegante vestido blanco. Su cabello rubio, perfectamente peinado con ondas, adquiría tonalidades rojizas con la iluminación. Una vez más, sus labios de rojo carmesí contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Su piel, aún blanca, había adquirido la vida que la palidez previa cuestionaba. Allí estaba ella, reconocible pero distinta, descalza, en puntas de pie, sonriente, con un brazo extendido y diciendo con pasión: “¡Ven, Dieter! La cena está casi lista”. El agente alemán se dejó llevar por la curiosidad y avanzó hasta el interior de esa casa.

Una vez allí, Eris lo recibió con un abrazo cálido, que luego coronó con un beso lleno de amor y ternura. En ese momento, Dieter se dio cuenta que ella llevaba colgado del cuello un brillante dije de oro con forma de manzana. Eris tocó suavemente y por unos segundos esa joya, luego, tomó de la mano a Dieter y lo guió hasta el comedor. Allí, el agente alemán percibió placenteramente el aroma de la comida casera recién hecha. El sitio contaba en uno de sus rincones con un tocadiscos, el cual reproducía en ese momento algo de jazz, lo que la censura nazi había llamado “arte degenerado”. La mesa estaba preparada con tres platos, cubiertos, copas, una botella de vino y una bandeja grande en el centro que contenía en recipientes separados la cena de la noche: salchichas con puré de papas, panes, pretzeles y chucrut. Contemplando todo eso, Dieter se sentó a la mesa y en el preciso instante en el que lo hizo escuchó el descenso apurado por las escaleras de una tercera persona en la casa. Era un niño de muy poca edad, pero la suficiente como para decir, como Dieter lo escuchó: “¡Padre, estás aquí!”. El agente alemán y el niño se fundieron en un abrazo. Eris interrumpió suavemente y, con una sonrisa, solicitó que se sentaran para comenzar la cena. Así lo hicieron y dieron comienzo a aquel especial encuentro. Los minutos fueron pasando con un Dieter cada vez más cómodo e inmerso en la vivencia. El niño se mostraba curioso sobre su trabajo y Eris aprovechaba para explicarle que con su esfuerzo podía dar sustento a la familia. Ella se mostraba sonriente, feliz, cálida y amorosa. Todas las palabras que emitía parecían proyectadas con el objetivo de destacar, en general, el deseo de bienestar como motor del trabajo y, en particular, el esfuerzo de Dieter como medio para obtener lo deseado. Todas y cada una de las palabras que ella decía lo hacían sentir al agente alemán valorado y admirado. En un momento de la noche, Dieter ingirió el bocado que le permitió terminar su plato. Cuando lo hizo, observó cómo, sobre la mesa, caían unas partículas de polvo y escombros provenientes del techo. Levantó la mirada y pudo ver que la estructura sobre su cabeza había cambiado. No había un techo completo y sano sino un hueco con bordes carbonizados y endebles, como si aquella estructura hubiera sido alcanzada por algún explosivo. Bajó la mirada y todo era distinto. El niño no estaba, tampoco la mesa. La música se había detenido. Las luces se apagaron. Los colores se habían perdido en un manto de oscuridad, sombras, polvo y cenizas. Frente a él ya no estaba Eris en su forma luminosa. Por el contrario, había vuelto a su versión más oscura y monocromática. Había perdido toda su calidez. Emanaba angustia y frío. En ese instante, Dieter fue desbordado por una infinidad de imágenes y recuerdos que impactaron en su mente. Luego, como una consecuencia inevitable, volvió a sentir un dolor que parecía destrozarlo por dentro. Se levantó con dificultad y de igual forma salió de la casa.

Una vez fuera, observó que a un costado de la carretera se encontraba un árbol caído. Fue hasta allí, se sentó sobre él y esperó unos segundos hasta que la intensidad del dolor disminuyó por completo. Luego, sintiendo la presencia de Eris, le dijo: “En algo te equivocaste. Jamás me importó la causa. Pero el mundo entero quería reducirnos a cenizas. Y antes que todo, soy alemán. Por orgullo o por amor a mi patria fui transitando este camino que me llevó primero, a integrar la unidad de operaciones especiales de la Waffen-SS y luego, a establecerme en el frente oriental. Muchas misiones. Una tras otra. Eran exitosas pero los rusos eran imparables. Cuando nos dimos cuenta, ya era tarde. Comenzábamos a retroceder en todos los frentes. Al jefe de mi unidad lo enviaron a rescatar a Mussolini. Luego, participó en otra locura y los ingleses lo querían muerto. A él y a los que estábamos en su unidad. Para ese momento, yo estaba de regreso en Berlín”. Dieter sacó una vez más su brújula, la observó y accionó un discreto dispositivo en ella que permitía separarla en dos mitades. Al hacerlo, de su interior sacó un collar con un dije de oro en forma de manzana. Con la joya entre sus dedos, siguió diciendo: “Al volver, compré esto. Quería dártelo, pensaba que podía gustarte. Siempre te gustó el mito de la manzana dorada. Sin embargo, por aquellos días, los espías enemigos buscaban a nuestro jefe de unidad desesperadamente. Un traidor llamado Leitgeb dio algunos nombres de los que formábamos parte del grupo. Muchos fueron víctimas de ataques que terminaron siendo trágicamente letales. En mi caso, trataron de borrarme con un explosivo. Pero Leitgeb cometió un error. No les dijo mi dirección, sino la tuya. Y así fue como perdí para siempre lo único que realmente me importaba». Dieter sacó su pistola Luger y se quedó observándola en silencio. Seguía sintiendo la presencia de Eris en su forma más angustiante. En ese momento escuchó de ella las últimas palabras de aquella noche: “Allí está, puedo sentirlo. Es la fase enfermiza de la soledad. El silencio que es cómodo y angustia a la vez. Ese vacío que cultiva los pensamientos de la derivación maligna del orgullo. Eso que te dice y recuerda una y otra vez lo que deseas, lo que ves en los otros y nunca tendrás. Muchos llenan ese silencio con un ruido que resulta igualmente molesto e insoportable. Lo siento, Dieter. No soy la Eris que alguna vez amaste. Yo soy la discordia y la envidia. Soy la que destruirá tu paz o te impedirá volver a ella. Pero, al mismo tiempo, soy lo contrario a la soledad. Dieter, no te preocupes, yo siempre estaré a tu lado”.

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