Trapani: La hoz de Saturno

La Gran Guerra había llegado a su fin. También en el pasado había quedado la ambición de aquel poeta soñador que proyectó en Fiume el nacimiento de una utopía corporativista. Luego, la Marcha sobre Roma y el discurso inicial de Benito Mussolini como Primer Ministro de Italia. Un año y pocos meses habían transcurrido desde aquel evento y durante ese tiempo, se consolidaron y fortalecieron los conceptos fascistas que colocaban a la Nación por encima de todo, y al orden y a la disciplina como los mecanismos indispensables para lograr los objetivos de la Patria. El componente totalitarista exigía combatir a todo lo que pretendiera estar fuera del Estado o en su contra. Con ello en mente, el líder fascista concluyó que la existencia de la poderosa mafia siciliana resultaba inadmisible y exigió a sus hombres mostrar la indomable fuerza del Estado.  

En esa situación y ubicado en la zona oriental de la isla de Levanzo, se encontraba Alessandro, un arditi nacido en Pallanza, región de Piamonte, que había sufrido innumerables penurias en las interminables batallas de Isonzo y que, tiempo después, participó con convicción en las escaramuzas de Fiume. Allí estaba, con sus binoculares, buscando distinguir lejanas figuras en la noche mediterránea cuando su compañero de armas, Bruno, interrumpió la exploración para compartir su conocimiento de la zona. Así, señalando un punto al sudeste, dijo: “Allí está Marsala, mi ciudad. Conocida como Lilibea en los tiempos de Cartago, siempre gozó de prosperidad y esplendor como ciudad portuaria. Luego, los árabes la rebautizaron como Marsa Allah, que significa el Puerto de Dios, lo que derivaría en el idioma siciliano a la actual Marsala”. Alessandro lo escuchó atentamente y luego le preguntó por la ciudad a la que debían ir. Bruno, con orgullo regionalista respondió: “La antigua ciudad de Drépano, latinizada como Drepanum, su nombre significa ‘hoz’. Allí murió Anquises, amante de la diosa Venus y padre del héroe troyano Eneas. Fuera de lo mitológico, frente a sus costas, Cartago y Roma se disputaron el mundo. Ciudad portuaria, bella y próspera que fue llamada por los sicilianos como Trapani”.    

Luego de satisfacer su fugaz inquietud cultural, Alessandro miró hacia atrás y observó a los hombres que los acompañaban en la misión, los cuales se encontraban cantando el himno fascista “Giovinezza” con pasión, pero sin armonía. El piamontés le habló nuevamente a Bruno y le indicó que los hiciera descansar, que en seis horas partirían hacia el destino.  

El tiempo determinado por la voluntad del estratega permitió a los miembros de la escuadra fascista renovar fuerzas antes de subirse a una pequeña lancha de desembarco que los llevaría a las costas de Trapani. Allí estaban Alessandro, Bruno y otros ocho escuadristas, con sus uniformes oscuros de camisas negras y armados con revólveres Bodeo Modelo 1889 y carabinas M91 diseñados por Salvatore Carcano.  

Pronto llegaron al puerto de la ciudad de Trapani, donde los esperaban otros cinco colegas que colaboraron con el desembarco en las cercanías de la calle Ammiraglio Staiti. Estos hombres, igualmente uniformados y armados, y que, además, llevaban consigo un potente explosivo, informaron a Alessandro sobre la situación en la zona. Todo parecía estar bajo control. Luego, toda la escuadra se movió a paso ligero por la misma senda hacia la esquina de la calle Torrearsa donde se ubicaba el Teatro Dogana. Bastó una señal de Alessandro para que dos de aquellos integrantes que lo habían recibido en el puerto, colocaran en la puerta de aquel edificio la bomba que tenían en su poder.  

El piamontés conocía los detalles. Ese teatro formaba parte de las propiedades de Vito Cascioferro, una de las figuras más importantes de la mafia siciliana. Don Vito, como lo llamaban, había conformado una extraordinaria organización criminal que podía cuestionar el poder del Estado y eso resultaba intolerable para el movimiento fascista. 

Alessandro, con el objetivo en mente, observó detenidamente el trabajo de los escuadristas. Luego, se dejó conmover por los sonidos de aquel sitio. El Mediterráneo latía y hablaba a través de su majestuosa naturaleza y él podía escucharlo. Así transcurrieron unos segundos hasta que hizo otra señal y sus hombres, obedientes, se alejaron de la puerta. Había comprendido que, si podía escuchar hasta la respiración de sus compañeros de armas, ello significaba que había demasiado silencio en aquel lugar. Se acercó a la puerta del teatro, tocó su estructura con la punta de los dedos de su mano derecha y, sin demasiada fuerza, demostró que la entrada se encontraba abierta. Miró a su alrededor, también a los suyos y, finalmente, con su fusil en mano, ingresó junto a sus compañeros a la propiedad de Don Vito.   

Una vez dentro, el piamontés dividió al grupo y les señaló distintos lugares en el interior del edificio para que los revisaran. Los escuadristas se movieron velozmente, atravesando puertas, habitaciones, salas y cualquier lugar que fuera accesible. Mientras lo hacían, Alessandro se percató que en una de las paredes de la sala principal se encontraba enmarcado un uniforme del regimiento de infantería de Trapani con la característica insignia amarilla y azul. Bruno también la estaba observando y dijo: “Miles de aquí han perdido la vida en Isonzo. Dieron su vida por algo superior. Algo que luego resultó decepcionante”. Alessandro coincidía con sus palabras, pero sabía que no habían sufrido solo los regimientos de Trapani en aquel lugar. Hombres de toda Italia habían ido allí a padecer los horrores de la guerra, especialmente la derrota y la humillación.  

Poco a poco los escuadristas comenzaron a reagruparse en la sala principal. No habían encontrado a nadie. El piamontés miró a su alrededor. Sentía y sabía que algo no estaba marchando según los planes. En un momento, mientras sus pensamientos derivaban en sospechas fundadas, observó a Bruno tomar una carta de uno de los cajones del mueble más cercano al uniforme que habían analizado. El hombre nacido en Marsala colocó aquel escrito entre las páginas de un libro suyo y luego lo guardó entre su ropa. En ese preciso instante, cuando la inquietud de los escuadristas llegaba a su punto más alto, una fuerte explosión en la puerta del edificio los descolocó a todos e hirió a algunos. Sin posibilidad de reacción, pronto comenzaron a observar cómo, desde el exterior, y a través de las enormes grietas provocadas por la explosión, efectuaban disparos y lanzaban bombas incendiarias hacia el interior del edificio. Alessandro y su grupo estaban siendo atacados. Cuando el piamontés se percató de ello y que uno de sus hombres había sido alcanzado por las llamas, con fatal desenlace, organizó sus posiciones para no ser blanco fácil y luego dar una justa respuesta al ataque.  

El Teatro Dogana se había convertido en el escenario de un feroz tiroteo, ello mientras su estructura se debilitaba y las llamas ganaban terreno. Los escuadristas respondieron con valentía, pero no había muchos sitios para resguardarse del ataque enemigo. En pocos minutos, como consecuencia de la clara desventaja que suponía estar en aquella sala, se sumaron otras dos muertes al bando fascista. Alessandro entendió la situación y ordenó la retirada por la puerta en el ala oriental del edificio, que conectaba con la calle Ruggero di Lauria Ammiraglio. Sin embargo, cuando los escuadristas lograron abrir esa puerta, comenzaron a entender la real dimensión del problema: En ese momento, Alessandro y los suyos pudieron ver cómo desde el exterior lanzaban hacia el cielo nocturno una bengala de brillante luz roja. Su hipnótico fulgor iluminó la zona, los rostros de los escuadristas y también las de los hombres que los atacaban. No había nada especial en ellos. Simples matones al servicio de Don Vito. Todos, unos y otros, bañados por el manto rojo de aquel proyectil.  

En ese instante, muchas imágenes invadieron la mente de Alessandro. Eran recuerdos de Isonzo y los incontables enfrentamientos que se habían iniciado de forma similar. Elementos que se repetían una y otra vez: Los silbatos de alarma, las bengalas, los disparos, los compañeros caídos y la sangre de propios y extraños mezclándose en suelo italiano. 

Una nueva ráfaga de disparos sacó a Alessandro de aquellos recuerdos. En la puerta oriental del Teatro Dogana, tres de sus compañeros fueron alcanzados por el ataque enemigo. Tres muertes que exigían encontrar una salida, una solución o el abismo eterno. El piamontés se puso a cubierto y después analizó el interior del edificio. El tiempo estaba en su contra. Sin embargo, cuando la resignación comenzaba a ganar terreno en sus pensamientos, recordó los planos que había analizado para la misión asignada. Había una tercera puerta destinada para uso exclusivo del personal del edificio. Alessandro dio la orden y fueron todos hacia la zona norte del teatro donde hallaron una discreta y diminuta puerta que, una vez abierta, les permitió escapar del lugar.   

Habían logrado salir de una trampa mortal pero todavía existía la posibilidad de caer en otra. Alessandro necesitaba controlar la situación y ordenó la contraofensiva, flanqueando desde la nueva posición a los hombres de Don Vito que seguían ubicados al este del Teatro Dogana. Sus escuadristas obedecieron y sus rápidos movimientos sorprendieron a los enemigos, los cuales, esta vez en clara desventaja estratégica, fueron cayendo uno a uno. En un momento, cuando la refriega se encontraba cerca de su inevitable final, los tres hombres que quedaban del bando enemigo levantaron sus brazos, desarmados, rindiéndose ante los escuadristas. Alessandro y los suyos se acercaron con cautela a ellos. El piamontés, a medida que avanzaba, recordaba con mayor intensidad una situación vivida durante la Gran Guerra. Las imágenes se mezclaban, su presente y su pasado parecían circunstancias destinadas a repetirse hasta el infinito. En su recuerdo, tras un breve combate en las cercanías del río Isonzo, en la cual soldados austro-húngaros vencieron a sus pares italianos, los vencedores tomaron la decisión de fusilar a los derrotados. Alessandro lo había visto todo, a una distancia prudente, sin posibilidad de intervenir.  

Esos recuerdos cedieron ante la nueva realidad. Los arrodillados, aunque italianos, no eran soldados de la Patria sino matones de un jefe mafioso. Uno de ellos llegó a aportar, con cierta burla, la ubicación de la comisaría más cercana para ser entregados allí. En ese momento el piamontés, haciendo uso de su revólver, fusiló a los tres derrotados. La historia volvía a repetirse.  

La acción ejecutada impactó en sus compañeros, pero ninguno la cuestionó. Alessandro podía ver la sorpresa en los rostros de algunos, la decepción en otros y el desconcierto en un tercer grupo. Diferente era el caso de Bruno que parecía gozar de mucha paz y su rostro lucía cierto gesto de satisfacción. El hombre de Marsala rompió con la incomodidad imperante y le dijo al piamontés: “Parece haber vuelto a nosotros el silencio, aquello que se pierde cuando la armonía es derrotada. Se manifiesta ante nosotros lo que luce como una victoria pírrica y es que corresponde reconocer que pronto el objetivo de esta noche se convertirá en cenizas. Sin embargo, no podemos afirmar que hemos ganado la paz. Deberíamos aprovechar, movernos hacia la estación de tren y partir”.  Alessandro asintió y luego le preguntó por aquello que había tomado en el Teatro Dogana. Bruno sonrió, puso su mano derecha en el hombro izquierdo del piamontés y le respondió: “Te lo daré cuando esto haya terminado”.  

La respuesta no satisfizo completamente el interés de Alessandro pero no podía indagar mucho más por el momento. Consideró que Bruno tenía razón, que había que moverse y así lo ordenó. El piamontés y los suyos avanzaron hacia el norte, hasta llegar a la plaza de Sant’Agostino. Allí los recibió el intenso calor de un nuevo enfrentamiento. Desde distintos puntos de aquel espacio abierto les lanzaron una decena de bombas incendiarias para luego continuar con una ráfaga de disparos. Como resultado de aquel ataque sorpresivo, fueron cuatro los escuadristas alcanzados por la emboscada y luego por la muerte. Uno de los proyectiles llegó a rozar el cuello de Alessandro, quien reaccionó lanzándose al suelo para reducir su visibilidad ante el enemigo. Luego, Bruno lo tomó del brazo y lo alejó de la zona, moviéndolo hacia el callejón que conectaba la plaza Scarlatti con la calle Torrearsa, ello mientras los otros escuadristas respondían al ataque.   

Las pulsaciones de Alessandro estaban llegando a su punto más alto. Los disparos, el fuego, los angustiantes gritos de sus compañeros, la sangre en su cuello, todo contribuía a nuevas confusiones. Él estaba en Trapani pero se sentía en Isonzo, en aquel lugar donde murieron el honor y la dignidad, donde tuvo que perder infinidad de veces a compañeros y amigos, y donde estuvo realmente cerca de ser consumido por el temor y la vergüenza.  

De a poco, Trapani volvía a manifestarse ante sus sentidos. Las pulsaciones se fueron normalizando. Los gritos comenzaron a representar reclamos de liderazgo. Sus compañeros necesitaban recibir órdenes. Así, el piamontés, se alejó unos pocos pasos, cerró los ojos y analizó la situación. Luego de unos segundos en los que examinó en su mente el mapa de la ciudad, finalmente le dijo a Bruno: “Sospecho que, cuando fuimos a por los hombres que estaban al este del teatro, los que estaban sobre la calle Torrearsa aprovecharon para preparar esta emboscada. Eso significaría, primero, que no representan un gran número. Caso contrario, ya nos habrían rodeado. Y luego, lo más importante, es que, si tengo razón, esa zona ahora está liberada y podemos movernos por allí y al norte para flanquearlos”. Pensó en sus propias palabras durante unos segundos y luego sentenció: “Sin embargo, si me equivoco, quedaremos expuestos y nos matarán”. Bruno asintió en señal de apoyo y esperó a que Alessandro expresara su orden. De este modo, el piamontés ordenó a los otros escuadristas que resistieran en la zona y a cubierto, mientras Bruno y él buscaban flanquear al enemigo. Así, los hombres nacidos en Pallanza y Marsala se movieron por aquel camino que antes evidenciaba dominio de los hombres de Don Vito pero que, para fortuna de ambos, estaba efectivamente libre de cualquier amenaza. Desde allí se movieron raudamente hacia el norte, hasta la plazoleta de Saturno donde hallaron la Iglesia de Sant’Agostino. Las circunstancias imponían una sola opción: Se persignaron e ingresaron al santuario. 

Una vez dentro de aquel sitio sagrado, Alessandro buscó rápidamente el mejor lugar para atacar a los hombres de Don Vito. Inmediatamente después y sin perder tiempo, le pidió a Bruno que se quedara junto al altar, pasando ambas columnas de bancos de madera, mientras él subía las escaleras de uno de los costados del edificio que lo llevarían a la zona más alta de la iglesia. Desde allí, pudo darse cuenta de una pequeña abertura en una de las paredes que daba hacia la plaza de Sant’Agostino. El tamaño de la brecha era ideal para su objetivo: Le permitía no estar excesivamente expuesto y, a la vez, poder apuntar a los objetivos en la zona. Cuando lo consideró oportuno, realizó el primer disparo, con resultado fatal para uno de los hombres de Don Vito. La pequeña batalla se había reanudado con fuerzas equilibradas: Los sicarios de la mafia gozaban de una leve ventaja numérica; sin embargo, debían protegerse de disparos que recibían desde el sur de la plaza, por parte de los tres escuadristas que había dejado Alessandro en la zona, y desde el oeste, ubicación de la Iglesia, donde el propio piamontés cumplía con su parte. Tras largos minutos y varios caídos del lado enemigo, la victoria escuadrista se manifestaba como inevitable. Movidos por la desesperación, el puñado de hombres de Don Vito que quedaban en la plaza se lanzaron hacia los tres compañeros de armas del piamontés que aguardaban en la zona. El intercambio de disparos se incrementó en un breve lapso en el cual, los aliados de Alessandro perdieron la vida. El piamontés, por otra parte, se benefició del movimiento precipitado de los enemigos, quienes, por la desesperación, habían quedado expuestos y vulnerables, lo cual fue letalmente aprovechado por Alessandro.  

La muerte del último matón de Don Vito en la plaza puso fin a la escaramuza. El piamontés, al darse cuenta de ello, alejó su rifle de la abertura, apoyó su espalda en la pared y cerró los ojos, buscando, con respiración profunda y pausada, ganar calma y paz. Luego, reflexionó sobre todo lo que había ocurrido desde que llegó a la ciudad. Pensó en la misión, la estrategia diseñada, las instrucciones dadas, los aciertos, los errores, entre otros pensamientos que se mezclaban con imágenes de la noche vivida. Buscó, en definitiva, determinar en qué momento todo había comenzado a desmoronarse. Mientras recargaba sus armas y descendía por las escaleras, concluyó que todo había sido consecuencia de una traición. Por lo tanto, todo el operativo, desde su comienzo, había sido gran error. Al llegar a la planta baja, buscó a su compañero con la mirada entre los bancos de madera de aquel sitio. Un vistazo rápido y sin éxito. Antes de poder profundizar la búsqueda, sintió, en uno de sus hombros, el impacto de una bala. Bruno, por primera vez en toda la noche, había disparado con su fusil de cerrojo. 

Alessandro estaba en el suelo de la iglesia. La potencia del disparo y la sorpresa generada, lo desestabilizaron, provocando su inevitable caída, momento en el que su rifle se perdió entre el mobiliario del lugar. Con desesperación, apuro y dolor buscó su revolver. En ese momento, Bruno comenzó a hablar. El sonido de su voz rebotaba entre las paredes del lugar, generando una poderosa reverberación que obstaculizaba identificar su origen. De este modo, el hombre de Marsala le dijo: “Entre los eternos abismos del pasado y del futuro, existe el efímero presente. En el ayer infinito, nació Roma, la ciudad que se convirtió en mundo. Fue aquí, en Trapani, frente a sus bellas costas, donde la loba hambrienta del Lacio venció a Cartago y se consagró como la fuerza dominante del Mediterráneo. Se logró ello gracias a la piedad colectiva, la sagrada virtud de cumplir con nuestro deber para con la patria. Subordinarse a ese algo, superior, del cual todos formamos parte. Sin embargo, el tiempo, que todo lo destruye, erosionó dicha virtud. Con los siglos, avanzó la degradación, hasta que un día cayó Roma y el mundo palideció”.  

Alessandro pudo encontrar su revólver y, manteniendo su posición, apuntó con aquel elemento hacia la zona donde pensaba que podía estar su adversario. Cada segundo, entre dudas y confusión, cambiaba la dirección de su potencial disparo. En ese contexto, Bruno continuó con sus reflexiones: “Recuerdo cuando nos convocaron para el combate. El gobierno liberal quería mostrar una fuerza que no tenía. También recuerdo Caporetto, la última batalla de Isonzo. Allí estuvimos los dos, pero no nos conocíamos. Sí conocimos el agotamiento absoluto, la pérdida de la fe, la derrota total del cuerpo y el alma. Allí murió el espíritu de la Nación. De las cenizas de esa guerra florecieron los movimientos colectivistas, aquellos que reversionaron la piedad colectiva de la Antigua Roma. Otros, con sus banderas rojas, quisieron aprovechar la debilidad del gobierno para promover su versión internacionalista. Nosotros, con el arte del poeta que conquistó Fiume y la guía de nuestro líder, derrotamos a los enemigos de la patria con orden, disciplina, fuerza y amor por la Nación”. Luego de decir esas palabras, Bruno se mostró ante Alessandro, incorporándose entre los bancos de madera. El piamontés, con una reacción casi instintiva, efectuó un par de disparos que impactaron sobre el cuerpo del hombre nacido en Marsala.  

Alessandro se levantó lo más rápido que pudo y se movió hacia Bruno sin dejar de apuntarle en ningún momento. Cuando al final lo tuvo a un metro de distancia se dio cuenta de que su adversario no estaba armado y que sus armas estaban detrás del altar. Luego, analizó sus heridas. Ambos sabían que el final estaba cerca. Bruno, siempre calmo, le dijo: “Así como recuperé el orgullo nacionalista, entendí que debíamos volver a aquello que nos había dado más de un milenio de gloria. Si, como dije, fue aquí en Trapani donde Roma ganó la supremacía mediterránea, podría ser aquí también el comienzo de algo nuevo e igualmente glorioso. No hacía falta algo espectacularmente numeroso, la historia lo ha demostrado. Decidí entonces provocar este conflicto, cuyo desenlace conocía perfectamente. Nuestros compañeros han dado la vida, serán tenidos por héroes y ejemplos a seguir. La victoria sobre los enemigos del Estado servirá de estímulo y lo que hemos vivido hoy puede ser el punto de partida para una nueva Italia unida, poderosa y próspera. Ello siempre que nos acompañe la fortuna y el tiempo no apresure la erosión de la virtud”. Bruno sacó de entre su ropa el libro que Alessandro le había visto en el Teatro Dogana, luego siguió diciendo: “Te había dicho que te daría esto y aquí cumplo mi palabra. Encontrarás en su contenido lo que permitirá arribar al mejor epílogo de esta tragedia. Ahora, como corresponde, es propio de la naturaleza aceptar lo que viene. Parto en paz hacia el olvido”. Alessandro tomó el libro y entre sus páginas estaba la carta que le había visto tomar al hombre de Marsala. En ese instante, Bruno comenzó a cantar, con una voz cada vez más débil, el himno de Italia. El piamontés lo escuchó unos segundos y finalmente se sumó armónicamente al canto. Luego de un breve lapso, la voz de Alessandro quedó en soledad. Su compañero, como lo había anticipado, partió hacia el abismo del olvido.  

El hombre de Pallanza había sobrevivido a las adversidades de esa noche, pero no pudo hacer nada frente al agotamiento. Vencido por el cansancio, cerró los ojos y se dejó llevar por ese estado inconsciente donde se mezclaban recuerdos y fantasías. Así estuvo algunas horas hasta que finalmente abrió los ojos durante el amanecer del nuevo día. Con calma y reflexionando sobre todo lo que había vivido, se levantó del suelo y caminó hacia el exterior. Una vez allí, en la plazoleta que poco había podido observar con anterioridad, se percató de una fuente de agua donde se encontraba una imponente estatua. Dicha obra era una representación del dios Saturno, protector de Trapani y amo del tiempo. Al verlo, recordó lo que Bruno le había dado. Tomó el libro, retiró la carta y la leyó. Aquel escrito detallaba con absoluta precisión los movimientos de mercancías entre Trapani y otras ciudades que efectuaba la mafia. Todas ellas con una localidad en común: Gangi. Aquel sitio, escondite de las organizaciones criminales de Sicilia, debía ser el próximo objetivo.  

Al terminar la carta, se dio cuenta que su ubicación dentro del libro cumplía la función de señalador. Se hallaba entre las páginas del libro cuarto de la obra “Meditaciones” del emperador y filósofo Marco Aurelio. Una frase estaba subrayada: “El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y ésta también va a ser arrastrada”. En el margen próximo a dicha frase, podía verse algo escrito, en lápiz, por Bruno: “Aceptemos nuestro destino y seamos arrastrados a él por la fuerza infinita e indómita del tiempo, cuyo amo y señor es Saturno y su hoz, esta ciudad”.  

Eris

En un lugar escondido de la Selva Negra, a diez kilómetros del río Rin y a setenta de la ciudad de Stuttgart, se encontraba un hombre llamado Dieter, resguardado en una improvisada carpa colocada entre los árboles de aquel sitio. Este hombre era un implacable miembro de la Waffen-SS y había avanzado hasta aquella zona con el objetivo de localizar a un alcalde de nombre Franz Leitgeb, el cual había colaborado con los países enemigos, convirtiéndose en un problema que debía solucionarse.

El agente alemán sintió un insoportable dolor de cabeza. No era la primera vez que le sucedía, pero la intensidad parecía ser mayor a las veces anteriores. Apoyó los dedos de su mano derecha en la frente buscando un alivio que sólo conseguiría pasados algunos minutos. Cuando el dolor cesó, se arrodilló y dijo en voz alta: “Yo te juro, Adolf Hitler, como Führer y Canciller del Reich alemán, lealtad y valentía. Te juro a ti y a los superiores a quienes nombres obediencia hasta la muerte”. Luego, se quedó en silencio unos segundos y finalmente remató el juramento diciendo: “Que Dios me ayude”. Inmediatamente después, buscó entre las pocas cosas que lo rodeaban, aquellas que consideraba necesarias para proseguir el viaje: una pistola Luger, una daga, una brújula y un libro que venía leyendo apasionadamente en sus momentos de reposo, y que contenía las principales obras del filósofo y poeta griego Hesíodo: “Los trabajos y los días”, “La teogonía” y “El escudo de Heracles”. Colocó todos los elementos en una mochila cuyos colores se camuflaban con el entorno y salió de la carpa.

Dieter avanzó por la zona orientado principalmente por la brújula y la información que previamente había obtenido sobre su objetivo. Así pasaron algunas horas, con un cansancio que se hacía cada vez más notorio. Sin embargo, todavía estaba lejos de la meta propuesta y no podía darse el lujo de descansar. Con la mente puesta en ello, pudo ignorar gran parte de todo lo que ocurría a su alrededor, incluso su propia fatiga, hasta que, en determinado momento, algo llamó su atención: una manzana dorada que se encontraba brillando en el suelo. Al verla, también notó que no muy lejos y levemente escondida detrás de un árbol se hallaba una llamativa mujer que vestía una túnica negra rasgada que no llegaba a cubrirla por completo. Su piel era blanca, de una blancura que jamás había visto Dieter en una persona viva. El corte lateral de su túnica le permitía tener al descubierto una de sus piernas y no había elemento alguno cubriendo o adornando sus pies. A pesar de ello, su piel parecía no contaminarse con la suciedad del ambiente natural. La mujer observó a Dieter, le sonrió y al hacerlo, todo el entorno oscureció en un instante. Por unos segundos, el agente alemán se sintió en el vacío absoluto, pero luego comenzó a percibir que su cuerpo se hundía en algún tipo de líquido. Era agua, así lo sentía y el nivel de ella fue elevándose hasta llegar al cuello de Dieter. Al principio, el terror parecía dominarlo, pero luego, cuando se estabilizó el nivel del agua, comenzó a sentir algo de paz. Todo era silencio y oscuridad. Así estuvo unos segundos hasta que pudo distinguir a aquella mujer que le había sonreído, sobre una barca y acercándose a él. La mujer rompió el silencio y dijo: “Aquí no hay dolor, no hay sufrimiento, nada te puede hacer daño, sólo hay silencio. Un silencio que puede resultar cómodo, con el que se puede descansar, pasar de un día al otro. Es el silencio de los que no te hablan y, por lo tanto, no te ofenden. Es, en definitiva, el silencio de la indiferencia. Lo reconoces, vives con ese silencio y te agrada. Todo lo demás es ruido, todo lo demás es incomodidad. Querido Dieter, mi nombre es Eris y he venido a destruir la paz de tu mente, a convertir este silencio en el ruido más perturbador, a sacarte de la comodidad, a vulnerar tu falsa resiliencia, a mostrarte lo débil que eres”. Eris sonrió nuevamente, hizo un chasquido con los dedos de su mano derecha y al hacerlo, la oscuridad, el agua y todo lo que Dieter sentía se esfumaron en un instante. El agente estaba en el suelo con la ropa mojada por una lluvia que no podía precisar cuándo había comenzado y a escasos metros de una trinchera enemiga.

Dieter se puso de pie mientras el desconcierto lo seguía dominando, pero luego, los disparos de una ametralladora lograron que su mente se centrara en el objetivo. Se colocó detrás de un árbol y observó con atención todo aquello que lo rodeaba. Frente a sus ojos se encontraba una extensa trinchera cuyo extremo más cercano se ubicaba a escasos metros y el más lejano se perdía en el horizonte. Cada diez metros aproximadamente a lo largo de dicha construcción se habían colocado una serie casi infinita de nidos de ametralladora y el más cercano de ellos se encontraba disparando hacia un objetivo que Dieter no lograba distinguir pero que, para su suerte, no era él. El agente alemán observó su brújula y entendió que debía seguir camino pasando por la trinchera. Las alambradas de púas y los otros obstáculos estratégicamente colocados le impedían rodearla. Detectó entonces que detrás del nido de ametralladora más cercano se encontraba la salida hacia el otro lado de la trinchera. Al no encontrar otro camino, guardó su brújula, tomó su pistola y se dejó caer en la construcción enemiga.

La magnitud de la lluvia estaba comenzando a cesar, pero había sido lo suficientemente intensa como para empantanar el suelo de la trinchera. Dieter, con movimientos lentos y calculados fue avanzando hacia el objetivo. El camino lo llevó primero hasta una zona techada donde había distintos suministros bélicos. Allí pudo encontrar y tomar un subfusil MP40 que pertenecía, en realidad, al ejército de su patria. Siguió avanzando lentamente con esta arma hasta que pudo ver la entrada lateral del nido de ametralladora. En ese momento, los disparos se apagaron y su sonoridad fue reemplazada por risas y carcajadas cuya intensidad iba creciendo a medida que Dieter avanzaba. El agente alemán se ubicó a un costado de la entrada con la idea de resolver el conflicto con una rápida ráfaga de disparos en el preciso instante en el que se pusiera de frente a sus enemigos. Tomó aire, contó mentalmente hasta tres e ingresó en un giro rápido hacia el interior del lugar pretendido, siempre con su subfusil apuntando hacia adelante. Pero allí no había nadie más que Eris, vestida con una túnica gris, sentada sobre una mesa, con las piernas cruzadas y su brazo izquierdo en alto. A medida que elevaba su mano, el volumen de las carcajadas iban creciendo. En el preciso instante en el que la intensidad del sonido se volvió especialmente insoportable, Eris cerró la mano y el silencio desterró a todos los ruidos. Ella habló en ese momento y dijo: “Suele decirse que la risa es contagiosa, pero ello resulta una afirmación totalmente incorrecta cuando el ánimo no acompaña. Los otros ríen, los otros son felices, siempre los otros. Sería adecuado decir, entonces, que cuando la felicidad no puede ser compartida, la risa del otro es muy molesta y motiva los deseos más oscuros. Dime una cosa, ¿nunca sentiste la necesidad de apagar una risa, de contaminar la felicidad del otro con tu angustia? Estoy segura de que sí, Dieter. Has apagado mucho más que risas. Mucha luz se ha perdido en el olvido gracias a tus acciones. Pero ¿qué has ganado?”. Eris chocó las palmas de sus manos y al hacerlo, surgió de ella un destello blanco que cegó a Dieter unos segundos. Transcurrido ese breve lapso, el agente alemán observó a su alrededor. Eris ya no estaba y en su lugar se encontraba una manzana dorada. Mientras una infinidad de palabras resonaban en su cabeza, Dieter dejó el subfusil en la mesa y salió por la puerta del nido de ametralladora que lo llevaba hacia el otro lado de la trinchera.

En el exterior lo esperaban las últimas gotas de lluvia, las luces tenues del atardecer, el descenso repentino de la temperatura y el fresco aroma de la flora circundante. Con su mente invadida por voces desconocidas, siguió avanzando por el sendero marcado por su conocimiento e instinto. Así estuvo otra hora hasta que escuchó detrás de sí el galope de un caballo. Al darse vuelta, pudo ver a Eris con una túnica de tonos dorados sobre un caballo cuyo color de pelaje permitía confundirlo como una extensión de su jinete. Eris y su caballo pasaron a Dieter por un costado y éste, que la seguía con la mirada, pudo observar cómo se hallaba ante él una estructura que antes de girarse no estaba allí. Era una carpa gigante de proporciones titánicas, con una tela brillante de tonos dorados y blancos. A los costados de su entrada se observaban dos estandartes cuya imagen decorativa era una manzana dorada. Eris ingresó con su caballo perdiéndose en la oscuridad de su interior. Dieter dudó unos segundos, observó su brújula, analizó su ubicación y destino y concluyó que debía entrar en aquel sitio y atravesarlo. Finalmente, tomó aire y dio los pasos necesarios para ingresar a la carpa.

Una potente luz blanca sorprendió a Dieter en ese momento. Luego, ésta comenzó a apagarse y al extinguirse por completo, permitió que el agente alemán pudiera ver todo lo que allí había. El interior de la carpa parecía tener dimensiones infinitas. Su techo y sus bordes eran indistinguibles e inalcanzables. El suelo de todo aquel sitio estaba cubierto por incontables alfombras finas de colores y materiales variados. Sobre ellas, había platos, fuentes, bandejas, de materiales brillantes y pulcros, con toda clase de alimentos. También había copas, jarras, botellas, con una gran variedad de bebidas. Todo ello estaba acompañado por bellísimos y coloridos adornos florales, velas, incienso, entre otros elementos que destacaban por sus llamativos colores. Además de lo visual, Dieter percibía los aromas y fragancias más deliciosos de este mundo, originados por la mayoría de los objetos mencionados. Allí estaba él, en un escenario repleto de elementos deseables, pero no estaba solo. En el interior de la carpa, junto a todas las cosas descriptas, se encontraban incontables hombres y mujeres, entregados a la lujuria y transitando con pasión desenfrenada el camino del deseo y el placer. Finalmente, en el centro de todo, una flor gigante, con pétalos dorados, en donde se hallaba recostada Eris vistiendo una túnica de color rojo, cuyo largo parecía más corto que las veces anteriores. Sus labios de idéntico tono contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Eris le sonrió a Dieter y dijo: “Mucho se ha escrito sobre el deseo, la tentación y la envidia. Allí reside el origen de todos los conflictos. Y por más normas divinas que hablen de pecado o normas terrenales que castiguen las acciones motivadas en ello, nada puede evitar que desees estar con la mujer de tu prójimo, o tener sus cosas. Alcanza con verlo feliz con sus posesiones, el deseo hace el resto. Sin embargo, esto también motiva a los hombres al esfuerzo, a obtener lo que desean por medio de acciones ajustadas a la moral. Dieter, dime, ¿deseas algo de esto?”. El agente alemán escuchó todo con atención, se quedó quieto unos segundos y luego, miró una vez más su brújula. Inmediatamente después, centrado en su tarea, avanzó por aquel sitio mientras los gemidos de su alrededor se potenciaban a cada paso. Fue una caminata larga hasta que pudo divisar la salida justo en el punto por el que debía pasar, conforme su propia orientación. En un momento, sin que la ansiedad lo consumiera, pudo salir de ese lugar. Para su sorpresa, Eris lo estaba esperando. Allí, ella le dijo: “Sé que nada de esto te interesa. Aquí estás defendiendo una causa que enfrenta por un lado la masificación del hombre por el colectivismo dictatorial y por el otro, la conquista de lo óntico. Una causa que tiene a tu patria como heredera cultural de algo que nació en Atenas, cuya principal bandera es el ascetismo. Sin embargo, Dieter, que algunos maten por cosas y otros por tierra y sangre, lleva al mismo resultado, ¿no es cierto?”. Eris se acercó a Dieter, tocó con sus dedos una de las mejillas del agente alemán y cerró diciendo: “Lo que viene no lo soportarás”. Inmediatamente después de ese contacto que Dieter sintió frío como el hielo, Eris regresó a la carpa, perdiéndose en la oscuridad de su interior.

Bastaron unos segundos para que el agente de la Waffen-SS retomara la senda de su misión. Estaba anocheciendo y debía acelerar el paso. Perfectamente orientado y sin necesidad de otros elementos siguió avanzando hasta llegar a una de las carreteras de la región, a diez kilómetros de la ciudad de Bühl. Siguiendo esa vía en dirección sudoeste tardaría menos de media hora en hallar la casa de Leitgeb. El estar tan cerca de su objetivo renovó su energía y, con paso ligero, avanzó raudamente hasta llegar a divisar el hogar señalado. Desde un costado del camino y a una distancia estratégicamente calculada, Dieter analizó la situación. Primero, observó la casa. El humo saliendo por la chimenea, las luces proyectándose a través de sus ventanas, los sonidos que en esa noche silenciosa se destacaban y provenían de su interior, todo ello le indicaba, sin excesiva perspicacia, que la casa no estaba vacía. En segundo lugar y no menos importante, en la puerta se encontraba de pie un guardia. Dieter no podía reconocer el uniforme ni el arma que llevaba, pero en su cabeza había pensado distintas formas de neutralizarlo. Sin embargo, recordando los hechos recientes, y luego de largas horas sin haber emitido ninguna palabra, le dijo a quién lo venía atormentando: “Dame unos minutos de lucidez, es todo lo que necesito”. Con la inquebrantable esperanza de haber sido oído por Eris, el agente alemán acomodó su daga y su pistola Luger entre su ropa y avanzó en dirección a la casa. Estaba cada vez más cerca del guardia. En su cabeza había ensayado la maniobra las veces suficientes como para tener la confianza en lograr su cometido. Lo separaban cincuenta metros, luego veinticinco, diez, cinco. El guardia ya lo había visto pero Dieter se acercaba sin expresión alguna imposibilitando que su adversario pudiera diferenciar si estaba allí para matarlo, pedirle una dirección o cualquier otro motivo. Dieter estaba a un cuerpo de distancia, listo para atacar y luego, de forma inesperada, escuchó tras de sí el inconfundible sonido de un vehículo en movimiento. Estaba llegando a la casa otro guardia que venía por la carretera sobre un Volkswagen modelo Kdf-Wagen convertible. Dieter sabía perfectamente que ya era tarde para alejarse, debía improvisar algo. En los años que estuvo entrenando y perfeccionándose había logrado incorporar de forma instintiva ciertas acciones. Sabía aprovechar cualquier descuido por mínimo que fuera. El primer guardia estaba a un brazo distancia, observando el arribo de su compañero. El segundo, por otro lado, estaba descendiendo del vehículo mirando a su colega con un gesto de satisfacción por haber vuelto. Al notar esto, Dieter efectuó en poco más de un segundo dos movimientos rápidos. Con el primero, teniendo la daga en su puño izquierdo, cortó el cuello del primer guardia. Consecuentemente, con el segundo movimiento y con la Luger en su mano derecha, disparó de forma certera a la cabeza del segundo guardia. Posteriormente, y con la tranquilidad de haber tenido éxito, remató al primer guardia de un disparo, también a la cabeza. Había solucionado un problema, pero al ver su pistola humeante entendió que se sumaba otro: resultaba imposible que desde el interior de la casa no escucharan los disparos. Habiendo perdido el factor sorpresa, ingresó al hogar lo más rápido que pudo con su arma en alto.

Una vez dentro, Dieter avanzó por los pasillos de aquel sitio velozmente, pero con el cuidado suficiente de no mostrarse de forma excesiva y vulnerable ante cualquier circunstancia que lo pudiera estar esperando. Así lo hizo, hasta aproximarse a la entrada del comedor. En su interior, entre la mesa y los otros muebles, se encontraba Leitgeb, su esposa y el hijo de ellos, el cual había nacido durante el primer año de la guerra. El alcalde lo esperaba con una escopeta, la cual accionó de forma instintiva al ver al invasor de su hogar. Dieter llegó a ponerse a cubierto en uno de los costados de la entrada. Las pulsaciones iban en aumento en todos los presentes. Dieter dejó que el silencio ganara terreno buscando que su adversario se confiara y luego, cuando lo encontró conveniente, giró hacia el interior del comedor lanzándose al suelo. En ese preciso instante, ambos dispararon. Leitgeb erró su tiro, pero Dieter acertó el suyo, dirigido al pie derecho de su adversario. Inmediatamente después, con un segundo disparo, la vida del alcalde llegó a su fin. Luego, entre asustada y furiosa, la esposa de Leitgeb se lanzó hacia Dieter con un cuchillo poco afilado de aquel comedor. El agente de la Waffen-SS, mientras se ponía de pie, respondió con un certero disparo que fulminó a la mujer en un instante. Luego, miró a su alrededor y se acercó lentamente hacia el niño que había presenciado el asesinato de sus padres. El hijo del alcalde, mientras lloraba inconsolablemente, sintió cómo el metal del arma del verdugo de sus progenitores se apoyaba en su frente. Dieter lo miró a los ojos y luego algo le llamó la atención. En una de las paredes del comedor se podía ver la hoja de un diario, perfectamente enmarcada con doble cristal. Dejó en paz al niño y se acercó a aquella hoja. Era la tapa del diario Der Neue Tag, de fecha 2 de mayo de 1945, cuyo título de portada, junto a la imagen de Adolf Hitler, decía: “El líder cayó en batalla”. El contenido del artículo detallaba sobre la muerte de Hitler y la llegada al poder de su sucesor, el Gran Almirante Karl Donitz. Dieter no entendía lo que tenía frente a sus ojos. Dominado por el desconcierto volvió a sentir un dolor de cabeza insoportable. Tomándose la frente con una de sus manos y con la otra buscando estabilidad entre las paredes y muebles de aquel lugar, fue moviéndose con dificultad hacia la salida. Sin darse cuenta en qué momento había sucedido y cómo, finalmente se halló del otro lado de la puerta, recibiendo el aire fresco del exterior.

Dieter cerró los ojos y respiró de forma lenta y profunda por unos segundos. Dicho lapso fue suficiente para llevar algo de alivio a su sufrimiento. Volvió a abrir los ojos y se puso a observar el exterior. Los guardias no estaban, tampoco el vehículo. Sin embargo, sí había algo nuevo sumándose a la escena. Del otro costado de la carretera había aparecido una casa idéntica a la de Leitgeb. Su fachada tenía un tono más claro con detalles dorados y finos. La puerta de la entrada estaba abierta y en ella se encontraba Eris. Ella había abandonado las túnicas para vestir un elegante vestido blanco. Su cabello rubio, perfectamente peinado con ondas, adquiría tonalidades rojizas con la iluminación. Una vez más, sus labios de rojo carmesí contrastaban con el azul brillante de sus ojos. Su piel, aún blanca, había adquirido la vida que la palidez previa cuestionaba. Allí estaba ella, reconocible pero distinta, descalza, en puntas de pie, sonriente, con un brazo extendido y diciendo con pasión: “¡Ven, Dieter! La cena está casi lista”. El agente alemán se dejó llevar por la curiosidad y avanzó hasta el interior de esa casa.

Una vez allí, Eris lo recibió con un abrazo cálido, que luego coronó con un beso lleno de amor y ternura. En ese momento, Dieter se dio cuenta que ella llevaba colgado del cuello un brillante dije de oro con forma de manzana. Eris tocó suavemente y por unos segundos esa joya, luego, tomó de la mano a Dieter y lo guió hasta el comedor. Allí, el agente alemán percibió placenteramente el aroma de la comida casera recién hecha. El sitio contaba en uno de sus rincones con un tocadiscos, el cual reproducía en ese momento algo de jazz, lo que la censura nazi había llamado “arte degenerado”. La mesa estaba preparada con tres platos, cubiertos, copas, una botella de vino y una bandeja grande en el centro que contenía en recipientes separados la cena de la noche: salchichas con puré de papas, panes, pretzeles y chucrut. Contemplando todo eso, Dieter se sentó a la mesa y en el preciso instante en el que lo hizo escuchó el descenso apurado por las escaleras de una tercera persona en la casa. Era un niño de muy poca edad, pero la suficiente como para decir, como Dieter lo escuchó: “¡Padre, estás aquí!”. El agente alemán y el niño se fundieron en un abrazo. Eris interrumpió suavemente y, con una sonrisa, solicitó que se sentaran para comenzar la cena. Así lo hicieron y dieron comienzo a aquel especial encuentro. Los minutos fueron pasando con un Dieter cada vez más cómodo e inmerso en la vivencia. El niño se mostraba curioso sobre su trabajo y Eris aprovechaba para explicarle que con su esfuerzo podía dar sustento a la familia. Ella se mostraba sonriente, feliz, cálida y amorosa. Todas las palabras que emitía parecían proyectadas con el objetivo de destacar, en general, el deseo de bienestar como motor del trabajo y, en particular, el esfuerzo de Dieter como medio para obtener lo deseado. Todas y cada una de las palabras que ella decía lo hacían sentir al agente alemán valorado y admirado. En un momento de la noche, Dieter ingirió el bocado que le permitió terminar su plato. Cuando lo hizo, observó cómo, sobre la mesa, caían unas partículas de polvo y escombros provenientes del techo. Levantó la mirada y pudo ver que la estructura sobre su cabeza había cambiado. No había un techo completo y sano sino un hueco con bordes carbonizados y endebles, como si aquella estructura hubiera sido alcanzada por algún explosivo. Bajó la mirada y todo era distinto. El niño no estaba, tampoco la mesa. La música se había detenido. Las luces se apagaron. Los colores se habían perdido en un manto de oscuridad, sombras, polvo y cenizas. Frente a él ya no estaba Eris en su forma luminosa. Por el contrario, había vuelto a su versión más oscura y monocromática. Había perdido toda su calidez. Emanaba angustia y frío. En ese instante, Dieter fue desbordado por una infinidad de imágenes y recuerdos que impactaron en su mente. Luego, como una consecuencia inevitable, volvió a sentir un dolor que parecía destrozarlo por dentro. Se levantó con dificultad y de igual forma salió de la casa.

Una vez fuera, observó que a un costado de la carretera se encontraba un árbol caído. Fue hasta allí, se sentó sobre él y esperó unos segundos hasta que la intensidad del dolor disminuyó por completo. Luego, sintiendo la presencia de Eris, le dijo: “En algo te equivocaste. Jamás me importó la causa. Pero el mundo entero quería reducirnos a cenizas. Y antes que todo, soy alemán. Por orgullo o por amor a mi patria fui transitando este camino que me llevó primero, a integrar la unidad de operaciones especiales de la Waffen-SS y luego, a establecerme en el frente oriental. Muchas misiones. Una tras otra. Eran exitosas pero los rusos eran imparables. Cuando nos dimos cuenta, ya era tarde. Comenzábamos a retroceder en todos los frentes. Al jefe de mi unidad lo enviaron a rescatar a Mussolini. Luego, participó en otra locura y los ingleses lo querían muerto. A él y a los que estábamos en su unidad. Para ese momento, yo estaba de regreso en Berlín”. Dieter sacó una vez más su brújula, la observó y accionó un discreto dispositivo en ella que permitía separarla en dos mitades. Al hacerlo, de su interior sacó un collar con un dije de oro en forma de manzana. Con la joya entre sus dedos, siguió diciendo: “Al volver, compré esto. Quería dártelo, pensaba que podía gustarte. Siempre te gustó el mito de la manzana dorada. Sin embargo, por aquellos días, los espías enemigos buscaban a nuestro jefe de unidad desesperadamente. Un traidor llamado Leitgeb dio algunos nombres de los que formábamos parte del grupo. Muchos fueron víctimas de ataques que terminaron siendo trágicamente letales. En mi caso, trataron de borrarme con un explosivo. Pero Leitgeb cometió un error. No les dijo mi dirección, sino la tuya. Y así fue como perdí para siempre lo único que realmente me importaba». Dieter sacó su pistola Luger y se quedó observándola en silencio. Seguía sintiendo la presencia de Eris en su forma más angustiante. En ese momento escuchó de ella las últimas palabras de aquella noche: “Allí está, puedo sentirlo. Es la fase enfermiza de la soledad. El silencio que es cómodo y angustia a la vez. Ese vacío que cultiva los pensamientos de la derivación maligna del orgullo. Eso que te dice y recuerda una y otra vez lo que deseas, lo que ves en los otros y nunca tendrás. Muchos llenan ese silencio con un ruido que resulta igualmente molesto e insoportable. Lo siento, Dieter. No soy la Eris que alguna vez amaste. Yo soy la discordia y la envidia. Soy la que destruirá tu paz o te impedirá volver a ella. Pero, al mismo tiempo, soy lo contrario a la soledad. Dieter, no te preocupes, yo siempre estaré a tu lado”.

Soldado Desconocido

La revolución parecía tan sólo un sueño que se desvanecía por el peso de todo lo que, en un lustro, había ocurrido en el escenario internacional. El brillante emperador francés había sido derrotado en Waterloo y los reyes europeos fueron retomando sus tronos. En ese marco geopolítico, Fernando VII, rey de España, utilizó toda la fuerza de su imperio para recuperar lo que parecía perdido. Así, una a una, fueron cayendo las revoluciones en México, Venezuela, Nueva Granada y Chile. De este modo, al infame rey sólo le quedaba un territorio por retomar: el correspondiente al ex Virreinato del Río de la Plata. 

En ese contexto, en un lugar al norte de la provincia de Salta, una carreta, que transportaba cargamento bélico, se trasladó hacia una de las dos entradas del fuerte español que se encontraba en la zona. Desde dicha fortificación solían salir periódicamente expediciones militares que se dedicaban al saqueo y tormento de los pueblos cercanos. Aquellas operaciones no perdonaban ni a las mujeres ni a los niños, a quienes hacían padecer las expresiones más crueles del salvajismo imperialista.  Buscando que el mensaje fuera lo más claro posible, adornaban con cabezas de rebeldes las entradas del fuerte.

Frente a dicha estructura militar, se encontraba la carreta liderada por dos soldados de bajo rango. El primero, quien controlaba las riendas, de nombre y pasado desconocidos para sus compañeros de armas, solía ser llamado como “Juan”. El otro, menos enigmático, se llamaba Mariano y frecuentemente contaba anécdotas de su niñez en Potosí. 

Ambos estaban allí, subidos a la carreta, con sus uniformes blancos, propios de la infantería realista, mientras tres soldados, pertenecientes al fuerte, inspeccionaban el cargamento y la orden de transporte correspondiente. Luego de un lapso corto y tenso, les dieron permiso para ingresar y Juan lideró el movimiento para trasladar el vehículo hacia el punto de descarga.

Mientras lo hacía, pudo distinguir con suficiente detalle el diseño de aquella arquitectura defensiva. El fuerte se dividía en cuatro patios dentro de los cuales, en cada uno de ellos, podían observarse edificios dispersos y precarios para el descanso de las tropas. A su vez, las cuatro zonas se enlazaban en su centro por dos grandes edificios: el cuartel del capitán y el almacén. También pudo distinguir que sólo los patios norte y sur tenían portones que se conectaban con el exterior del fuerte, mientras que los patios oeste y este, sólo tenían puertas para facilitar el movimiento interno dentro de la fortificación. 

La meticulosa observación de Juan no pudo obviar la presencia de una llamativa marcha religiosa ejecutada por medio centenar de hombres con túnicas oscuras y liderada por uno que ponía en alto una vara de madera, cuya punta tenía forma de cruz. Poco a poco, los soldados del fuerte se fueron acercando al lugar para recibir una bendición, ser alcanzados por palabras sagradas y, también, para persignarse cuando la cruz se ubicaba cerca de ellos. 

Juan le hizo una señal a su compañero y luego, ambos, se dispusieron a ingresar en el almacén los materiales que habían transportado. Una vez dentro, pudieron observar que allí había gran variedad de alimentos, armas, cañones, municiones, pólvora y todo aquello que los rebeldes desearían tener. Así, en uno de los elementos metálicos y brillantes allí ubicados, Juan pudo ver su imagen reflejada y darse cuenta que faltaba un botón en su chaqueta blanca y que había algunas manchas de sangre en el cuello de la misma prenda. Sin darle mayor importancia, giró para observar a su compañero mientras éste preparaba un cañón y, luego de unos segundos, salió del almacén para continuar presenciando la marcha religiosa desde el exterior. 

Una vez fuera y apoyado en la puerta del almacén, reconoció ciertos gestos en los participantes de la procesión. Sonrió al verlos y en una voz muy baja e imperceptible dijo: “rebeldes”. En un momento, la marcha se detuvo, el rezo llegó a su fin y ante la mención de la palabra “amén”, se abrieron las puertas del infierno: todos los hombres de la marcha sacaron las pistolas de chispa que tenían ocultas entre sus túnicas y dispararon contra los realistas, a los cuales tenían lo suficientemente cerca como para provocarles un gran daño. Los leales al rey, por su parte, una vez recuperados de la ingrata sorpresa, buscaron responder pero todavía les quedaba padecer otro movimiento: Mariano, desde el almacén y por una de sus troneras, disparó el cañón que estaba preparando. Esa acción, que en cualquier otra batalla hubiera parecido aislada e incluso, con mala suerte, poco efectiva, resultó, en esta ocasión, ante tantos enemigos juntos, devastadora y sangrienta. Ante ese panorama, los numerosos infiltrados, en un movimiento instintivo e improvisado, se dividieron en tres grupos: el primero se quedó en la zona, buscando asegurar el control del patio norte; los otros dos, en cambio, se movieron hacia los patios linderos con el objetivo de ganar aquellas zonas o, al menos, obstaculizar el arribo de refuerzos realistas. 

Juan, que había observado todo desde la puerta del almacén, se movió a su interior mientras se desprendía de la chaqueta blanca y recibía, por parte de Mariano, otra de color azul. En cuanto al hombre de Potosí, también se había desprendido de su chaqueta realista pero, diferenciándose de su compañero, sobre su camisa blanca prefirió colocarse un poncho de color rojo punzó. No tuvieron más que escasos segundos para cambiarse la vestimenta dado que desde el patio sur no tardaron en ingresar al almacén varios soldados realistas, todos con espadas. Los fusileros españoles, en cambio, prefirieron quedarse en el exterior. 

Sin necesidad de mayor motivación que aquello que el destino ponía frente a ellos, tanto Juan como Mariano se enfrentaron a los realistas que habían ingresado al edificio. El hombre de Potosí, fiel ejecutante de la esgrima gaucha, utilizaba su poncho para confundir al enemigo para luego, en un movimiento certero, terminar con la vida del rival haciendo uso de su facón. Juan, por su parte, con un estilo más elegante, era un esgrimista clásico y muy talentoso. Su superioridad técnica le permitía enfrentarse a varios enemigos a la vez, evitando, con destreza, ser rodeado por ellos. 

En el patio norte continuaba la escaramuza entre los rebeldes y los soldados realistas. El sonido de los disparos formaba parte del ambiente sonoro junto a los gritos y el choque entre los metales de las armas cuerpo a cuerpo. Por otro lado, en el interior del almacén todo parecía más intenso. Podía sentirse la agitación del adversario, ver el sudor en su frente, los gestos de dolor y aunque todo ello formara parte de una situación extremadamente tensa, Juan lo estaba disfrutando. No podía ocultarlo. Había sido entrenado toda su vida para ello. 

Aún enfrentando a varios españoles, los propios movimientos que ejecutaba llevaron a Juan por la senda del recuerdo: su memoria lo trasladó a una casona de Buenos Aires en un momento tan importante para él como para la historia. En aquella época era un joven que, espada en mano, debía mostrar todo lo que había aprendido enfrentándose en un encuentro amistoso a su entrenador de esgrima. Pudo derrotarlo. Era la primera vez que lo hacía pero no sería la última. Su talento había sido potenciado por el entrenamiento. Disfrutaba de ello y de tantas otras cosas a las que accedía por ser quien era: hijo de su padre. Había sido educado con los mejores profesores, sabía hablar varios idiomas, tenía un avanzado conocimiento en derecho y, por supuesto, contaba con instrucción militar. Todo ello era posible gracias a los recursos de su padre, un contrabandista español perteneciente al sector más conservador de Buenos Aires. Como último recuerdo rememoró que aquel día, habiendo terminado el entrenamiento, un mensajero se acercó a la residencia para avisar que unos invasores ingleses habían desembarcado en la Reducción de los Kilmes. Dos días después, los usurpadores izaron la bandera del Reino Unido en la Plaza Mayor de Buenos Aires.

Los recuerdos se esfumaron al mismo tiempo que la escaramuza en el almacén. Juan observó a su alrededor. Casi una decena de realistas habían caído. Era el momento de llevar la batalla al patio meridional. Tanto él como Mariano se abastecieron de munición y pólvora y tomaron dos fusiles. Luego de ello, prepararon el cañón y lo apuntaron por una de las troneras que miraba hacia el patio sur. Mariano, una vez más, se ocupó de ejecutar el disparo. Al hacerlo, logró destrozar la puerta que conectaba aquel patio con el exterior del fuerte. Los fusileros de la zona no tardaron en responder y efectuaron una primera descarga de disparos. La nueva escaramuza había comenzado. 

Juan no tardó en darse cuenta que un intercambio de disparos entre ellos, desde el almacén, y los realistas desde el patio, culminaría en un tiempo que claramente no tenían. Las opciones estaban claras: victoria rápida o muerte. Concluyó entonces que debía sorprenderlos desde otra posición. Dejó a Mariano en el almacén e ingresó en el cuartel del capitán por el acceso que conectaba ambas estructuras. Una vez allí se percató que desde aquel lugar podían escucharse los ecos de la batalla. En todo el fuerte había sangre y fuego y desde su ubicación, Juan podía oír casi todo lo que ocurría. Sin dejarse llevar por esas distracciones, logró divisar unas precarias escaleras que le permitían acceder al primer piso. Mientras subía y se acercaba a la balconada, trató de determinar el estado de situación, observando con mayor detalle lo que ocurría en los distintos patios. De este modo, se dio cuenta que en los patios oeste y este, los rebeldes estaban prácticamente derrotados. Sólo quedaban un puñado de ellos en cada una de dichas zonas. Decidió entonces centrarse en su objetivo, tomó con firmeza su fusil y desde su nueva posición logró efectuar un disparo letal hacia uno de sus enemigos ubicados en el patio sur. 

Mariano, aprovechando el desconcierto de los rivales, logró tener la misma efectividad que su compañero y, con un disparo certero, liquidó a un fusilero español. Con el paso de unos pocos minutos, fueron cayendo uno a uno los realistas de aquella zona. Al estar en posiciones distintas, Juan y Mariano se habían asegurado de que ninguno de sus enemigos pudiese ocultarse, ya que siempre iban a estar a tiro para alguno de los dos. 

Habían neutralizado la amenaza realista en el almacén y en el patio sur y ese control transitorio de dichos espacios les exigía aprovechar la ventaja temporal y avanzar en el cumplimiento de la misión. Juan se dirigió al almacén donde se reencontró con Mariano y luego, juntos, se movieron al patio meridional. Una vez allí y habiéndose asegurado de la muerte de sus enemigos en la zona, se dedicaron a inspeccionar todo aquello que los rodeaba. Aquel patio, a diferencia de los otros, estaba siendo utilizado como una extensión a cielo abierto del almacén. Allí se encontraban dispersos distintos elementos de interés como pólvora, alimentos, una carreta de bueyes de gran tamaño como así también una innumerable cantidad de elementos robados a los rebeldes y saqueados al pueblo de la zona. Encontrarse con todo eso provocó en Mariano una gran alegría y, luego de lanzar al aire un potente y sonoro alarido, le avisó a Juan que llenaría el transporte con todo lo que fuera de utilidad, regresando sin más al almacén. 

En ese momento y por primera vez, Juan sintió que la misión asignada podía tener un buen resultado. Ese pensamiento le trajo alivio y ubicó una sonrisa en su rostro. Aún podían escucharse de las distintas zonas del fuerte, los sonidos de esa batalla destinada a ser breve. Pero el patio que él custodiaba parecía aportar silencio y calma. Mientras disfrutaba de esa falsa sensación de paz se percató que allí había un mástil en cuya punta flameaba la bandera española. 

La imagen despertó en Juan cierto sentimiento de nostalgia. Una bandera muy similar había podido ver en las sesiones del Cabildo de Buenos Aires, a las cuales había asistido junto a su padre en mayo de 1810. No era habitual para ellos hacerlo pero el contexto los obligaba. El imperio francés se había extendido sobre la península ibérica, el rey de España se encontraba retenido en territorio galo y el órgano que había administrado los recursos de España y sus colonias, la Junta Suprema Central de Sevilla, había sido disuelta cuando el ejército napoleónico tomó dicha ciudad. Desde que la noticia de lo ocurrido con dicho órgano de gobierno llegó a Buenos Aires, por casi dos semanas, se buscó resolver quién debía gobernar esta colonia austral. La resolución y determinación de los hombres involucrados, los conduciría por el camino de la revolución. Una vez formado aquel primer gobierno autóctono, aquella Junta que ya no era de Sevilla sino de Buenos Aires, el padre de Juan, con un tono desafiante aunque claramente herido en su orgullo, le dijo: “No puedo hacer más que desconocer esta decisión. España pudo haber caído pero el mando en estas tierras debe mantenerse en los españoles y así, mientras exista al menos un español en América con voluntad de mandarla. Quiera Dios que desde Sevilla arribe uno de sus representantes y se lo reciba con la misma distinción y sumisión que se exigiría ante la presencia de un soberano”. Aquellas fueron las últimas palabras pronunciadas por su padre el 25 de mayo de 1810. Al día siguiente y ante la negativa de Juan de acompañarlo, partió hacia Lima para unirse a la contrarrevolución. 

El potente estruendo de un cañonazo sacó a Juan de sus recuerdos y lo ubicó en una realidad que se distanciaba de su análisis optimista. La batalla se había recrudecido, se escuchaban disparos de cañón en distintas zonas del fuerte y, lo que era peor para él, su compañero Mariano no aparecía. Desenvainó la espada y se movió al almacén. Desde allí, pudo ver a través de las troneras que los rebeldes del patio norte estaban en retirada. Inspeccionó con el mayor detalle posible el suelo del lugar y se percató que unas líneas de sangre se dirigían al acceso que conectaba aquel edificio con el cuartel del capitán. Sin dudarlo, siguió aquel rastro y, desde su nueva ubicación, comenzó a distinguir los sonidos propios de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Se dejó guiar por sus sentidos, avanzando por los precarios pasillos de aquella estructura militar. Finalmente logró visualizar a su colega con la mano izquierda apoyada en el suelo, buscando encontrar el equilibrio que le permitiera levantarse mientras, con su mano derecha, sostenía su facón y se defendía con dificultad de los incesantes ataques de un realista que buscaba darle muerte con su espada. Velozmente y sin mediar palabra, Juan se abalanzó sobre el realista y lo liquidó en un solo movimiento de su arma. Luego, ayudó a Mariano a incorporarse. Se movieron juntos de regreso hacia el almacén pero justo antes de cruzar el umbral dos fusileros realistas aparecieron detrás de ellos y les dispararon. Uno de los disparos impactó en el hombro izquierdo de Mariano, lo cual provocó que cayera nuevamente al suelo. El otro, dirigido a Juan, también fue certero pero no impactó en la misma zona y el herido, desbordado de adrenalina, se enfocó en aprovechar el tiempo de recarga de sus rivales para abalanzarse sobre ellos y, en pocos movimientos, darles muerte. Luego, ayudó una vez más a Mariano a incorporarse y juntos, finalmente, avanzaron hacia el almacén. Allí se percataron de una situación inquietante: de la ausencia absoluta de los sonidos propios del combate. Se acercaron a las troneras, miraron hacia el patio norte y observaron, sorprendidos, que se encontraba vacío. Pronto, escasos segundos después, se dieron cuenta que era una ilusión. Habían comenzado a escuchar el cada vez más intenso sonido de la artillería en movimiento. Se trataba de un puñado de cañones ubicados en aquel patio que apuntaban directamente hacia el almacén. Al verlos, se movieron con la mayor velocidad que el cuerpo les permitió hacia el otro extremo de la sala. Los realistas dispararon los cañones y un infierno de explosión y fuego alcanzó a los únicos dos infiltrados rebeldes que se encontraban en el fuerte.

Juan, aturdido, recostado boca abajo en el suelo del patio meridional, intentó levantarse sin perder de vista la destrucción absoluta del almacén. Mientras se esforzaba en ponerse de pie, pudo ver un indisimulable charco de sangre en la zona donde había caído. El disparo en el cuartel del capitán y la reciente explosión le habían provocado lesiones cuya gravedad estaba comenzando a entender, con agónica resignación. 

Este soldado, cuyo pasado era desconocido para su compañero, le pidió a aquél que colocara todo el alimento que pudiera encontrar en la carreta y que se fuera con ella del fuerte lo antes posible. Mariano le respondió que no se iría sin él. En ese momento, Juan sacó una pistola de chispa que tenía escondida en la chaqueta, apuntó a su compañero y le dijo que podía elegir entre ser recordado como el que trajo alivio al hambre de los rebeldes o como el que murió en territorio enemigo por la bala de un amigo. Mariano dudó unos segundos pero luego se dispuso a llenar la carreta. Momentos después, acompañado por el sacrificio de los bueyes, abandonó la fortificación.   

El silencio seguía dominando en el patio meridional. Tan sólo unas voces y golpes lejanos interrumpían ocasionalmente la paz imperante. En ese ambiente y motivado en su deseo de escribir su propio final, Juan fue colocando los barriles de pólvora en puntos estratégicos de aquella zona. El último lo ubicó junto al mástil. Al ponerse junto a aquel elemento, recordó que entre los objetos robados se hallaba una bandera del bando rebelde. La tomó, arrió el pabellón español y luego izó la que había rescatado. Se quedó observando su flameo y se maravilló al ver cómo la luz del Sol le estaba otorgando un particular brillo. 

Aquello que sentía trajo un recuerdo a su mente: dos años atrás, en una tertulia llevada a cabo en una quinta de San Isidro, había asistido él como representante de su familia. En un momento de aquella reunión, la joven anfitriona solicitó la atención de los presentes. Uno de ellos, en complicidad, se acercó al piano y comenzó a tocar una obra que, pocos días atrás, la Asamblea General Constituyente había declarado como símbolo patrio. Se trataba de la Marcha Patriótica. La anfitriona comenzó a cantar sus estrofas, provocando en Juan una sensación que hasta ese momento no había sentido jamás. La contundencia de sus palabras, el orgullo reflejado en sus versos, las estrofas desnudando el deseo de libertad, de oponerse al opresor, y de ser, por exigencia de la justicia, la historia y el destino, invencibles. Todo ello ingresó en el corazón de Juan y al día siguiente partió hacia al norte con la idea de unirse al ejército revolucionario. 

Con los ojos cerrados, tratando de fijar con mayor fuerza aquel recuerdo y con su frente apoyada en el mástil, Juan dejó salir de su boca unas pocas palabras que venían de aquella obra que había escuchado: “O juremos con gloria morir”

Abrió los ojos y, con renovado espíritu, se ubicó junto a uno de los barriles de pólvora. Tomó con su mano derecha y con firmeza la pistola que tenía en su poder. En ese momento y con intensidad creciente, fue escuchando cómo los realistas buscaban llegar a su zona desde las puertas que conectaban con los patios linderos. La muerte ya había afilado suficiente la guadaña y no iba a esperar mucho más. De repente, las puertas cedieron y decenas de fusileros lo rodearon. Desde la balconada del cuartel del capitán, otro puñado de ellos lo tenía en la mira. 

Justo cuando el silencio parecía ganar terreno, apareció entre los enemigos de Juan, el capitán del fuerte. Se trataba de Francisco Pedro de García Marquiegui, su padre. El jefe realista miró a su hijo y preguntó: “¿Valió la pena tanto esfuerzo? ¿Qué harán tus hijos, mis nietos, cuando el fuego y el viento se lleven todo lo que hemos construído? ¿Qué harán cuando la joven nación por la que luchas, se apropie de sueños y proyectos, cuando el trabajo carezca de sentido, cuando sientan que aquí muere la esperanza? ¿Qué harán cuando descubran, con la mayor de las decepciones, que el nuevo amo administra peor por falta de experiencia o exceso de inmoralidad? ¿Qué les dejarás, en definitiva, para hacer frente a toda esa oscuridad?”.

Juan se quedó en silencio unos segundos. Ya podía sentir el filo de la guadaña. Miró a su padre a los ojos y luego al cielo, cuyos colores le proporcionaron la paz que deseaba. Apuntó con su arma a uno de los barriles de pólvora y sentenció: “Una patria”

No muy lejos de allí, Mariano seguía su marcha veloz cuando un potente estruendo lo paralizó. Miró hacia atrás y vio parte del fuerte español consumido por las llamas. Luego observó que por encima de aquella estructura militar, volaba en alto e impoluta, mezclándose con los colores de aquel cielo norteño, la bandera celeste y blanca.

Sodoma

La escaramuza que tuvo lugar a escasos kilómetros de la ciudad de Sodoma, aportó sobre el suelo de aquel lugar, cientos de hombres sin vida, otros próximos a abandonar su efímera existencia física y, por último, el único que, obligado por las circunstancias de la batalla y el cansancio, se encontraba, a diferencia de otros sobrevivientes, en una posición horizontal, con la espalda sobre aquella tierra hostil. Este hombre era Assur, agente del tribunal religioso donde se había decidido el destino de los sodomitas y principal candidato a suceder al sumo sacerdote y magistrado de aquella institución.

En cuanto a los otros sobrevivientes, dos de ellos eran hermanos: Ziusudra y Utnapishtim, los cuales eran hábiles flecheros. El tercero, que lo ayudó a ponerse de pie, no tenía nombre. O tenía tantos que memorizarlos y reproducirlos implicaba una tarea divina. Es por este motivo, que para evitar cualquier problema de comunicación, se lo conocía como “El Innombrable”. Todos ellos eran de ciudades distintas, pero aliadas.

Una vez que terminaron de lamerse las heridas, no les quedó otra alternativa que discutir respecto a los pasos a seguir. Los dos hermanos querían retirarse y argumentaban que poco podían hacer contra los muros de la ciudad. Por otro lado, El Innombrable, el más brutal del grupo, los trató de cobardes, lo cual no hizo más que llevar la discusión a un nivel mucho más agresivo.

Assur los escuchaba sin decir una palabra. Sabía que todos estaban sintiendo el aroma de la derrota y que impactaba en sus sentidos las consecuencias temibles de los cuerpos mutilados de sus compañeros. Dejó que hablaran y que gritaran. Permitió el desahogo para luego romper su propio silencio y decirles: “Sé cómo entrar a esa ciudad maldita”.

Ante esa manifestación y la sorpresa de sus compañeros, el silencio volvió a ganar terreno para luego perderse en nuevas palabras de Assur: le pidió a El Innombrable que retornara a ciudades amigas y volviera con refuerzos; que él se encargaría de abrir la puerta principal de la ciudad de Sodoma.

Sin muchas más palabras, viendo que su compañero obedecía la orden, y acomodando junto a los otros sus respectivas espadas, arcos y flechas, se movió junto a ellos en dirección a la ciudad dominada por la pasión y el tormento.

Al aproximarse a su muro oriental y ocultos en las sombras de la noche y la vegetación circundante, observaron a tres sodomitas patrullando la zona. Ziusudra y Utnapishtim tensaron sus respectivos arcos. Por su parte, Assur tomó con fuerza la empuñadura de su espada con su mano derecha. Luego, de un momento al otro, como en una coreografía practicada hasta la perfección, las flechas de los hermanos dieron fin a las vidas de dos de los tres sodomitas y en un veloz movimiento, Assur salió de su escondite y atravesó el corazón del restante de ellos con su espada.

Eliminada la patrulla enemiga, Assur les mostró a sus aliados cómo cada cierta distancia los sodomitas colocaban un trozo largo y ancho de tela, con cierta colaboración de la limitada vegetación local, sobre una parte del muro. Luego, señalando con la espada a una de estas secciones, apartó la tela y permitió que se observara una grieta, lo suficientemente grande como para que pasaran de uno en uno. Así lo hicieron e invocando la protección de los dioses, ingresaron en Sodoma.

Una vez que se hallaron dentro de los límites de la ciudad, los hermanos le consultaron a Assur cómo es que sabía de esta entrada. En el mismo momento en el que respondió la pregunta, innumerables recuerdos invadieron su mente. Así, mientras las imágenes se mezclaban con aquello que lo rodeaba, dijo: “nací en esta ciudad”.

De la zona más oscura y profunda de su memoria, un recuerdo en particular se fijó en su mente: aquella oportunidad en la que, con poco más de diez años de edad, en una noche de verano, observó a varios guardias de la ciudad ingresar desde el exterior por la mencionada grieta, arrastrando por la fuerza a distintas personas que habían capturado en una improvisada cacería humana. Sus víctimas, mayoritariamente mujeres, se encontraban desnudas, golpeadas y heridas. A gran parte de las mujeres las llevaron al centro de la ciudad, donde se encontraba el reyezuelo sodomita y su séquito de salvajes, para servir como esclavas y satisfacer deseos de brutalidad creciente. El resto de ellas y los varones capturados se encontraban aún cerca de la grieta. Allí, los guardias, disfrutando de la impotencia y angustia de sus víctimas indefensas, invadieron y conocieron los cuerpos de las féminas que guardaban algún tipo de vínculo con los varones capturados. Uno de estos últimos llegó al límite de su tolerancia mental y embistió con su cuerpo a uno de los guardias. Los sodomitas, por su parte, no tardaron en volver a agarrarlo y golpearlo. Luego, tomaron a la esposa de éste y la pusieron frente a él. Uno de los salvajes, tomándola fuertemente del cabello, empuñó con la otra mano una daga y, sonriendo a aquel hombre capturado e inmovilizado, en un rápido movimiento, le cortó el cuello a la mujer de lado a lado.

Los impactos visuales y acústicos de la sangre recorriendo el cuerpo de la mujer hasta el suelo y los gritos de los presentes, golpearon directamente en los sentidos del joven Assur que estaba siendo testigo de todo ello. Uno de los guardias se percató de su presencia y le ordenó que se acercase. Assur así lo hizo. Luego le dio su daga haciendo que el joven la tomara con ambas manos. Finalmente hizo que apuntara con el filo del arma al hombre capturado que se había defendido. Le dijo una y otra vez en voz baja, como un secreto destinado a repetirse hasta la acción: “mátalo”.

Ziusudra puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Assur, obligándolo a despejar la mente de ese recuerdo y retomar el camino hacia el objetivo de la misión. Este último les pidió a los hermanos que con cuidado buscaran dentro de la ciudad a prisioneros, esclavos y cualquiera que pudiera ayudarlos. Él, por su parte, y habiéndoles adelantado a sus aliados su idea, se dirigió a la casa de un viejo amigo llamado Lot.

Las noches de Sodoma no eran tranquilas y ésa en particular no sería la excepción. La ciudad, débilmente iluminada por antorchas y fogatas, estratégicamente dispuestas, permitía escuchar un murmullo constante mezclados con ocasionales gritos, algunos de dolor y otros de dudoso origen. Assur, aprovechándose de la escasa visibilidad y recurriendo a su memoria, no tardó en encontrar la casa de su viejo amigo. Golpeó tres veces con su mano derecha la puerta de entrada principal del hogar y susurró su nombre. Lot, desde el interior de la casa, abrió la puerta, tomó a Assur del brazo derecho y lo introdujo rápidamente adentro del lugar. Inmediatamente después, cerró la puerta.

Allí, Assur se encontró con Lot, su esposa y sus dos hijas. Luego de una breve introducción amistosa, la charla se direccionó rápidamente hacia el objetivo de la visita. El visitante deseaba que el dueño de la casa lo ayudara a abrir la puerta principal de la ciudad. Lot se negó y se excusó detallando el enorme peligro que eso implicaría tanto para él como para su familia. Assur lo escuchó atentamente y deseaba ampliar el detalle de su propuesta, pero antes de poder hacerlo, unos golpes poco amistosos se sintieron en la puerta de entrada de la casa. Varias personas armadas con espadas querían entrar por la fuerza. Uno de estos individuos, sirviendo como representante del grupo, manifestó que habían visto a un forastero entrar en la casa; que solo debía salir para que ellos pudieran conocerlo.

Assur miró hacia una de las pequeñas aberturas en una de las paredes de la casa, la cual cumplía la noble función de permitir la ventilación del hogar. Al mirar a través de ella encontró algo que podría ayudarlo en su situación y le dijo a Lot que los dejara entrar. Su amigo escondió dentro de su ropa una daga y luego, obedeciendo a Assur, permitió el ingreso de aquellos sodomitas.

Era un grupo numeroso. A la casa ingresaron tres de ellos mientras el resto esperaba afuera. Assur, al verlos, dio unos pasos hacia atrás sin soltar su espada. Uno de los sodomitas apresuró el paso hacia aquel que consideraba un forastero, sin percatarse que había quedado expuesto por la abertura de la pared antes mencionada. De pronto, a través de ella y desde el exterior, una flecha atravesó la cabeza de aquel sodomita. Lot reaccionó con rapidez y con la daga que mantenía oculta atacó con letalidad a otro de ellos. Por su parte, Assur luchó y mató al restante. En el exterior, Ziusudra y Utnapishtim repartían flechas entre todos aquellos que salían violentamente a su encuentro. Espada en mano, Assur salió de la casa y colaboró en la lucha junto con sus aliados.

La situación se había complicado para los enemigos de Sodoma. Los guardias salían de distintas direcciones. Assur, apenas encontró un espacio, se movió junto a sus aliados por zonas menos pobladas de un escenario cada vez más hostil. Se movieron entre callejones, casas, aprovechando cada sitio que les permitiera ocultarse. Pero ya era tarde. El cuerno de guerra había sonado. Las patrullas enemigas se multiplicaron. Y antes de poder encontrar una solución a tan complejo panorama, fueron rodeados y capturados.

Los guardias sodomitas llevaron a sus enemigos en dirección al centro de la ciudad. En el trayecto, a cada paso que daban, la cantidad de antorchas y fogatas iban creciendo, provocando que el escenario adoptara tonos cálidos, esencialmente rojizos. Al llegar a su destino, a pocos metros del palacio del rey de Sodoma, pudieron notar que ya se encontraban allí Lot y su familia, arrodillados y custodiados por la guardia personal del rey. Pronto, Assur y los suyos fueron obligados a adoptar la misma postura.

En ese momento, ciertos aromas y colores del ambiente provocaron que la mente de Assur navegara una vez por los mares del recuerdo. En esta oportunidad, una remembranza más cercana en el tiempo: en la parte alta de un zigurat ubicado entre las nacientes de los ríos Éufrates y Tigris, se encontraba el sumo sacerdote y juez a cargo de esa imponente construcción divina. Había requerido la presencia de Assur y lo esperaba dándole la espalda, con un manto blanco cubriendo su cuerpo y rodeado por seis sacerdotisas vestidas igual que el varón que las lideraba. “Bebe de la copa”, dijo el juez religioso mientras una de las jóvenes oficiantes le acercaba a Assur una copa de cerámica cuyo contenido era sangre de cordero. El agente tomó el elemento y bebió de él mientras disfrutaba con la mirada del bello rostro de aquella que cumplía el ritual. Luego, con curiosidad, observó a sus compañeras las cuales cumplían a la perfección los estándares estéticos de su cargo. Al terminar todo el contenido de la copa, el sumo sacerdote comenzó su exposición: “Como tantas otras veces, le he pedido al sacrificador que susurrase nuestro requerimiento. En cada oportunidad, una verdad de este mundo se me revela. Si tan sólo supieras cuántas veces la tradición ha hablado de nosotros y cuántas veces lo seguirán haciendo. Se hará hasta que las voces se conviertan en imágenes, en elaboradas y complejas construcciones de distintos tamaños que llevaran consigo los secretos de lo que alguna vez ha ocurrido. Y ese día se mezclarán y unificarán los relatos. Todo quedará plasmado de una forma única que nos inmortalice a nosotros y a nuestras acciones”. El sumo sacerdote se dio la vuelta permitiendo que el destinatario de sus palabras pudiera observar su rostro. Así, continuó diciendo: “Assur, en mi mente veo la destrucción de esa ciudad, una y otra vez, ocurriendo una y mil veces. En alguno de esos eventos pasados, presentes y futuros, me veo sacándote de allí, rescatándote de su perversión, luego de haber vencido sobre esos salvajes enemigos. Assur, vuelve a la ciudad prohibida y encárgate de cumplir la sentencia de los dioses. Sodoma debe ser destruida”. Dicha la última palabra, las sacerdotisas abandonaron su posición para acercarse a Assur. Con suavidad, lo fueron llevando hacia una habitación contigua mientras se expresaban con él mediante caricias que servían de antesala para la parte final del ritual. Antes de cruzar el umbral, el sumo sacerdote aclaró entre risas: “no es la búsqueda del placer lo que estamos castigando”.

Las circunstancias obligaron a Assur a abandonar ese recuerdo y retornar a su realidad en Sodoma. Allí, frente al palacio de la ciudad, los presentes observaron salir de su interior al líder de los sodomitas. Assur no tardó en reconocerlo: era Uttuki, quien en su juventud formaba parte de la guardia de elite del palacio; el que, en aquella noche traumática, lo había obligado a apuñalar y matar a un hombre indefenso. De algún modo, los constantes conflictos que Sodoma tenía con sus ciudades vecinas, provocaron el rápido ascenso de Uttuki a jefe de los sodomitas.

Por otro lado, a pesar de los años, este reyezuelo también reconoció a Assur. Al verlo, sonrió y ordenó a los guardias que acercaran a la esposa de Lot, ignorando los gritos desesperados de su familia. Le solicitó a uno de sus súbditos guerreros que le facilitara una daga. Luego, usando dicho instrumento destrozó el vestido de la esposa de Lot, dejándola completamente desnuda. Sin abandonar su sonrisa, demostrando el goce que esto le generaba, se colocó detrás de la mujer agarrándola del cabello con su mano izquierda y recorriendo suavemente con el filo de la daga en su mano derecha, distintas zonas del cuerpo de su víctima, deleitándose con las reacciones que esta acción provocaba.

Assur sentía que volvía a vivir aquel hecho de su niñez. Sin poder tolerar lo que veía, apartó la mirada y se perdió en la oscuridad del cielo nocturno. Fue en ese momento en el que notó un destello muy brillante moverse por ese plano celestial. Movido por la curiosidad, Uttuki también miró hacia el mismo sitio. Luego, casi todos los presentes hicieron lo mismo. El destello se iba moviendo hacia el noroeste en forma descendente. Segundos después de perderse en el horizonte, ocurrió lo inesperado: se escuchó un potente estruendo proveniente de la misma dirección donde se había perdido aquel destello. Inmediatamente después, comenzó a temblar la tierra, con una potencia cada vez mayor. El sismo provocó una infinidad de quiebres en la tierra, los cuales permitieron que se liberasen gases inflamables que en contacto con las antorchas y fogatas provocaron constantes explosiones y llamaradas de fuego de varios metros de altura. Una de ellas se levantó justo en la posición de la esposa de Lot, carbonizándola en segundos.

Cuando los temblores descendieron a un nivel mucho más tolerable, Assur y sus dos aliados aprovecharon la confusión para recuperar sus armas y moverse a la mayor velocidad posible hacia la puerta de la ciudad, defendiéndose ocasionalmente de aquellos que salían a su encuentro, dado que la mayoría de los sodomitas estaban ocupados principalmente con el fuego y las explosiones que ganaban terreno en toda la ciudad.

Finalmente llegaron al objetivo y sin mayores problemas pudieron abrir la puerta de Sodoma. Assur se ubicó en el límite entre el interior y el exterior de la ciudad y miró hacia el horizonte esperando lo que poco después sucedería. Escuchó el grito potente de El Innombrable, el cual consistía en una orden de atacar. De pronto, cientos de soldados de las urbes vecinas surgieron de la oscuridad y entraron a la ciudad que sufriría el castigo de los dioses. El innombrable subido a su caballo, ingresó junto a tres equinos, permitiendo que Assur, Ziusudra y Utnapishtim pudieran culminar la misión desde una posición privilegiada. Así, los cuatro jinetes se unieron a la batalla.

Fue en este momento en el que comenzó a cumplirse con la sentencia. Beneficiándose de la enorme confusión entre los sodomitas y de la destrucción que el fuego ya había provocado sobre las construcciones de la ciudad, los enemigos de Sodoma se mostraron implacables. Las espadas y las flechas provenientes de las ciudades vecinas llegaron a hombres, mujeres y niños. Para lograr esto, volvieron a cerrar las puertas de la ciudad convirtiendo el escenario en una cacería donde las presas no tuvieran escapatoria.

Los hermanos Ziusudra y Utnapishtim competían entre sí para descubrir quién mataba más enemigos. Por su parte, El Innombrable, que hasta ese momento no había tenido oportunidad de mostrar su capacidad bélica, se dejó llevar por la ira, el odio y el desenfreno destrozando todo a su paso.

Pero en el caso de Assur era diferente. Se movió sobre su caballo hasta el centro de la ciudad donde volvió a encontrarse con Uttuki. El contexto desaparecía para sus sentidos, los cuales estaban totalmente enfocados en este enemigo, que lo esperaba lanza en mano. Assur lanzó una primera embestida la cual fue correctamente respondida por su adversario culminando en un choque entre las armas de cada uno. Luego, con la segunda embestida, Uttuki contraatacó impactando al caballo con su lanza, lo cual provocó la caída de Assur.

Ambos se encontraban a nivel del suelo y frente a frente mientras el fuego provocado por nuevas explosiones los rodeaba. El odio crecía. Gran parte de los pensamientos de Assur lo trasladaban a su niñez. El recuerdo de ese trauma que impactaba en su mente, mezclándose con la realidad que requería de su atención, provocaba que la noción del tiempo fuera poco más que una ilusión. Todo parecía repetirse y ser constante. De este modo, sin que mediara entre ellos palabra alguna, entraron en nuevo combate directo. El sonido del choque entre la espada de Assur y la lanza de Uttuki se repetía rítmicamente, destacándose entre la sonoridad de aquel ambiente hostil. Pero no había paridad entre ellos, aquel ruido era propio de impactos esencialmente defensivos. El largo alcance del arma de Uttuki estaba siendo bien aprovechado. En un momento, mientras nuevas explosiones se sucedían a su alrededor, el líder sodomita logró impactar en el hombro derecho de su enemigo, provocando que este último reaccionara soltando su espada. Uttuki volvió a apuntarle sabiendo que con un golpe certero acabaría con su oponente, pero justo en ese momento dos flechas de direcciones distintas cruzaron las llamas que rodeaban a los contrincantes. Disparadas por Ziusudra y Utnapishtim, ninguna impactó en Uttuki, pero obligaron a éste a que buscara el origen de esos ataques. Assur aprovechó la distracción, tomó su espada y en un rápido movimiento lastimó las manos de su adversario. Luego, con otro movimiento y mirándolo a los ojos, lo decapitó. En ese momento una fuerte explosión cercana a su ubicación, la cual intensificó las llamas, provocó que Assur perdiera el conocimiento por unos minutos y entrara en estado de aturdimiento. Observó, antes de dejarse vencer por la fatiga y el cansancio acumulado, la entrada a caballo de El Innombrable dentro la zona donde se encontraba.

Con el paso de las horas, tanto la lucha como el fuego se fueron extinguiendo. Al alba, ya todo había terminado. Assur despertó cerca de la puerta principal de la ciudad, rodeado de aquellos que habían combatido a su lado. Se puso de pie y caminó despacio por la ciudad mientras ellos se turnaban para actualizarlo con todo lo que había ocurrido. No le resultaba necesario. Podía ver por sí mismo los resultados de la batalla. Gran parte de Sodoma se había convertido en cenizas y con ella su gente. Como era de esperarse, también había bajas en el sector aliado. Incontables pérdidas humanas. Preguntó por Lot y le dijeron que él y sus hijas habían escapado de la ciudad.

Observó una vez más la ciudad y luego caminó hacia su caballo. Poco antes de llegar a él, escuchó unos gritos que provenían de una de las casas que no habían sido completamente alcanzadas por las llamas. Corrió hacia ella y en su interior encontró a un soldado aliado a punto de atacar a un niño sodomita. Assur notó que una de las paredes de aquella casa tenía un pequeño hueco por una de sus esquinas y a través de ese hueco, la luz del día entraba en el hogar destacando e iluminando el rostro del joven sodomita. El agente del zigurat detuvo al soldado tomando con fuerza la mano donde tenía la espada y le dijo “el castigo era hasta el amanecer”. Luego el soldado se retiró de allí.

Assur acercó su mano derecha al joven que lo miraba con desconfianza y le solicitó que lo acompañara. Aún con dudas, el niño prefirió estar con él. Así, ambos caminaron hacia la puerta de la ciudad, sin mirar hacia atrás, dejando tras de sí, un mundo de cenizas, muerte y dolor. Assur se subió primero al caballo y desde arriba ayudó al niño para que subiera con él y se acomodara de forma segura. Antes de salir de la ciudad, le preguntó al joven sodomita por su nombre. Éste le respondió con la palabra que Assur había escuchado durante toda su existencia y que se repetiría infinitamente hasta llegar al olvido eterno de las tradiciones perdidas.

La peste de Braurón

Con la mano derecha en contacto con la suciedad del suelo y con la palma de la mano izquierda pegada a su propio pecho, Nicolaos, guerrero del pueblo de Braurón, buscó obtener alivio para todo lo que estaba padeciendo: mareo, dificultad para respirar y un insoportable dolor en la caja torácica. Cuando se dio cuenta que estaba siendo observado atentamente por aquellos que buscaban en él toda la fortaleza que habían perdido en el último tiempo, se incorporó en un rápido movimiento buscando evitar cualquier demostración de debilidad.

Miró a su alrededor y observó los daños que la enfermedad había provocado en el pueblo y que se reflejaba en rostros cansados y llenos de temor; en cuerpos derrotados ante sus propias debilidades; así como también en la desconfianza que crecía entre los vecinos y la imposibilidad de ir desde una casa hacia la otra sin encontrarse con un cadáver en el camino.

Ante ese panorama, Nicolaos se dirigió a su casa con la intención de encontrarse con Maya, su esposa, la única persona que le importaba. Los otros, aquellos que habitaban en el mismo pueblo, no despertaban en él interés alguno. Para él eran solo entes que, por haber nacido en un determinado momento y lugar, les correspondían ciertos derechos y cumplir con ciertas obligaciones. Él, como muchos otros, tuvo que defender en diferentes oportunidades su estilo de vida por medio de la espada. Jamás reflexionó sobre las virtudes y defectos del sistema imperante. Todo lo absurdo sobre su vida, percibía que cobraba sentido cuando podía compartir diversos placeres con aquella persona que lo había aceptado como compañero de vida.

Al ingresar a su hogar, notó de inmediato que se encontraba en el patio su hermano, Filippos, jefe militar de Braurón. Desde allí, pudo observar a la sacerdotisa del templo de la diosa Artemisa retirarse de la habitación donde se encontraba Maya y expresó a los presentes que tuvo la necesidad de darle a la esposa de Nicolaos un brebaje con la facultad de hacerla dormir por uno o dos días. Agregó, antes de retirarse de la casa, que el tiempo se estaba acabando.

Filippos intentó abrazar a su hermano pensando que ese gesto evitaría que el ánimo de su hermano se derrumbara ante la situación que estaba viviendo. Nicolaos lo apartó con sus manos y sin demora le expresó su urgencia: “debo partir ya mismo”.

Convencido de que la solución a todo mal se encuentra siempre en algún sitio y dejándose llevar por su propio deseo y esperanza, el guerrero le había manifestado a su hermano, cuando todo comenzó, su voluntad de traer la cura a la plaga que estaban sufriendo. Al principio, Filippos se negaba. Todos los que salían del pueblo eran atacados en los caminos. En toda Ática conocían lo que Braurón estaba padeciendo y lejos de empatizar, buscaron encerrar a sus habitantes para que la enfermedad no se extendiera por fuera de los límites del pueblo. Sin embargo Filippos, arrinconado por las circunstancias, tuvo que aceptar la propuesta de su hermano al entender que el paso del tiempo los terminaría matando a todos. Por lo tanto, al escuchar una vez más, frente a un abrazo fallido, la necesidad de salir del pueblo, entendió que lo más conveniente era ofrecerle a Nicolaos los mejores, caballo y armas que pudiera darle.

Mientras su hermano preparaba lo necesario para el viaje, Nicolaos entró a la habitación para ver una vez más a Maya antes de partir de la ciudad. La imagen pálida y apagada de su esposa, lo alteró hasta un punto insoportable. Besó su frente y salió rápidamente de la casa. Una vez fuera, esperó durante un tiempo que le pareció interminable hasta que apareció su hermano subido a un caballo de nombre Lykos. Los hermanos intercambiaron lugares no sin antes, esta vez sí, darse un abrazo.

Nicolaos tomó posesión de la espada y la daga de su hermano, colocando a la primera en el costado izquierdo de su cinturón y a la segunda en la parte trasera. Luego agregó algunos víveres a la alforja del caballo. Por último le pidió a Filippos que cuidara de Maya en su ausencia.

Las puertas de Braurón se abrieron y sintió, al observar el más bello horizonte, que su corazón y la esperanza lo conducirían correctamente hacia la cura.

Los caminos eran largos, casi infinitos desde su percepción, y también diversos. Por mucho que lo deseara, no había logrado pensar en un destino determinado. Se dejó llevar por los eventos de la naturaleza y buscó encontrar en ellos, señales de los dioses. Con el transcurrir de las horas, supo encontrarse acompañado por el sonido de los innumerables galopes de Lykos, los cuales se mezclaban según el momento con los ruidos que hacían otros animales, así como también el que hacía el viento al mover las copas de los árboles. Percepción sonora que sólo era confundida cuando resultaba interrumpida por voces inexistentes provenientes de los pensamientos y recuerdos que gobernaban la mente de Nicolaos.

Por favor, no vayas”. Con esas palabras, una voz llena de dolor y sin poder mirarlo, Maya le había solicitado que no formara parte de la expedición que tenía como objetivo encontrar a los piratas que solían encontrarse cerca de la isla de Delos. Nicolaos no podía negarse a participar. Las costas ya habían sufrido algunos asaltos y el comercio marítimo estaba en peligro. Sin poder despedirse como hubiera deseado, se embarcó junto a su hermano y otros voluntarios hacia las aguas del Mar Egeo.

Recordaba eso una y otra vez, hasta que se percató que la oscuridad había ganado terreno y que la única luz que lo iluminaba provenía de la Luna. Decidió darle un descanso a su caballo y encontró rápidamente a un costado del camino un lugar adecuado para alimentarse y dormir. Hasta ese momento, había logrado rodear por el norte la ciudad de Atenas y se encontraba a treinta kilómetros al oeste de la Acrópolis.

Vino a su mente el recuerdo de una noche temible, en la que un centenar de flechas disparadas por los piratas del Egeo buscaron sin piedad eliminar a todos los tripulantes del barco en el que se encontraba. Los sobrevivientes de ese primer ataque ya estaban preparados para próximas oleadas y el enemigo había perdido el factor sorpresa. Filippos dirigió con habilidad las distintas embarcaciones a su cargo y consiguió perseguir a los piratas hacia una isla del mar Icario. Una vez allí, ordenó a Nicolaos que, junto a otros hombres, se adentraran en el lugar y terminaran con el ya reducido grupo enemigo. Así, el guerrero de Braurón, junto a sus compañeros de armas, avanzó por los bosques de esa isla desconocida hasta que finalmente encontró a los piratas. La escaramuza fue breve, exitosa, pero también sangrienta. Cuando estaba por ordenar el regreso, se percató de la presencia de un grupo de mujeres, las cuales los observaban. Notó de inmediato las túnicas que vestían. Estos vestidos tenían un largo llamativamente corto y, junto a la ausencia de cualquier tipo de calzado, permitían apreciar las trabajadas y atléticas extremidades inferiores de las féminas. Cada una de ellas llevaba un arco de guerra y suficientes flechas para cualquier combate. Nicolaos podía notar el enorme descontento que la presencia de él y los suyos generaba en las guerreras. Interpretaban que su suelo había sido mancillado. Una de ellas en un rápido movimiento realizó un disparo certero que fulminó a uno de los compañeros de Nicolaos de inmediato. Ante esto, el guerrero de Braurón ordenó la retirada. Evaluó correctamente que su tarea allí ya había terminado y que responder ante otros ataques era innecesario.

La secuencia de recuerdos lo trasladó rápidamente al momento del regreso a las costas de Braurón. Se había encariñado con la idea de ser recibido afectuosamente por Maya. Había pensado también que las noticias de lo ocurrido llevarían a intensas celebraciones. Tenía la fantasía de compartir placeres y dar rienda suelta a su pasión con la única que despertaba sus deseos. Pero nada de lo que imaginó se concretó. El pueblo entero había enfermado gravemente. Una peste desconocida los estaba destruyendo. Y ella, la de los ojos brillantes, la de la sonrisa hechicera, la infinitamente dulce y bondadosa, la adorada Maya, estaba muriendo.

El cansancio del cuerpo y los interminables juegos de la mente, condujeron a Nicolaos, mediante una confusa mezcla de recuerdos y pesadillas, hacia el amanecer de un nuevo día. Obligado por las circunstancias se subió a su caballo y continuó con su viaje de destino incierto. Si bien no tenía en mente ningún lugar en particular, todos sus movimientos lo llevaban hacia el oeste. Consideró apuntar sus acciones directamente hacia la ciudad de Corinto pero decidió finalmente continuar buscando señales de los dioses en el caos de la naturaleza.

A mitad de camino entre las ciudades de Megara y Corinto, y cerca de los bosques de Gerania, el lanzamiento malicioso de una jabalina hacia Lykos, detuvo a Nicolaos de inmediato al hacerlo caer al suelo. Al levantar la vista, observó brevemente la agonía de su caballo e inmediatamente después se incorporó, espada en mano, para hacer frente a los tres asaltantes que habían salido de entre las sombras. La habilidad del guerrero de Braurón permitió eliminar rápidamente al primero de sus adversarios, cuyo principal error fue subestimar la capacidad de respuesta de aquel que había caído en su trampa. Los dos restantes, más cuidadosos, presentaron un desafío mayor. La inferioridad numérica preocupaba a Nicolaos y pronto descubrió la existencia de un factor determinante que lo llevaría a la derrota: un enemigo invisible e inoportuno que atacó al guerrero de Braurón con todos los síntomas que ya conocía. Entre ellos, el dolor en el pecho se había vuelto intolerable e inmovilizante. Ante esta situación, Nicolaos levantó los brazos y dejó caer su espada, dejando en claro que se rendía.

Los asaltantes aprovecharon la debilidad de su adversario: Uno de ellos se acercó al cuerpo sin vida de Lykos para revisar su alforja mientras el otro, en claro abuso de su inesperada victoria, disfrutaba del infortunio de su debilitado enemigo golpeándolo de forma humillante. Entre golpe y golpe se iba manifestando en Nicolaos una tos incontrolable. El atracador que estaba más cerca lo tomó del cuello y le preguntó, sin otro objetivo que causar más sufrimiento, qué le pasaba. El guerrero respondió: “soy de Braurón”. Ante esta respuesta, los asaltantes se miraron entre sí y Nicolaos aprovechó esta distracción para tomar la daga que tenía enfundada en la zona trasera de su cinturón y apuñaló a aquel que lo había humillado, matándolo en un instante. El restante de los atracadores analizó su situación y decidió huir del lugar.

Nicolaos miró a su alrededor. Podía ver dos hombres muertos, otro huyendo hacia el horizonte, un caballo sin vida y mucha sangre en un sitio donde minutos antes se podía apreciar la variedad pacífica de los colores de la naturaleza. Enfundó sus armas, tomó la alforja y continuó su viaje a pie. Así lo hizo hasta que a pocos kilómetros de los límites de Corinto, el enemigo invisible volvió a atacarlo. Sin fuerzas, cayó de cara al suelo, momento en el que observó a la oscuridad apoderarse de todo el espacio. Luego, apareció ante él una figura, la cual llevaba una túnica negra y se iluminaba por obra de una antorcha cuyas llamas cambiaban de color a cada segundo. De la figura surgió una voz que sonaba como miles de voces. La voz dijo: “Entraron en tierra prohibida. Mancillaron suelo sagrado. No hay tribunal que los salve de la decisión de una diosa ofendida, que observó sus pecados y ahora goza con su sufrimiento”. La figura desapareció en ese instante pero la antorcha, al caer al suelo, tomó una forma humana y reconocible: la de Maya. Con el cuerpo desnudo y dolorosamente pálido, mientras se convertía en sombra y se mezclaba con la oscuridad que la rodeaba, sentenció: “has fallado”.

Los sentidos de Nicolaos percibieron nuevos y, esta vez, agradables estímulos, al mismo tiempo que buscaba comprender si había despertado de una pesadilla o continuaba en ella. Aún desde el suelo se dio cuenta que estaba en el patio de una casa de gran tamaño. Dicho ambiente se encontraba repleto de flores y de una gran variedad de colores. El aroma resultaba suave, fresco e incluso relajante. Se percató que se encontraba acompañado: había en el lugar doce mujeres, las cuales tenían un comportamiento alegre y festivo. Hablaban entre ellas, se reían, abrazaban; algunas jugaban persiguiendo a una en particular mientras esta última buscaba ser lo más escurridiza posible, pero todas sin contener la risa que les provocaba ese juego. Otras sólo observaban mientras realizaban ciertas tareas como preparar una canasta con frutas o hacer una corona de flores. Todas ellas vestían túnicas coloridas, salvo una que llevaba un vestido blanco.

Nicolaos se puso de pie y en ese mismo momento, una de las más jóvenes de las mujeres presentes se acercó a él y le entregó una canasta llena de frutas. Otra le sirvió agua en un vaso de cerámica. El guerrero agradeció ambos gestos y observó como una de las presentes le colocaba la corona de flores a aquella mujer del vestido blanco. Esta última con un gesto de su mano les solicitó que la dejaran sola con Nicolaos. Una vez cumplido, dio inicio a la charla.

Mi nombre es Sosandra y lidero este grupo de mujeres fieles al amor y a la belleza” dijo con una voz suave y tranquila. El guerrero quiso presentarse pero ella lo interrumpió: “Puede ser desconocido tu nombre pero no tu origen. Sé lo que has sufrido y lo que vienes a buscar. Ahora me corresponde a mí ayudarte a arribar a tu destino”.

Sosandra pudo notar la ansiedad de Nicolaos y, con una sonrisa, continuó: “Casi que puedo tocarla. Te aseguro, guerrero, que mirando a través de tus ojos puedo verla a ella, la razón de que estés aquí en este momento. Procuraré serte útil siempre y cuando respondas a la siguiente pregunta: ¿Qué la hace especial?”.

Nicolaos pensó en la pregunta durante unos segundos. Luego, se percató de la sequedad de su boca y tomó un poco del agua que le habían servido. Miró a Sosandra mientras recorría en su mente todos los eventos relevantes de su propia existencia. Finalmente, luego de llegar a algunas conclusiones rápidas, respecto de asuntos en los que nunca había pensado pero sí sentido, comenzó su exposición: “Me crié en una buena familia. Tuve una muy buena educación. Debería haber amado a mis padres pero no fue así. Sin odiarlo, no siento nada por mi propio hermano. Probablemente todo tenga la misma razón, el mismo origen. Y es que este mundo y su gente me asquean. Siento un profundo desprecio por las reflexiones que escucho, de las ideas que se debaten, de las propuestas que hacen, de la forma en que viven y se relacionan. Tienen un sólo sueño y ese es aplastar a los demás. Sobrevivir en un mundo salvaje y cruel destruyendo al resto. Y luego todo ese salvajismo se perfecciona y se convierte en el sistema político, económico y social. Pero hay matices, pequeñas diferencias que ni los individuos ni los grupos pueden soportar. Los poderosos aprovechan esas diferencias y buscan más poder, y cuando eso los enfrenta entre sí, nos llevan a todos a la guerra. Por lo tanto, nacemos, vivimos y morimos en un sistema basado en la perversión y maldad del ser humano”.

Nicolaos hizo una breve pausa. En ese lapso corto de tiempo, vino a su mente una imagen que provocó un sutil gesto de satisfacción en su rostro. Con la mirada dispuesta hacia un lugar y momento distintos y suavizando su propia voz, continuó: “Y luego está ella bailando en la entrada del templo de Artemisa. Ríe junto a sus amigas. Luce ese peplo azul que brilla con intensidad por la acción oportuna del Sol de Ática. Pero no es sólo el vestido. Me acerco hechizado por la luz que irradian sus ojos y siento, al ver su sonrisa, como Eros descarga sin piedad sus flechas sobre mi pecho”.

El guerrero miró directamente a Sosandra y, sonriendo, agregó: “Ese día conocí su nombre y ella conoció el mío. Con el tiempo, las charlas, los momentos juntos, el disfrute de diversos placeres, favorecieron que naciera y creciera en mí el deseo de cuidarla. Protegerla de este mundo. Luchar por sus sueños, sus ideas, su vida”.

Nicolaos dio un paso hacia adelante y concluyó: “Una tarde de invierno, en el centenario de la caída de Atenas ante Esparta, me casé con ella y desde entonces pude corroborar cada mañana al despertar que junto a mí se encontraba todo lo bueno y maravilloso de este mundo”.

Sosandra, que había escuchado a Nicolaos con una atención absoluta, le pidió que lo acompañase al exterior de la casa. Una vez allí, el guerrero observó un carro con dos caballos blancos al frente y un recipiente de madera de gran tamaño, cuyo contenido desconocía, como carga.

Los dioses se alimentan de nuestras acciones” dijo Sosandra mientras tocaba con los dedos de su mano izquierda el curioso recipiente y continuó: “Son promotores de ciertos principios, sensaciones, deseos. Y cuando un mortal se conduce motivado por sus emociones, fortalece, sin saberlo, a un dios en particular”.

Sosandra señaló al interior de la caja de carga para hacerle notar a Nicolaos que allí también se hallaban su espada, su daga y su alforja.

Los sacrificios siempre resultan muy especiales” expresó Sosandra mientras ponía su mano derecha a pocos centímetros de la daga. Inmediatamente después se puso frente a Nicolaos, lo miró directamente a los ojos y le dijo: “Dije que te ayudaría a arribar a tu destino. Ahora todo depende de ti”.

Dos días habían pasado desde que Filippos observó a su hermano perderse en el horizonte en la búsqueda de una cura y cuando la esperanza parecía desvanecerse ante el avance destructivo de la plaga, pudo observar desde lo alto de una atalaya el regreso de Nicolaos, el cual ingresaba a Braurón sobre un carro tirado por dos caballos blancos y de gran belleza. Bajó lo más rápido que pudo y abrazó a su hermano, mientras le aclaraba, anticipándose, que Maya seguía con vida.

¿Lykos?” consultó Filippos, imaginando la respuesta que recibiría de su hermano sin necesidad de palabras. Sin perder tiempo, Nicolaos bajó del carro el enorme y pesado recipiente que había transportado. Luego, puso sus manos en los hombros de Filippos y le dijo: “Los dioses me han dado esto. El contenido debe mezclarse con cualquier bebida y consumirse como si de un remedio se tratase. Una cucharada por cada vaso es suficiente”.

Las palabras de Nicolaos alegraron a Filippos provocando un nuevo abrazo. El jefe militar de Braurón le dijo que él se ocuparía de todo y corrió a hablar con una de las cocineras del pueblo. Al mismo tiempo, Nicolaos aprovechó para ir a su casa. Antes de ingresar, pudo ver a su hermano dialogando con una mujer. Una vez dentro de su hogar, se despojó de su espada y avanzó hacia la habitación donde se encontraba Maya.

La imagen de su esposa era tan distante de aquella época de esplendor, previa a la peste, que, al verla, sintió que había ingresado al mismo inframundo. Tomó la daga que tenía bajo su custodia y se acercó a Maya. Luego de unos segundos de dolorosa observación mientras los pensamientos más incómodos se cruzaban por su mente, besó con suavidad la frente de su esposa para luego apoyar la daga sobre la parte superior de uno de los muebles más cercanos. Se movió por la habitación para poder sentarse en el suelo y apoyar la espalda sobre una de las paredes. Desde esa nueva posición, y sin dejar de contemplar a Maya, dejó que su mente navegara por los mares turbulentos de los pensamientos y los recuerdos, los cuales, en circunstancias tan oscuras, le provocaban una gran angustia. Había logrado perder cierta noción del tiempo cuando escuchó a su hermano ingresar al hogar, para luego acercarse a la habitación. Llevaba con mucho cuidado en sus manos, tres recipientes pequeños, los cuales contenían la bebida preparada según las instrucciones dadas por el guerrero.

Para ustedes dos. El restante es para mí” dijo Filippos mientras hacía la entrega, reservándose uno para él. Nicolaos observó a su hermano beber aquel que le correspondía y luego, volvió a su posición inicial para finalmente decirle: “me gustaría estar solo con ella”. Su comprensivo hermano se retiró del hogar, no sin antes darle un abrazo y decirle: “lo has logrado”.

Nicolaos bajó la mirada hacia sus manos. En cada una llevaba uno de los recipientes que le había dado su hermano. Cerró los ojos y dejó caer su contenido al suelo. Luego, volvió a pararse y avanzó hacia Maya. La tomó de su mano más cercana mientras le decía tres veces: “lo lamento”. Se acostó a su lado y esperó pacientemente. Sus ojos se cerraron. Con el paso de los minutos, los ruidos y las voces que se escuchaban del exterior se fueron apagando. Luego, solo silencio. En ese momento y a pesar de tener los ojos cerrados, pudo percibir una luz muy intensa. Al abrirlos, nada le parecía distinto. Sin embargo, Maya se movía. Seguía en ese sueño profundo e inducido por la sacerdotisa del pueblo pero había recuperado color y movimiento. Nicolaos se puso de pie y la levantó con sus brazos para luego salir con ella de la casa.

Una vez fuera, divisó el carro que lo había traído. Avanzó hacia él y con mucho cuidado acomodó a Maya dentro del mismo. Miró por última vez la imagen que pronto dejaría atrás: la de cientos de cuerpos sin vida. También la de su hermano que yacía de igual modo que el resto con un gesto de desconcierto absoluto. Sin poder contar con ninguna ayuda, Nicolaos abrió las puertas de Braurón y se apresuró a salir con el carro junto a Maya. Sabía a la perfección que pronto despertaría.

Recordó entonces cuando en una tarde primaveral, su bella esposa con una pícara sonrisa le preguntó: “¿Qué serías capaz de hacer por mí?”.

La veneración

Un misterio protegido por muros

que convoca al curioso seguidor.

El enigma lanza hacia el exterior

poderosos hechizos y conjuros.

 

Son la belleza de ese resplandor

que nace en la dulzura de sus gestos.

Son destellos pequeños y modestos

que enloquecen al fiel espectador.

 

Los muros se nutren del pensamiento.

Su ser, aliado de la reflexión,

manifiesta con fuerte convicción

la capacidad de su entendimiento.

 

Palabras que alegran y que divierten;

que fortalecen la intensa adicción

del fiel seguidor y su corazón

por el ser misterioso y diferente.

 

El adepto percibe la dulzura

escondida en el infinito abismo

del misterio y oculta en el hermetismo

de una pasión indescifrable y oscura.

 

El seguidor observa el horizonte

y encuentra en ese infinito distante

el sueño más hermoso y más brillante

sobre la venerada y sus pasiones.

 

La fortaleza

Es la verdad escondida en las sombras del ayer.

Son angustias del pasado, creadoras de muros.

Rodeada por caminos inciertos e inseguros,

su ser buscará sobrevivir y prevalecer.

El observador se vuelve adicto a su misterio.

Se encuentra seducido por lo oculto y la incógnita

de aquella energía intensa, magnética e indómita.

Y sueña con ser su salvación y su remedio.

Destellos fugaces, manifestaciones del alma,

luces brillantes que enamoran al observador.

Se convertirá en adicto a ese bello resplandor

cuya gloriosa luz es hermosa, perfecta y blanca.

Buscará destruir sus muros y sus barreras

para adentrarse en lo oculto y desconocido.

Y así liberar a su espíritu dormido

guiándolo hacia nuevas y dulces primaveras.

La bestia

Aquel destino dejó al hombre
a merced de un monstruo temible.
Una intensa fuerza invencible
sin luz, sin amor y sin nombre.

La bestia aguarda en el horizonte
mientras Baco al digno hombre protege
dando vino, juegos y placeres,
apartándolo de sus temores.

Los vicios no destruirán a la bestia
y el enfrentamiento es inevitable.
Buscará ir hacia lo desagradable
sin dolor, sin pasión y sin molestia.

Pero el destino es incontrolable.
La experiencia no sirve de aliada.
La llama se percibe apagada
y causa al hombre un dolor infame

Se debilita Eros y retira la flecha
del corazón herido de ese hombre valiente,
dejando heridas en ese palacio ardiente,
cumpliendo con temible templanza su empresa.

Pero este no es el final sino el comienzo
de una nueva era de amores y pasiones.
Avanzando hacia múltiples corazones;
atacando a los temibles pensamientos.

La bestia es fuerte pero no incansable.
El tiempo cerrará aquellas heridas.
Quedarán en el olvido las huidas,
y los vicios, de aquel hombre honorable.

Orfeo y Eurídice

1814-scheffer-ary-orpheus-mourning-the-death-of-eurydiceTodos los días el dios Eros solía ubicarse en el punto más alto del monte Olimpo y lanzar, desde allí, una de sus flechas. Ese proyectil diario, al alcanzar cierta altura, se dividía tantas veces fuera necesario para impactar en la totalidad de los objetivos de Eros, los cuales variaban según el día. Así fue como un talentoso músico, que recorría los campos tracianos, fue alcanzado por el capricho del poderoso dios y, como resultado de aquel impacto, fue arrastrado a los impredecibles senderos del enamoramiento absoluto.

Algunos años después en una de las innumerables fiestas que se celebraban en honor de Dioniso bajo el cielo ateniense, las ménades promovieron, entre los presentes, la destrucción de los límites de la vergüenza y lo debido. Para esto, se colocaron a sí mismas como ejemplos a seguir, manteniendo a lo largo de todo el evento, una conducta caracterizada por la locura y la búsqueda de la satisfacción de los deseos más primitivos. Tanto ellas como el resto de los mortales presentes, encontraron en el consumo excesivo del vino, el mejor aliado para retornar al estado de naturaleza. De este modo, desnudos y entregados absolutamente al placer, esperaron la llegada del dios promotor de aquel especial encuentro.

En el momento preciso en el que la Luna alcanzó el punto máximo de su brillo en aquella noche, cien músicos, que no tardaron en rodear al resto de los presentes, hicieron sonar sus respectivos caramillos advirtiendo la llegada de Dioniso, el cual avanzó entre la multitud sobre un carro tirado por panteras. El poder infinito de su voluntad hizo aparecer un inmenso trono y se sentó en él para ser adorado y poder disfrutar, desde su ubicación privilegiada, del intenso ejercicio de las pasiones llevado a cabo por sus seguidores. Las ménades, desesperadas por la presencia de su dios, corrieron a su encuentro. Algunas de ellas se separaron del resto para buscar entre los presentes a un músico en particular, el cual, a diferencia de los otros artistas, llevaba en sus manos una lira y no había prescindido de su ropa. Lo arrastraron por el lugar hasta dejarlo a pocos metros de Dioniso. Luego una de ellas se acercó a su dios para clarificar sus intenciones.

– Adorado Dioniso, acá estamos nosotras, hijas de la locura, buscando la satisfacción de nuestro dios. Como somos capaces de reconocer nuestro propio esfuerzo en promover el desenfreno y sabemos que alimentas tu fuerza al observar nuestra caída en el abismo de nuestras debilidades, deseamos darte como alimento el tributo que te debíamos. El músico aquí presente rechaza dar culto a tu infinita y divina existencia. Ahora, frente a ti, y si es tu voluntad, haremos que pague con su vida. –

– ¿Por qué molestas a tu dios con palabras innecesarias? Observa a tu alrededor, a los hijos del universo buscando la libertad absoluta, mostrándose y abriéndose ante sus iguales, disfrutando de sus acciones en este lugar y en este momento. Esta noche no habrá obstáculos que interrumpan el camino del deseo. Sean libres. ¡Ésa es mi voluntad! –

Al oír a su dios, las ménades encontraron el permiso que deseaban obtener. Desvistieron al músico y dejaron en manos de aquella hermana que había hablado con Dioniso, la daga con la cual debía realizar el sacrificio. Avanzó lentamente hacia su objetivo. Buscaba saborear el momento y disfrutar de la sensación previa al acto. Aunque decidida a dar fin a la vida del músico, se detuvo al observar cómo dos serpientes se movían sobre el cuerpo de aquél. Segundos después, una vara de oro apareció entre el músico y aquella que planeaba matarlo. Las serpientes se movieron hacia el objeto y se entrelazaron en él. Sobre la vara apareció una pluma, la cual comenzó a brillar inmediatamente y a cambiar su forma hasta convertirse, creciendo en su estructura, en un ser que Dioniso reconoció apenas aparecieron las serpientes.

– ¡Hermes! Si tan sólo hubiera podido saber que, envidioso de mis fiestas, vendrías hasta aquí a molestar a mis fieles, te habría preparado un recibimiento digno de un dios. –

– No te confundas, Dioniso. No es la envidia la razón de mi presencia. Sí lo es la curiosidad. Ver a tus criaturas dejarse llevar por las pasiones no es algo que me sorprenda, pero que dejes que intenten hacer algo con este músico puede ser, incluso, inaceptable. –

Dioniso se dispuso a observar al artista. Aunque en un principio no encontraba en él nada fuera de lo común, finalmente pudo ver algo perturbador en su mirada. Triste y apagada, parecía apuntar a un momento y lugar lejanos. Con un rápido y breve movimiento de su mano derecha, Dioniso les hizo entender a las ménades que debían alejarse. Hermes tomó su vara y avanzó despacio hacia el músico. Luego volvió a hablar, tratando de satisfacer el interés de Dioniso.

– Oh, sus ojos. En ellos está la muerte. Su muerte. Jamás podrán las ménades sacrificar a quien ya ha muerto. Su alma se encuentra en el inframundo. Aquí sólo está su cuerpo. –

En ese momento una de las panteras se lanzó violentamente sobre el músico, provocándole una herida en el hombro derecho. El felino volvió a su lugar inmediatamente después de causar el daño. Su poderoso amo aclaró sus intenciones.

– Respira, sangra y sufre. Aunque sus ojos, reflejo de su alma, emanan una angustia perturbadora, no está muerto. –

– Oh, es que nunca estuvieron unidos. El ser aquí presente se llama Orfeo. Y su alma se llama Eurídice. –

El músico reaccionó repitiendo el último nombre mencionado por Hermes. El dios siguió detallando.

– Alcanza con mencionar su nombre para que demuestre algo de vida. Invisibles son las heridas provocadas por la culpa. Su cuerpo se mantiene apagado por los incesantes golpes del pasado. Su último recuerdo es el de haber destruído a la razón de su vida, a la dueña de su existencia. Se observa aquí a un ser vacío. Sabemos que existe por nuestros sentidos pero, en lo demás, es un mortal que se adelantó a su destino. Vive muerto y morirá como ha vivido. –

– Su nombre solía mencionarse por la región. Se decía que su música podía conmover al mismo universo. Con su instrumento, era capaz de llevar brillo a la oscuridad y ablandar los corazones más duros. Eso hacía, según aquellas voces que van más rápido que las acciones. Luego llegó el silencio y su nombre quedó en un breve olvido, hasta hoy. –

– Poderoso y talentoso, solía enfrentarse al canto de las sirenas. Para triunfar en esos duelos musicales, practicaba sin descanso tocando las melodías más bellas. Un día le regalé una lira construída por mí mismo y se dispuso a utilizarla por los campos de Tracia. En aquella oportunidad, una joven y bella mujer se acercó a escucharlo. Cautivada por su música, había sido hechizada por el dulce sonido de cada una de sus notas. Cuando Orfeo se percató de su presencia, una flecha invisible atravesó su cuerpo. Eros había decidido que esa bella mujer, Eurídice, se convirtiera en dueña de su corazón. –

– Eros siempre ha sido el más cruel de los nuestros. Condena al enamorado al más terrible de los castigos. Son cadenas que arrastra el corazón y van hacia la existencia del otro ser. El enamorado se pierde, deja de ser lo que es y vive para alimentar su deseo. No hay adicción más poderosa. –

– Todo se resumía en ver en Eurídice, el hechizo musical de Orfeo, y en él, a Eros actuar en su pecho. Pasaron pocos meses para que, motivados en un invencible deseo mutuo, se unieran en matrimonio. A la boda asistieron más de cien músicos. Ese día todo fue felicidad para ellos. –

– Ya siento la angustia de Orfeo. Sabe qué es lo que sigue y no puede ser bueno. La felicidad es siempre efímera. ¿Qué puede ser tan doloroso? Aquello que aún no ha sido explicado y que reside en sus recuerdos, actúa en él como un veneno. Habrá que comprobar qué tan letal es aquel hecho.

– A la bella Eurídice le gustaba caminar por los campos tracianos. Sin importar donde estuviera, podía escuchar la música de Orfeo. En su camino, una serpiente, oportuna aliada del inframundo, la mordió, lo cual permitió que actuara en ella el más mortífero de los venenos. Ese día murió Eurídice y comenzó a morir Orfeo. A partir de ese momento, sólo compuso canciones tristes. Contaba a través de sus melodías todo lo sucedido, era capaz de transmitir su dolor y el origen del mismo. Conmovió a toda la región, todos los seres sentían una profunda tristeza. Algunos dioses decidimos acercarlo a una posible solución. Así fue como lo llevé hasta las puertas del inframundo. –

– Los hombres deben lidiar solos con sus problemas. ¿Acaso la muerte y la tragedia no forman parte de la vida? Los hechos, aunque absurdos, que forman parte de una pérdida inesperada deben entenderse en razón de la gran injusticia que rige el universo. No somos más poderosos que la fuerza infinita que nos ha creado y no estamos aquí para tratar de traer justicia donde nunca existió. –

– Allí, Orfeo siguió solo su camino hacia Hades. El mismo estaba lleno de obstáculos: Bestias feroces, criaturas nacidas en la oscuridad más absoluta, seres que viven en la tierra de los muertos y que se fortalecen alimentándose del sufrimiento de aquellos que padecen un castigo eterno. Orfeo se abrió camino, tocando su lira, conmoviéndolos a todos, enseñando a través de la dulzura de sus notas el rostro de su amada. Cuando los obstáculos cesaron, quedó frente al dios y rey del inframundo. Orfeo, evitando cualquier introducción innecesaria, declaró directamente lo que deseaba: llevársela a Eurídice a la superficie, a la tierra de los vivos. Hades se negó a entregarla. Sin decir una palabra más, Orfeo volvió a tocar su lira. Con las melodías más dulces logró que Hades imaginara la belleza de Eurídice y todo lo que ella significa para él. Con las melodías más tristes logró transmitir el inmenso dolor de la tragedia vivida, la pérdida de esa adorada mujer. Finalmente, con la última melodía llevó paz a todo el inframundo, calmó el sufrimiento y todo el tormento que allí se promovía. El músico, a través de su instrumento, logró manifestar un poder similar al nuestro. Hades, algo perturbado por esta demostración, decidió rendirse ante el deseo de su visitante. –

Las panteras se inquietaron al observar al músico acercarse a su amo. Pero aquel hombre no buscaba ser hostil. Simplemente deseaba continuar él mismo el relato. Sus ojos, aún tristes, habían ganado algo de vida, aunque eso significase dejar caer algunas lágrimas y expresar el profundo dolor que sentía.

– Aquellos de mi misma naturaleza saben que han vencido cuando sus espadas logran estar en alto y observan a sus enemigos caídos. El suelo absorbe a los rivales y se tiñe con la vergüenza de la derrota. Luego, los victoriosos explican qué ha sucedido. Corresponde a ellos esa tarea, para eso han ganado. Pero yo no tengo espada. Mis victorias no dependen del sufrimiento del otro. Todo lo que tengo es mi lira. Con ella y a través de su sonido, hablé de arte y cultura. Poderosos enemigos, que eran invencibles contra la espada, se rindieron ante mi lira. En ese acto no hubo humillación ni sufrimiento; sus corazones encontraron la paz que el instrumento del odio jamás les daría. Ésas fueron mis victorias. Pero ninguna tan maravillosa como ese día frente a Hades. Había logrado que se rindiera a mi capricho. Me dijo que podía llevármela pero con una condición. Antes de decirla me permitió verla. Cuando apareció ante mí, me desbordó la alegría. La besé y la abracé. De alguna forma, buscaba que en ese abrazo todo mi ser fuera hacia ella, que la confusión fuera tan grande que ni el mismo universo pudiera distinguirnos y no supiera quién está vivo y quién ha muerto. En algún momento la solté y Hades me aclaró lo que debía hacer para que abandonara conmigo el inframundo. Yo debía guiarla hacia la salida, siempre adelante de ella y no mirarla en ningún momento hasta que la luz de la superficie bañara por completo su cuerpo. El camino era largo y atravesarlo sin poder ver a Eurídice lo volvía interminable. Cada tanto volvía a tocar mi lira. Sólo así podía calmar a esos extraños seres que respiran muerte por toda la eternidad. Finalmente, y a pesar de todos los obstáculos, pude llegar a la salida. La luz de la superficie me acarició por completo. Sin mirarla, busqué su mano y la atraje hacia mí con la intención de estimar el momento preciso de poder verla. Cuando lo creí correcto, me di vuelta y miré a Eurídice a los ojos. –

El ambiente se enfrió en ese preciso instante. El músico siempre había demostrado una gran capacidad para conectarse con todo aquello que lo rodeaba y, a través de su música, fortalecía ese vínculo. En aquella oportunidad, esa curiosa unión se manifestó por sus palabras y no por la ejecución hábil de su instrumento. El universo reaccionaba ante aquello que ya conocía: el final del relato.

– Es la imagen que gobierna y domina mis recuerdos. Es tan poderosa que desconoce cualquier diferencia en tiempo y espacio. Siento que puedo estirar el brazo y tocar con la punta los dedos la mejilla de aquella que representa todo lo bello en este mundo. Fue un instante, rápido e inmediato, en el cual se desvaneció ante mí. Me había precipitado: estimé que había pasado por completo a la superficie, pero uno sus pies seguía tocando el inframundo. Al darme vuelta antes de tiempo, fracasé en la misión más importante de mi vida. –

El dolor del artista era inmenso. Su angustia contrastaba con la alegría que albergaban todos aquellos que habían asistido a la lujuriosa fiesta. Por otro lado, Dioniso no podía ocultar su profundo deseo de escuchar la música de Orfeo. Entonces, negoció:

– Toca una vez más. Permite que otro dios pueda escucharte. Satisface mi capricho y yo haré que tu música llegue hasta Eurídice. Háblale a través de tu instrumento. –

El rostro de Orfeo cambió en ese mismo instante. Supo abandonar la oscuridad de esa tristeza que invadía su alma de dolor y lo detenía en ese momento fatal en el que perdió a Eurídice. Tomó su lira, con la cual había vencido en más de mil batallas, sin causar daño a ningún enemigo. Y se dispuso a tocar, deseando que su música llegara hasta aquella que es dueña de todo su mundo. Sentía que, en cierta forma, era como estar con ella una vez más.

El talento de Orfeo no tardó en manifestarse. Tanto los dioses como los mortales presentes guardaron respetuoso silencio. Lo único que debía escucharse era el sonido de la lira. Cumplir con eso no era difícil. La música resultaba deliciosa y lograba traer paz, especialmente a aquellos que, motivados por el desenfreno que previamente se promovía, parecían destinados a arribar a puertos oscuros y sangrientos. Todos escuchaban. Algunos cerraron los ojos, dejándose llevar, sabiendo que estaban siendo hechizados. Ninguno se resistió. Era un embrujo musical que se fortalecía cada vez más, nota a nota. Estaban siendo invadidos por una felicidad indescriptible.

La magia de la lira parecía no tener límite. Su poder sobre los sentidos se manifestaba fuera de toda lógica. Aunque físicamente todos seguían en sus respectivos lugares, sentían que habían sido transportados a otro lugar. Aquel sitio, nacido de la imaginación de Orfeo, era indudablemente bello. Un campo extenso, casi infinito, con una naturaleza y variedad de colores únicos. La flora se mostraba brillante, colorida y con una deliciosa fragancia. En ese campo, como no podía ser de otra forma, se encontraba Eurídice, o la representación de ella. El brillo y los colores de esa imagen eran especiales, como si los sentidos, por primera vez, se encontraran ante una intensidad que desconocían. Fue allí, en ese mundo de fantasía, en el que dioses y mortales pudieron ver a Eurídice como Orfeo la ve a ella.

Dioniso se levantó de su trono y se acercó lentamente al músico. Había logrado entender que el artista tenía un poder similar al de los dioses. Esa fuerza mágica y misteriosa crecía a cada segundo, en la misma medida en la que Orfeo se hundía más en su propia fantasía. Le correspondía al dios evitar que el músico los encerrara en ese mundo que había creado. Con el objetivo de restaurar el orden y recompensar al artista por su talento, Dioniso acercó al talentoso traciano a su destino final.

Aún encerrado en su mundo, Orfeo siguió tocando, con los ojos cerrados, buscando una concentración absoluta que lo mantuviera cada vez con mayor intensidad en el lugar deseado. En algún momento de su interpretación percibió que algo abandonaba su ser y que era infinitamente más ligero. Luego, inesperadamente para él, sintió algo aferrarse a su existencia. Dejó de tocar y abrió los ojos. Eurídice lo estaba abrazando. El cuerpo de Orfeo se había evaporado en el mundo de los vivos en el mismo instante en el que su alma fue trasladada a los campos Elíseos, permitiendo aquel abrazo. Allí, Orfeo y Eurídice, se mantienen inseparables. Juntos por toda la eternidad.

Electra

ElectraPaola

No habrá horizonte en el reflejo de tu mirada. El mundo entero desaparecerá en tus ojos. Será un instante poderoso en el que tendrás una visión del destino. Cambiarás dolor por odio. No faltarán justificaciones para todo lo que vendrá. No te resistirás; marcharás con deliciosa convicción por el camino de la venganza. Pero no estarás sola. Los vientos del odio, guiados por la voluntad de los eternos, arrastrarán a Orestes a la oscuridad de tu proyecto.

La sangre derramada despertará a las Furias. De Orestes serán su sombra y su tormento. Lo perseguirán sin descanso y reclamarán con obsesión ante el Tribunal de los inmortales la condena por el crimen cometido. Descubrirás entonces que nuestra voluntad está por encima de toda justicia, que nuestros deseos y caprichos gobiernan el mundo, y que habrás sido útil al plan divino. Ése es el poder que anhelan los tuyos.  

Abre bien tus ojos, Electra. Permite que vean tu odio. Lo que viene es inevitable.