Sodoma

La escaramuza que tuvo lugar a escasos kilómetros de la ciudad de Sodoma, aportó sobre el suelo de aquel lugar, cientos de hombres sin vida, otros próximos a abandonar su efímera existencia física y, por último, el único que, obligado por las circunstancias de la batalla y el cansancio, se encontraba, a diferencia de otros sobrevivientes, en una posición horizontal, con la espalda sobre aquella tierra hostil. Este hombre era Assur, agente del tribunal religioso donde se había decidido el destino de los sodomitas y principal candidato a suceder al sumo sacerdote y magistrado de aquella institución.

En cuanto a los otros sobrevivientes, dos de ellos eran hermanos: Ziusudra y Utnapishtim, los cuales eran hábiles flecheros. El tercero, que lo ayudó a ponerse de pie, no tenía nombre. O tenía tantos que memorizarlos y reproducirlos implicaba una tarea divina. Es por este motivo, que para evitar cualquier problema de comunicación, se lo conocía como “El Innombrable”. Todos ellos eran de ciudades distintas, pero aliadas.

Una vez que terminaron de lamerse las heridas, no les quedó otra alternativa que discutir respecto a los pasos a seguir. Los dos hermanos querían retirarse y argumentaban que poco podían hacer contra los muros de la ciudad. Por otro lado, El Innombrable, el más brutal del grupo, los trató de cobardes, lo cual no hizo más que llevar la discusión a un nivel mucho más agresivo.

Assur los escuchaba sin decir una palabra. Sabía que todos estaban sintiendo el aroma de la derrota y que impactaba en sus sentidos las consecuencias temibles de los cuerpos mutilados de sus compañeros. Dejó que hablaran y que gritaran. Permitió el desahogo para luego romper su propio silencio y decirles: “Sé cómo entrar a esa ciudad maldita”.

Ante esa manifestación y la sorpresa de sus compañeros, el silencio volvió a ganar terreno para luego perderse en nuevas palabras de Assur: le pidió a El Innombrable que retornara a ciudades amigas y volviera con refuerzos; que él se encargaría de abrir la puerta principal de la ciudad de Sodoma.

Sin muchas más palabras, viendo que su compañero obedecía la orden, y acomodando junto a los otros sus respectivas espadas, arcos y flechas, se movió junto a ellos en dirección a la ciudad dominada por la pasión y el tormento.

Al aproximarse a su muro oriental y ocultos en las sombras de la noche y la vegetación circundante, observaron a tres sodomitas patrullando la zona. Ziusudra y Utnapishtim tensaron sus respectivos arcos. Por su parte, Assur tomó con fuerza la empuñadura de su espada con su mano derecha. Luego, de un momento al otro, como en una coreografía practicada hasta la perfección, las flechas de los hermanos dieron fin a las vidas de dos de los tres sodomitas y en un veloz movimiento, Assur salió de su escondite y atravesó el corazón del restante de ellos con su espada.

Eliminada la patrulla enemiga, Assur les mostró a sus aliados cómo cada cierta distancia los sodomitas colocaban un trozo largo y ancho de tela, con cierta colaboración de la limitada vegetación local, sobre una parte del muro. Luego, señalando con la espada a una de estas secciones, apartó la tela y permitió que se observara una grieta, lo suficientemente grande como para que pasaran de uno en uno. Así lo hicieron e invocando la protección de los dioses, ingresaron en Sodoma.

Una vez que se hallaron dentro de los límites de la ciudad, los hermanos le consultaron a Assur cómo es que sabía de esta entrada. En el mismo momento en el que respondió la pregunta, innumerables recuerdos invadieron su mente. Así, mientras las imágenes se mezclaban con aquello que lo rodeaba, dijo: “nací en esta ciudad”.

De la zona más oscura y profunda de su memoria, un recuerdo en particular se fijó en su mente: aquella oportunidad en la que, con poco más de diez años de edad, en una noche de verano, observó a varios guardias de la ciudad ingresar desde el exterior por la mencionada grieta, arrastrando por la fuerza a distintas personas que habían capturado en una improvisada cacería humana. Sus víctimas, mayoritariamente mujeres, se encontraban desnudas, golpeadas y heridas. A gran parte de las mujeres las llevaron al centro de la ciudad, donde se encontraba el reyezuelo sodomita y su séquito de salvajes, para servir como esclavas y satisfacer deseos de brutalidad creciente. El resto de ellas y los varones capturados se encontraban aún cerca de la grieta. Allí, los guardias, disfrutando de la impotencia y angustia de sus víctimas indefensas, invadieron y conocieron los cuerpos de las féminas que guardaban algún tipo de vínculo con los varones capturados. Uno de estos últimos llegó al límite de su tolerancia mental y embistió con su cuerpo a uno de los guardias. Los sodomitas, por su parte, no tardaron en volver a agarrarlo y golpearlo. Luego, tomaron a la esposa de éste y la pusieron frente a él. Uno de los salvajes, tomándola fuertemente del cabello, empuñó con la otra mano una daga y, sonriendo a aquel hombre capturado e inmovilizado, en un rápido movimiento, le cortó el cuello a la mujer de lado a lado.

Los impactos visuales y acústicos de la sangre recorriendo el cuerpo de la mujer hasta el suelo y los gritos de los presentes, golpearon directamente en los sentidos del joven Assur que estaba siendo testigo de todo ello. Uno de los guardias se percató de su presencia y le ordenó que se acercase. Assur así lo hizo. Luego le dio su daga haciendo que el joven la tomara con ambas manos. Finalmente hizo que apuntara con el filo del arma al hombre capturado que se había defendido. Le dijo una y otra vez en voz baja, como un secreto destinado a repetirse hasta la acción: “mátalo”.

Ziusudra puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Assur, obligándolo a despejar la mente de ese recuerdo y retomar el camino hacia el objetivo de la misión. Este último les pidió a los hermanos que con cuidado buscaran dentro de la ciudad a prisioneros, esclavos y cualquiera que pudiera ayudarlos. Él, por su parte, y habiéndoles adelantado a sus aliados su idea, se dirigió a la casa de un viejo amigo llamado Lot.

Las noches de Sodoma no eran tranquilas y ésa en particular no sería la excepción. La ciudad, débilmente iluminada por antorchas y fogatas, estratégicamente dispuestas, permitía escuchar un murmullo constante mezclados con ocasionales gritos, algunos de dolor y otros de dudoso origen. Assur, aprovechándose de la escasa visibilidad y recurriendo a su memoria, no tardó en encontrar la casa de su viejo amigo. Golpeó tres veces con su mano derecha la puerta de entrada principal del hogar y susurró su nombre. Lot, desde el interior de la casa, abrió la puerta, tomó a Assur del brazo derecho y lo introdujo rápidamente adentro del lugar. Inmediatamente después, cerró la puerta.

Allí, Assur se encontró con Lot, su esposa y sus dos hijas. Luego de una breve introducción amistosa, la charla se direccionó rápidamente hacia el objetivo de la visita. El visitante deseaba que el dueño de la casa lo ayudara a abrir la puerta principal de la ciudad. Lot se negó y se excusó detallando el enorme peligro que eso implicaría tanto para él como para su familia. Assur lo escuchó atentamente y deseaba ampliar el detalle de su propuesta, pero antes de poder hacerlo, unos golpes poco amistosos se sintieron en la puerta de entrada de la casa. Varias personas armadas con espadas querían entrar por la fuerza. Uno de estos individuos, sirviendo como representante del grupo, manifestó que habían visto a un forastero entrar en la casa; que solo debía salir para que ellos pudieran conocerlo.

Assur miró hacia una de las pequeñas aberturas en una de las paredes de la casa, la cual cumplía la noble función de permitir la ventilación del hogar. Al mirar a través de ella encontró algo que podría ayudarlo en su situación y le dijo a Lot que los dejara entrar. Su amigo escondió dentro de su ropa una daga y luego, obedeciendo a Assur, permitió el ingreso de aquellos sodomitas.

Era un grupo numeroso. A la casa ingresaron tres de ellos mientras el resto esperaba afuera. Assur, al verlos, dio unos pasos hacia atrás sin soltar su espada. Uno de los sodomitas apresuró el paso hacia aquel que consideraba un forastero, sin percatarse que había quedado expuesto por la abertura de la pared antes mencionada. De pronto, a través de ella y desde el exterior, una flecha atravesó la cabeza de aquel sodomita. Lot reaccionó con rapidez y con la daga que mantenía oculta atacó con letalidad a otro de ellos. Por su parte, Assur luchó y mató al restante. En el exterior, Ziusudra y Utnapishtim repartían flechas entre todos aquellos que salían violentamente a su encuentro. Espada en mano, Assur salió de la casa y colaboró en la lucha junto con sus aliados.

La situación se había complicado para los enemigos de Sodoma. Los guardias salían de distintas direcciones. Assur, apenas encontró un espacio, se movió junto a sus aliados por zonas menos pobladas de un escenario cada vez más hostil. Se movieron entre callejones, casas, aprovechando cada sitio que les permitiera ocultarse. Pero ya era tarde. El cuerno de guerra había sonado. Las patrullas enemigas se multiplicaron. Y antes de poder encontrar una solución a tan complejo panorama, fueron rodeados y capturados.

Los guardias sodomitas llevaron a sus enemigos en dirección al centro de la ciudad. En el trayecto, a cada paso que daban, la cantidad de antorchas y fogatas iban creciendo, provocando que el escenario adoptara tonos cálidos, esencialmente rojizos. Al llegar a su destino, a pocos metros del palacio del rey de Sodoma, pudieron notar que ya se encontraban allí Lot y su familia, arrodillados y custodiados por la guardia personal del rey. Pronto, Assur y los suyos fueron obligados a adoptar la misma postura.

En ese momento, ciertos aromas y colores del ambiente provocaron que la mente de Assur navegara una vez por los mares del recuerdo. En esta oportunidad, una remembranza más cercana en el tiempo: en la parte alta de un zigurat ubicado entre las nacientes de los ríos Éufrates y Tigris, se encontraba el sumo sacerdote y juez a cargo de esa imponente construcción divina. Había requerido la presencia de Assur y lo esperaba dándole la espalda, con un manto blanco cubriendo su cuerpo y rodeado por seis sacerdotisas vestidas igual que el varón que las lideraba. “Bebe de la copa”, dijo el juez religioso mientras una de las jóvenes oficiantes le acercaba a Assur una copa de cerámica cuyo contenido era sangre de cordero. El agente tomó el elemento y bebió de él mientras disfrutaba con la mirada del bello rostro de aquella que cumplía el ritual. Luego, con curiosidad, observó a sus compañeras las cuales cumplían a la perfección los estándares estéticos de su cargo. Al terminar todo el contenido de la copa, el sumo sacerdote comenzó su exposición: “Como tantas otras veces, le he pedido al sacrificador que susurrase nuestro requerimiento. En cada oportunidad, una verdad de este mundo se me revela. Si tan sólo supieras cuántas veces la tradición ha hablado de nosotros y cuántas veces lo seguirán haciendo. Se hará hasta que las voces se conviertan en imágenes, en elaboradas y complejas construcciones de distintos tamaños que llevaran consigo los secretos de lo que alguna vez ha ocurrido. Y ese día se mezclarán y unificarán los relatos. Todo quedará plasmado de una forma única que nos inmortalice a nosotros y a nuestras acciones”. El sumo sacerdote se dio la vuelta permitiendo que el destinatario de sus palabras pudiera observar su rostro. Así, continuó diciendo: “Assur, en mi mente veo la destrucción de esa ciudad, una y otra vez, ocurriendo una y mil veces. En alguno de esos eventos pasados, presentes y futuros, me veo sacándote de allí, rescatándote de su perversión, luego de haber vencido sobre esos salvajes enemigos. Assur, vuelve a la ciudad prohibida y encárgate de cumplir la sentencia de los dioses. Sodoma debe ser destruida”. Dicha la última palabra, las sacerdotisas abandonaron su posición para acercarse a Assur. Con suavidad, lo fueron llevando hacia una habitación contigua mientras se expresaban con él mediante caricias que servían de antesala para la parte final del ritual. Antes de cruzar el umbral, el sumo sacerdote aclaró entre risas: “no es la búsqueda del placer lo que estamos castigando”.

Las circunstancias obligaron a Assur a abandonar ese recuerdo y retornar a su realidad en Sodoma. Allí, frente al palacio de la ciudad, los presentes observaron salir de su interior al líder de los sodomitas. Assur no tardó en reconocerlo: era Uttuki, quien en su juventud formaba parte de la guardia de elite del palacio; el que, en aquella noche traumática, lo había obligado a apuñalar y matar a un hombre indefenso. De algún modo, los constantes conflictos que Sodoma tenía con sus ciudades vecinas, provocaron el rápido ascenso de Uttuki a jefe de los sodomitas.

Por otro lado, a pesar de los años, este reyezuelo también reconoció a Assur. Al verlo, sonrió y ordenó a los guardias que acercaran a la esposa de Lot, ignorando los gritos desesperados de su familia. Le solicitó a uno de sus súbditos guerreros que le facilitara una daga. Luego, usando dicho instrumento destrozó el vestido de la esposa de Lot, dejándola completamente desnuda. Sin abandonar su sonrisa, demostrando el goce que esto le generaba, se colocó detrás de la mujer agarrándola del cabello con su mano izquierda y recorriendo suavemente con el filo de la daga en su mano derecha, distintas zonas del cuerpo de su víctima, deleitándose con las reacciones que esta acción provocaba.

Assur sentía que volvía a vivir aquel hecho de su niñez. Sin poder tolerar lo que veía, apartó la mirada y se perdió en la oscuridad del cielo nocturno. Fue en ese momento en el que notó un destello muy brillante moverse por ese plano celestial. Movido por la curiosidad, Uttuki también miró hacia el mismo sitio. Luego, casi todos los presentes hicieron lo mismo. El destello se iba moviendo hacia el noroeste en forma descendente. Segundos después de perderse en el horizonte, ocurrió lo inesperado: se escuchó un potente estruendo proveniente de la misma dirección donde se había perdido aquel destello. Inmediatamente después, comenzó a temblar la tierra, con una potencia cada vez mayor. El sismo provocó una infinidad de quiebres en la tierra, los cuales permitieron que se liberasen gases inflamables que en contacto con las antorchas y fogatas provocaron constantes explosiones y llamaradas de fuego de varios metros de altura. Una de ellas se levantó justo en la posición de la esposa de Lot, carbonizándola en segundos.

Cuando los temblores descendieron a un nivel mucho más tolerable, Assur y sus dos aliados aprovecharon la confusión para recuperar sus armas y moverse a la mayor velocidad posible hacia la puerta de la ciudad, defendiéndose ocasionalmente de aquellos que salían a su encuentro, dado que la mayoría de los sodomitas estaban ocupados principalmente con el fuego y las explosiones que ganaban terreno en toda la ciudad.

Finalmente llegaron al objetivo y sin mayores problemas pudieron abrir la puerta de Sodoma. Assur se ubicó en el límite entre el interior y el exterior de la ciudad y miró hacia el horizonte esperando lo que poco después sucedería. Escuchó el grito potente de El Innombrable, el cual consistía en una orden de atacar. De pronto, cientos de soldados de las urbes vecinas surgieron de la oscuridad y entraron a la ciudad que sufriría el castigo de los dioses. El innombrable subido a su caballo, ingresó junto a tres equinos, permitiendo que Assur, Ziusudra y Utnapishtim pudieran culminar la misión desde una posición privilegiada. Así, los cuatro jinetes se unieron a la batalla.

Fue en este momento en el que comenzó a cumplirse con la sentencia. Beneficiándose de la enorme confusión entre los sodomitas y de la destrucción que el fuego ya había provocado sobre las construcciones de la ciudad, los enemigos de Sodoma se mostraron implacables. Las espadas y las flechas provenientes de las ciudades vecinas llegaron a hombres, mujeres y niños. Para lograr esto, volvieron a cerrar las puertas de la ciudad convirtiendo el escenario en una cacería donde las presas no tuvieran escapatoria.

Los hermanos Ziusudra y Utnapishtim competían entre sí para descubrir quién mataba más enemigos. Por su parte, El Innombrable, que hasta ese momento no había tenido oportunidad de mostrar su capacidad bélica, se dejó llevar por la ira, el odio y el desenfreno destrozando todo a su paso.

Pero en el caso de Assur era diferente. Se movió sobre su caballo hasta el centro de la ciudad donde volvió a encontrarse con Uttuki. El contexto desaparecía para sus sentidos, los cuales estaban totalmente enfocados en este enemigo, que lo esperaba lanza en mano. Assur lanzó una primera embestida la cual fue correctamente respondida por su adversario culminando en un choque entre las armas de cada uno. Luego, con la segunda embestida, Uttuki contraatacó impactando al caballo con su lanza, lo cual provocó la caída de Assur.

Ambos se encontraban a nivel del suelo y frente a frente mientras el fuego provocado por nuevas explosiones los rodeaba. El odio crecía. Gran parte de los pensamientos de Assur lo trasladaban a su niñez. El recuerdo de ese trauma que impactaba en su mente, mezclándose con la realidad que requería de su atención, provocaba que la noción del tiempo fuera poco más que una ilusión. Todo parecía repetirse y ser constante. De este modo, sin que mediara entre ellos palabra alguna, entraron en nuevo combate directo. El sonido del choque entre la espada de Assur y la lanza de Uttuki se repetía rítmicamente, destacándose entre la sonoridad de aquel ambiente hostil. Pero no había paridad entre ellos, aquel ruido era propio de impactos esencialmente defensivos. El largo alcance del arma de Uttuki estaba siendo bien aprovechado. En un momento, mientras nuevas explosiones se sucedían a su alrededor, el líder sodomita logró impactar en el hombro derecho de su enemigo, provocando que este último reaccionara soltando su espada. Uttuki volvió a apuntarle sabiendo que con un golpe certero acabaría con su oponente, pero justo en ese momento dos flechas de direcciones distintas cruzaron las llamas que rodeaban a los contrincantes. Disparadas por Ziusudra y Utnapishtim, ninguna impactó en Uttuki, pero obligaron a éste a que buscara el origen de esos ataques. Assur aprovechó la distracción, tomó su espada y en un rápido movimiento lastimó las manos de su adversario. Luego, con otro movimiento y mirándolo a los ojos, lo decapitó. En ese momento una fuerte explosión cercana a su ubicación, la cual intensificó las llamas, provocó que Assur perdiera el conocimiento por unos minutos y entrara en estado de aturdimiento. Observó, antes de dejarse vencer por la fatiga y el cansancio acumulado, la entrada a caballo de El Innombrable dentro la zona donde se encontraba.

Con el paso de las horas, tanto la lucha como el fuego se fueron extinguiendo. Al alba, ya todo había terminado. Assur despertó cerca de la puerta principal de la ciudad, rodeado de aquellos que habían combatido a su lado. Se puso de pie y caminó despacio por la ciudad mientras ellos se turnaban para actualizarlo con todo lo que había ocurrido. No le resultaba necesario. Podía ver por sí mismo los resultados de la batalla. Gran parte de Sodoma se había convertido en cenizas y con ella su gente. Como era de esperarse, también había bajas en el sector aliado. Incontables pérdidas humanas. Preguntó por Lot y le dijeron que él y sus hijas habían escapado de la ciudad.

Observó una vez más la ciudad y luego caminó hacia su caballo. Poco antes de llegar a él, escuchó unos gritos que provenían de una de las casas que no habían sido completamente alcanzadas por las llamas. Corrió hacia ella y en su interior encontró a un soldado aliado a punto de atacar a un niño sodomita. Assur notó que una de las paredes de aquella casa tenía un pequeño hueco por una de sus esquinas y a través de ese hueco, la luz del día entraba en el hogar destacando e iluminando el rostro del joven sodomita. El agente del zigurat detuvo al soldado tomando con fuerza la mano donde tenía la espada y le dijo “el castigo era hasta el amanecer”. Luego el soldado se retiró de allí.

Assur acercó su mano derecha al joven que lo miraba con desconfianza y le solicitó que lo acompañara. Aún con dudas, el niño prefirió estar con él. Así, ambos caminaron hacia la puerta de la ciudad, sin mirar hacia atrás, dejando tras de sí, un mundo de cenizas, muerte y dolor. Assur se subió primero al caballo y desde arriba ayudó al niño para que subiera con él y se acomodara de forma segura. Antes de salir de la ciudad, le preguntó al joven sodomita por su nombre. Éste le respondió con la palabra que Assur había escuchado durante toda su existencia y que se repetiría infinitamente hasta llegar al olvido eterno de las tradiciones perdidas.

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